por Gerd Bornheim
Comentar la película de Júlio Bressane
El gran presupuesto que permite la comprensión del arte contemporáneo reside en lo que debería llamarse angular. Angular viene de un ángulo, es una instalación desde un punto de vista, ya través del ángulo se ve el punto que asume el artista para configurar el objeto de su creación. El arte de nuestro tiempo explora lo angular al alcance de sus últimos, a través del hastío y hasta de su negación: el punto se transmuta, por ejemplo, en concepto, o en pasando, Y cosas como esa.
Sin embargo, en su esencia, aun negado, el arte reivindica el punto de vista: la mirada desde cierto ángulo determinará la naturaleza del trabajo realizado en todas sus dimensiones. Y no adelanto nada especial al decir que esta es la definición misma del cine e incluso el principio de su posibilidad. Sin embargo, soy virgen, no he leído nada, ni siquiera el sagrado Deleuze. Pero vi, como se suele ver, con el voyerismo de los cineclubes, mucho, todo o casi. Eso, sin embargo, ahora es el pasado.
Hoy me pongo a imaginar otro cine, los albores de un nuevo arte, que ni me imagino dónde estarán. La promesa permanece: si todo va bien, el cine se las arregla para plantear este problema mayor: el futuro mismo del arte. Es decir: del arte como síntesis de las artes y como lugar donde confluyen los valores básicos de la sociedad. Es sabido que el gran arte ha residido siempre en esta doble conjugación. Y es en esta convulsión, actualizada y absolutamente necesaria, donde reside la razón de ser del cine. Lo que está en juego en el cine -y pienso aquí en este arte como un detalle incrustado en una vocación mayor- se centra en el sentido que el cine puede ofrecer en el contexto de un horizonte que sólo se anuncia.
Pero ahora todo pasa por esa referencia angular. Aquí, nada nuevo. Lo angular, en el fondo, se reduce a una cuestión de disciplina de la mirada. Y la educación para tal disciplina sin duda cuenta con una hermosa historia, comenzando por el insólito privilegio que los griegos le dieron a la vista; por eso se entiende, por ejemplo, que lo angular esconde el sentido mismo de la evolución de las artes visuales.
Así consigue David, con su clasicismo sumamente teatral, poner bajo el control de la mirada todas las secuencias y consecuencias del desastre de una guerra o todo el esplendor de la coronación de Napoleón. Esta cultura de la mirada acaba desarrollándose con tanta fuerza que, por caminos bien conocidos, el propio angular se convierte en objeto de arte; es como si hubiera, pues, una dioptría instalada en el fondo del ojo para determinar los principios de todo lo que se ve, es decir, en la angularidad de la composición construida, y que esta dioptría, como prescrita por una fuerza mayor, comenzó a filmarse a sí misma. Por supuesto, angular es ante todo una entidad cultural. Descartada la prioridad del concepto-límite que es la mirada inocente, angular si se quiere el lenguaje como principio de construcción, ahora llevado a sus posibles extremos.
Lo que se acaba de decir constituye un verdadero punto de partida para entender el arte contemporáneo. Evidentemente, las cosas se han vuelto demasiado complejas para admitir cualquier tipo de reduccionismo conceptual. Ajeno a este sesgo, estoy pensando aquí en la particularidad muy específica del cine. Y llamo la atención sobre dos de sus aspectos.
La primera se refiere al arte en general y está ligada al mencionado concepto de lenguaje. Lo que se ve, sin embargo, es algo así como una subversión del lenguaje. Porque se puede decir que el lenguaje es ante todo referencial: se habla de algo, de una realidad distinta a la del lenguaje mismo. La subversión proviene enteramente del hecho de que, en el arte de nuestro tiempo, el lenguaje se transforma en referencial, se hace referencial de sí mismo.
Se acepta que la referencia externa al lenguaje mismo puede subsistir o no, y de muchas maneras, pero sucede que las cosas ya no se concentran allí.
Sirva aquí el trillado ejemplo de Picasso: nunca abandonó la llamada referencia figurativa, pero eso no impide que se diga que fue quizás el más abstracto de todos los pintores, el más concentrado en ese inmenso laboratorio que es el búsqueda de la plasticidad en su propia textura, en su lenguaje específico. En este sentido, las artes se han convertido en una actividad esencialmente experimental.
Pero conviene advertir que este carácter experimental no significa que el arte esté condenado a tratar con lo provisional, inmerso en una fugacidad situada por debajo del supuesto gran objetivo a alcanzar; experiencias que ya no se viven esperando el gran amanecer para consagrar lo definitivo. Lo que sucede es que el experimentalismo absorbe en sí mismo la totalidad del sentido de la propia invención artística. La experiencia ahora reside enteramente en la invención de ese angular. Es el descubrimiento de esta experiencia en el lenguaje cinematográfico lo que alimenta el interés de todos los cinéfilos, de todos los cinéfilos.
Esto nos lleva al segundo punto, que está totalmente en sintonía con la naturaleza del cine. Vuelvo aquí al tema del significado de lo angular, y la pregunta se centra en qué logró hacer el cine con lo angular. La esencia de angular está en el ojo, en el acto de mirar: necesito parar a ver el cuadro, sentarme a mirar la representación teatral. Y es precisamente esta estaticidad la que cambia en el cine hasta el punto de que se puede decir que el séptimo arte debe ser visto como el más significativo, el más revolucionario en el contexto general de las artes contemporáneas. Esto es cierto incluso si resulta que la gran mayoría de las películas no tienen nada que ver con lo que se afirma, peor para tales películas, diría uno. Evidentemente, el espectador de cine también se queda paralizado sentado, pero como si atribuyera a la videocámara una especie de delegación de poderes, mediada por el cineasta.
El cine no se define tanto por la imagen, sino por la movilidad del ángulo. Incluso estática, es esta movilidad la que constituye el principio determinante de la imagen, y no al revés. Lo angular se vuelve así extremadamente móvil, tan móvil, o antimóvil –y ya empiezo a hablar de la película de Bressane– que la videocámara consigue tragarse incluso al espectador. Pronto se ve que el carácter experimental invita a asumir improvisaciones de todo tipo, incluso los intentos de ensayismo se convierten en una especie de regla a escrutar. Pero, a diferencia del amateurismo –que es, cabe señalar, un fenómeno profundamente contemporáneo–, lo experimental logra elevarse al nivel de la madurez del lenguaje.
Lo que digo no tiene nada que ver con la subordinación a la estética inventada por los modernos; tiene que ver, eso sí, con la invención misma de la estética y por eso mismo, quizás, con su superación. Bien, avancemos, con cierta pompa, que el advenimiento de la estética se produce en el espacio de la crisis de la metafísica y es posiblemente en esta crisis la que debe ser superada. Esto se debe a que el proceso de maduración del lenguaje se revela rebelde a la estética y todos sus órdenes. Mi pregunta pretenciosa se centra enteramente en este punto esencial: cómo se sitúa Julio Bressane frente a la única cuestión realmente esencial, la del lenguaje.
En buena medida, se puede decir que la película creativa de Bressane tiende las trampas de una trampa grande y bien construida. Quiero decir que imita cosas que se suelen presentar como pertenecientes a la naturaleza misma del cine. Al fin y al cabo, el cine que solemos ver está estructurado a partir del privilegio otorgado al elemento óptico, a partir de coordenadas que se fueron definiendo a lo largo de la evolución de las artes y de la estética moderna –el cine, en ese sentido, acaba presentando un carácter acentuado convencional y transmite precisamente lo que se ha convertido en el principio de la muerte del arte, una especie de suficiencia de la imagen que lo opone todo a las cositas nuevas que hay en la invención misma del cine. Pero ni siquiera parece que a Bressane le preocupe mucho eso, y por una razón muy sencilla: es que su playa es diferente y su compromiso está totalmente centrado en la construcción de un lenguaje.
Lo que despierta curiosidad y me parece que se apunta como cierto daimon Inspirador en su empresa esencialmente provocadora es que Bressane explora un lenguaje que está en el extremo opuesto del cine, aficionado a nuestras costumbres. Lo que cinematográficamente se suele ver es en la suficiencia de la imagen, vista como esencia del cine. Por supuesto, la videocámara de Bressane también está inmersa en esta suficiencia: el pintor pinta, Bressane filma. Resulta que, en el caso de nuestra película, las cosas se complican. Esa suficiencia –y este es sólo el punto de partida– se refugia ahora en los espacios de la memoria, en una cierta ruptura que denuncia la instantaneidad de la imagen. En esta línea, Bressane acaba creando una poética de la bastardía.
En gran medida, la memoria es uno de sus elementos nutritivos. Si se parte de la idea de que el cine está todo en el esplendor de la imagen y que la imagen se vive a sí misma en el momento instantáneo de su acontecer, Bressane como si devolviera la imagen a sus primeros frutos, a su primigenia anterioridad, y todo se vuelve cita . La cita se produce en el plano de la imagen y del discurso, y es tan insistente que las imágenes se sitúan ahora en el plano de la reflexividad, en una especie de desvergüenza que despoja fríamente la fertilidad de los orígenes: ya por la simple insistencia sobre la presencia de la imagen – el suicidio, por ejemplo, es autocita; y pronto se muestra la imagen misma del libro, o de los libros, de los aspectos inspiradores, y repetidamente, el libro pretende hablar de sí mismo y la película, en cierto modo, ya pasó en esos aspectos, se convierte en Brás Vats, reflexión sobre reflexión. Y al mismo tiempo está esa manera casi desencarnada del personaje Miramar, que ve en el amor al mar, en la repetibilidad de las aguas que van y vienen, en la anterioridad de la mismidad de su propia invención, el principio de toda pedagogía, incluso el agua es memoria.
Así, la realidad en su conjunto, en todos sus niveles, ya está concentrada en la consistencia de la cita, la cita que reflexivamente quiere ser cita y que, por eso mismo, se precipita al vacío de la eliminación de la imagen. Pero sucede que, a través de este vacío, con cierta insistencia, la imagen persigue el sentido mismo de su génesis. Y se inventa el cine. Es como si la película ya estuviera hecha desde toda la eternidad, en el desmemoria del agua y de la piedra, en el cuerpo orgiástico que se desmaya o en la palabra negada en la estabilidad del libro. Por supuesto, todo es ficción, pero la gran culpable es la imagen; y al juez casi se le niega la movilidad angular en su razón de ser.
Permítanme esta exageración: en definitiva, estamos ante un anticine que quiere desplazar al espectador de sus hábitos visuales. Si la cineciudad del cine reside completamente, como se dice, en la sucesión de imágenes que buscan completarse en su propio movimiento, entonces el cine se agota completamente en una estética del movimiento, un movimiento que hacía compulsiva la expresión. El fin; alrededor, cualquier insistencia en lo estático solo subraya la excelencia del movimiento. Ahora bien, movimiento significa tiempo y, en consecuencia, el tiempo se instituye como una categoría fundamental del cine.
Bien, ¿no es que Bressane se entromete en este orden de cosas y elige el espacio como su categoría básica? Categoría significa: el nombre más general de las cosas. No es que todo esté simplemente en el espacio, como la manzana estable que descansa sobre la bandeja. Pero la película pide ser vista como un intento de construir el espacio, la angularidad espacial, con una forma de dinamismo en la que se busca, por así decirlo, encarnar la espacialidad del ser. El espacio ofrece entonces un espesor que escapa a la fluidez del tiempo y que es como su concentración. De ahí el sentido de la estática, por así decirlo, fotográfica de la imagen o repetición explorada por la película. La fijeza del ser de la imagen cuestiona precisamente la realidad homogénea del tiempo.
Contemporizo y digo que la época de Bressane es otra de las que uno ve en el cine de siempre. Es un tiempo que sin duda transcurre en diferentes niveles, de diferentes maneras: hay, por ejemplo, una determinada secuencia material de imágenes, hay una narración, hay un todo Bildungsroman, la formación de un joven cineasta casi luchando con lo que ni siquiera es un desencuentro consigo mismo; la fe subsiste en su totalidad: se trata de hacer cineasta a través de acontecimientos no tan dolorosos en su falta de psicología, ni tan pintorescos en su gusto por la deconstrucción.
Se dice que Douanier Rousseau decía de sus cuadros que eran realistas, al contrario de lo que hacía su colega Picasso, en todo lo egipcio. Los delirios de Bressane también pasan por allí. Y lo que está en juego, una vez más, como con Douanier y Picasso, es nada menos que la deconstrucción del cine, el realismo se torna cojo y el elemento egipcio no pasa de un límite-concepto. La irrupción tan diversa de la música, tan esencialmente temporal, no puede ocultar cierta incomodidad, pero exhibe también la satisfacción de cierta exageración. La película, dicho sea de paso, se nutre de eso: una cierta cantidad de exageración. Y todo configurando una temporalidad que, en cierto modo, vive de la negación de sí misma.
Porque hay una especie de dialéctica que recorre la película de principio a fin. Por un lado, por ejemplo, las imágenes repetidas en blanco y negro, que se empeñan en ofrecer la inocuidad de su propio frenesí, en un movimiento contrapuesto de carácter puramente formal y sin secuencias –a la manera de un collage extraído de unos desfasados archivo. Y por otro lado, y principalmente, esto: la presencia de una estaticidad plástica realmente notable. Es como si de pronto la angulosidad del movimiento sólo se satisficiera en la plenitud del momento. No falta la nostalgia por el torso arqueológico y desfigurado de Apolo.
Pero todo quiere plasticidad, todo se deja asentar en la intensificación del momento, en la búsqueda de una firmeza que condense en sí el sentido y el sinsentido del todo. El amor del mar logra ya escapar de las leyes inestables de su movilidad. O bien, dos cuerpos desnudos, fijados para siempre en su efímera voluptuosidad, derramándose plásticamente al encuentro de la muerte. O, aún, la composición del retrato, persiguiendo su propio marco. La película conoce muy bien el peso de la voluptuosidad y sabe que todo se pierde estrictamente en el azaroso encuentro. Y esto ya parece valer, en primer lugar, para la naturaleza del cine: la belleza de la imagen va unida a su aleatoriedad.
A través de estos caminos, Júlio Bressane se convierte en un esteta: explora los sesgos del lenguaje cinematográfico, quiere conocer su significado y en su totalidad.
Lo que importa es precisamente lo siguiente: no se trata de la elaboración de una estética teórica que se utilice en espacios abstractos y que luego se aplicaría, sino de la creación de una estética a través de la realización de una película. Está, es visible, la exuberancia de esta creación, pero también está, acompañándola, la indagación de esas sombras que son los límites de los deambular del cine e incluso del arte en general. La franqueza del personaje de Miramar quizás no sea más que la perspectiva de la muerte misma. Opto por la expectativa: el cine será, sin duda, sólo el primer paso de un arte totalmente diferente. Bressane creía en esta confluencia de fronteras.
*Gerd Bornheim (1929-2002) fue profesor de filosofía en la UFRJ. Autor, entre otros libros, de paginas de filosofia del arte (Guau).
Publicado originalmente en el diario Folha de S. Pablo [https://www1.folha.uol.com.br/fsp/mais/fs22029806.htm]
referencia
Miramar
Brasil, 1997, 82 minutos
Dirigida por: Julio Bressane
Fotografía: José Tadeu Ribeiro
Montaje: Virginia Flores
Reparto: João Rebello, Giulia Gam, Diogo Vilela, Fernanda Torres, Louise Cardoso