por ALEJANDRO DE OLIVEIRA TORRES CARRASCO*
Comentario sobre la carrera del actor francés
En 2013 estaba de paso Gare du Nord, París. Era una primavera húmeda y un poco fría para alguien que se había acostumbrado al trópico. El sol tardó en salir y ponerse desde que llegó, lo cual no fue exactamente un problema, pero ciertamente causó cierta incomodidad. Se instaló en casa de un amigo, Faubourg la Poissoniere, hacia el norte de la ciudad. Por lo general, caminaba desde Gare du Nord hasta en mi casa, pasando por bulevar Magenta.
O bulevar Magenta ya tiene algo de París turístico y kitsch – un poco en todas partes, seamos realistas – pero no me disgustó. Subiendo la calle, todos nos parecíamos más: extranjeros, Capuletos y Montescos, transeúntes de distinta procedencia. En el camino, según el desvío que tomara, pasaría por un antiguo mercado (un antiguo Halle) de la época parisina de la arquitectura del hierro. Entré en ese mercado dos veces, si no recuerdo mal. Sólo una vez. Una vez acompañado.
Entre las diversas salidas de Gare du Nord, siempre opté por la más larga, naturalmente, a pesar de que estas medidas son relativas y variables según el tiempo, el modo y el lugar. El más largo siempre me pareció el más natural. Es una vocación que conservo y cultivo.
En uno de esos viajes, conocí a Michael Lonsdale. Es posible que el nombre no transmita mucho de inmediato. Es un actor excepcional. De las películas que vi, por lo general era un papel secundario, pero un papel secundario notable. La excepción es El día del chacal (de 1973), una película excepcionalmente bien filmada, en la que se entrelazan la acción y la trama psicológica. A esto se suma la importante economía de los diálogos: todo está en la acción, la acción misma y su sentido, haciendo prescindible y accesorio cualquier discurso que no esté ahí, en el seno de la acción misma. A su manera, es una película antimoralista.
Podría combinarse, por extraño que parezca, con señor klein (Joseph Losey, 1976), otra película de diálogos de síntesis, una impresionante interpretación muda de Alain Delon, el protagonista, en la que Michel Lonsdale interpreta el papel de un sinvergüenza muy educado, con la diferencia esencial de que en este segundo caso hay una clara moraleja. sentido en el mise-en-scène. Sin embargo, no serían estas películas notables las que recordaría, si tuviera que recordar una sola película de Michael Lonsdale.
Estaba en silla de ruedas, al pie del estrado, en aquella insólita reunión de 2013, esperando el próximo París-Londres, supongo, acompañado de algún amigo o asistente. Al principio no lo reconocí, a pesar de ser un buen fisonomista. Ya lo vi familiar en el segundo instante. En el tercer instante, su mirada plácida, su juego minucioso y comedido me contagiaron. Me recordó a otros tiempos, no a los suyos. Más recientemente realizó Ronin (1998) y Munich (2005). Sin embargo, no lo reconocería en ninguna de esas películas.
En 1968, un poco a regañadientes, Trauffaut decidió filmar una secuela de cupones de cuatro centavos (1959). Las aventuras de Antoine Doinel, alias Jean Pierre Léaud, continuarían. Es el segundo largometraje sobre el personaje biográfico y personal de Trauffaut, y la tercera película de lo que se convertiría en el ciclo de Antoine Doinel. Entre el primero (1959) y el segundo largometraje (1968), hay una duración media, L'amour à vint ans (1962).
Traufaut tenía serias dudas sobre el destino de esta película e incluso sobre su realización, y era, a su manera, la respuesta que pretendía dar al relativo fracaso de la película anterior, La marrie était en noir, (1968), película realizada con y para Jeanne Moreau, que mucho más tarde respondería sobre la naturaleza de su relación con Trauffaut, con la expresión “amistad amorosa”. Lo que era y era estrictamente cierto.
voleas de baiser fue un sorprendente éxito de público y crítica, y dio un inesperado impulso económico a la Las películas de Carrosse, productor semiartesanal de Trauffaut. Tercera película de la serie sobre Antoine Doinel, había, como hay, en esta película de modesta expectativa (una película barata rodada casi a toda prisa, bastante clásica en su concepción) un tímido enigma, hoy un enigma cincuentón: ¿dónde estaría ese Antoine Doinel, joven buscador de empleo, recepcionista de hotel y futuro ex-detective, en permanente disputa amorosa con Cristine Darbon, en aquella notable primavera de 1968?
Nadie más lejos del estudiante colérico, marchando por las calles de la ciudad, la insólita mezcla de La capital (el libro, naturalmente) y Coca cola, en la definición involuntariamente certera de Godard, que este héroe torpe, algo tímido, anacrónico de otro tiempo. Era la sinceridad desconcertante de François Trauffaut, que nunca había sido estudiante, cuando él mismo se dirigía a esos estudiantes en 1968, durante y después de la fronda en defensa de la Cinemateca francesa, anticipo de lo que vendría con la primavera, en un modesto y verdadero autodefinición, el que había estado luchando por la vida, a diestra y siniestra, desde los aciagos catorce años.
Trauffaut mantuvo –sin saber si le gustaba o no– en el pasado de aquel año, primavera de 1968, al menos un pie fuera de ese tiempo, fuera de esa historia, o, tal vez, dentro de otro tiempo, dentro de otra historia, todavía que un mil años luz de El chino (1967), de Godard. Entre los muchos y muchos hallazgos de esa película, una suerte de “teatro de bulevarEn apariencia, sólo en apariencia, son Claude Jade como Cristine Darbon, encarnando una frescura juvenil, táctil, suave e intensa, ligeramente stendhaliana; las memorables secuencias espejo y neumática (descubrir a los jóvenes); Léaud a lo natural y espontáneo, a la prueba plena; la canción de Charles Trenet, Que rest-il de nos amours?; Delphine Seryg, clásica como una Helena de Troya que nunca necesitaría ser secuestrada por los troyanos para acostarse con Paris; y, por supuesto, Michel Lonsdale.
Entre verdades y mentiras, los días de Antoine Doinel son toda una escuela de pasiones del alma, al módico precio de una mísera entrada de cine. A cada uno su espejo, sus cartas de amor, sus pasiones secretas, sus modestos o grandes desengaños, y que nadie rehuya preguntarse, tarde o temprano, por quién doblan las campanas. Se pliegan por alguien o el recuerdo de ese alguien que nos despierta de madrugada, entre el sueño y la vigilia, una noche calurosa, pensamientos dispares y la necesidad inminente de unas líneas mal redactadas.
Antoine hace esto, como aprendemos a hacer, y lo hace con el encanto del cine sumado al encanto de quien ama el cine. La frescura invencible de esa película, entre el tacto y la cortesía, extremadamente modesta, se mantiene –hemos crecido o no– por la sencilla razón de que no sólo deja un poco de todo, sino sobre todo porque, en algunas cosas, queda un poco más. No todo cambia, no todo permanece. Algunas cosas simplemente se quedan.
En la película de Trauffaut, Michael Lonsdale es Georges Tabard, Monsieur Tabard entre nosotros, exitoso comerciante de zapatos de mujer, casado con Madame Tabard, naturalmente, Delphine Seryig.
1- Tabard tiene un problema objetivo, de esos que nos aterran en la vida cotidiana: nadie lo quiere, y va más allá, tal vez haya alguien a quien definitivamente no le guste. Quién sabe, tal vez lo odien fatalmente, consecuencia un tanto lógica del sentimiento universal de falta de aprecio. Como hombre directo y práctico, hombre de negocios, no acepta no saber quién es y qué es ese peligroso y difuso desprecio que este Otro impertinente siente por él, aquí y allá.
Acude a una agencia de detectives en busca de la ayuda que necesita para encontrar a esa persona oculta que perturba el maravilloso orden de su vida. A primera vista, la evidencia no es muy clara, aunque concluyente. No hay muchos rasgos de este impertinente por ahí, pero es innegable que a alguien no le agrado (no le agrado, me corrijo y tomo prestado, casi en un fracaso, para mi economía personal, el benigno y entrañable paranoia de M. Tabard). Así, a segunda vista, estos indicios se vuelven decisivos: provienen de una certeza absoluta, casi tan íntima como incomunicable. No hay manera de no tener esto en cuenta.
Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud y viceversa) trabaja en la agencia, y dada su excepcional falta de calidad como detective, se le asigna investigar a alguien que todos creen que no existe, excepto la condena de M. Tabard.
La revelación de este problema produce una de las secuencias más memorables, divertidas y alegres de la película. Y tomo un desvío improbable. hay en Memorias póstumas de Brás Cubas, de Machado de Assis, el famoso diálogo entre Brás Cubas y Virgília. Alguien ya dijo (tengo la impresión de que fue Carlos Heitor Cony) que ese sería el diálogo explícito más implícito de la literatura brasileña. No es solo eso, quizás sea un poco más. La secuencia en la agencia detectivesca podría reivindicar este improbable parentesco en el orden de composición, teniendo en cuenta que, en la agencia, lo implícito explícito es de otra naturaleza explícita.
La escena en concreto es una obra maestra, perdón por el adjetivo. Oscilando entre rostros y significados divergentes, en un montaje perfectamente ajustado y un poco más ligero que el promedio de la película, plano y contraplano al servicio de una comedia de errores, la narrativa de M. Tabard es atravesada por la reticencia de M. Blady (alias André Falcon) dueño de la agencia, que necesita creer lo que escucha, a pesar de lo que escucha.
Hay un malentendido permanente entre ambas partes, que nadie se atreve a llenar, por diferentes razones, naturalmente. M. Blady, para no perder al cliente, M. Tabard, por no pensar que estaba loco. Lo que para uno es una certeza evidente, para el otro es casi un delirio, pero necesitan comunicar como si uno no supusiera lo que piensa el otro, a pesar de asumirlo. Lo que hace Trauffaut, con una maestría intransigente, es filmar esto, y filma bien y muy bien.
Michel Lonsdale y su peculiar interpretación, su singular juego de escena, entre la contienda y el enigma, incorpora este estado de ánimo por igual a la maestría, e imprime una verosimilitud a la situación permitiendo que lo absurdo se deslice suavemente hacia lo prosaico, casi sin sobresaltos. Ahí está, como siempre, un intrépido vendedor de zapatos de éxito, llenando la escena con su magnética presencia.
La conclusión es el cierre de oro de la secuencia: M. Tabard, muy consciente de su extravagancia, se anticipa a posibles reproches: entre el psicoanalista y el detective, se queda con este último, lo que dice textualmente, lo que significaría, en libre interpretación de la nuestra, que su “inconsciente” es objetivo y no psicológico ni psicoanalítico ni psíquico. En este caso, prácticamente todos los problemas tendrían solución, bastaría con encontrarla, lo cual es una verdad innegable de detectives: el misterio es que no hay misterios que no se puedan resolver. Es necesario considerar la complicación adicional del inconsciente psicoanalítico, teniendo en cuenta esta última verdad de bolsillo de la que se sirve M. Tabard: él, el llamado inconsciente, sería el lugar donde no se encuentran ni problemas ni soluciones, sólo malestar.
Recordé el chiste por razones que la razón no sabe: déjame recordar. La conversación llegó a esto porque me había encontrado con un amigo en el metro, y cuando recordé ese encuentro presente, recordé ese otro, del pasado, de haberme encontrado con Michael Lonsdale, años atrás, en una estación de tren, en París, entre lluvias y sol de una primavera inestable. Y no sé cuánto extraño ese encuentro y la hora de ese encuentro: Michael Longsdale había actuado, involuntariamente, en mi teatro sentimental, a su manera, plácida, una nota irónica, monumental, perfecta.
Entre odios y amores, entre psicoanalistas y detectives, entre 1968 y hoy, el énfasis sobrio y sereno de M. Tabard tal vez enseñe algo sobre la interpretación, la lección de Michael Lonsdale, y sobre las pasiones del alma, la lección de Trauffaut: para actuar hay que odiar y amar a distancia, vivir también con las propias pasiones.
Las verdades del cine no valen, sin embargo, para la vida. Enseñan lo que no sería la vida si fuera cine. El cine reemplaza, a través de la mirada, un mundo hostil por un mundo que está de acuerdo con nuestros deseos – pseudo André Bazin en la apertura de el desprecio, Godard (1963). La historia del mundo, que no se filma, es la historia de lo que no es cine.
Post Scriptum
El 21 de septiembre de 2020 suben los créditos y se encienden las luces para Michel Longsdale (24 de mayo de 1931 – 21 de septiembre de 2020), con una carrera pródiga, que incluye éxitos internacionales y comerciales, con un paso por la franquicia 007, como así como experiencias cinematográficas en el gran cine europeo de invención de la posguerra e incluso en el cine de vanguardia.
Trabajó con prácticamente todos los grandes directores del ciclo: Brunel, Orson Wells, Trauffaut, Alain Renais, Duras, Eustache con Historia de una venta (Jean Eustache, 1977), cuya excentricidad merece mención explícita. Actuó hasta los últimos años de su vida. Nos da la impresión de que, a pesar de que todas las vidas terminan invariablemente, algunas terminan mejor que otras, aunque estas medidas sean lo más relativas que puedan ser. La buena salida de escena se debe a las grandes actuaciones. Mantengamos esa esperanza.
*Alejandro de Oliveira Torres Carrasco es profesor de filosofía en la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp).