Marxismo y política, modos de uso.

Laia Estruch, Fondo 1, 2016
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por MAURÍCIO VIEIRA MARTINS*

Comentario al libro recién publicado de Luis Felipe Miguel

en uno de tus Cuadernos de prisiones Dedicado al estudio de la filosofía de Benedetto Croce, Antonio Gramsci se pregunta cuál es la postura más correcta ante un adversario teórico. Rechazando la concepción que considera el debate científico como un proceso judicial cuyo resultado es que “el acusado es culpable y debe ser retirado de la circulación”, Gramsci ofrece una indicación teórica y metodológica llena de consecuencias. Afirma que “el punto de vista del oponente puede indicar un aspecto a incorporar, aunque sea de forma subordinada a la concepción misma”.[i]

La advertencia de Gramsci me vino a la mente mientras leía el libro. Marxismo y política: modos de utilizarlo, del politólogo Luis Felipe Miguel. Porque lo que encontramos a lo largo de su argumentación es un esfuerzo por debatir y en ocasiones incorporar, cuando es el caso, aquellos momentos más relevantes de una determinada posición teórica, aunque no sea la adoptada por el propio autor. Habría varios ejemplos, pero quizás los más claros sean los que se encuentran en las partes dedicadas al género y la opresión racial, respectivamente, los capítulos 3 y 4 de su libro.

En ellos, Felipe Miguel debate algunas corrientes de lo que se ha llamado política identitaria (de raza, género, sexualidad, etnia), tema que genera las más duras controversias dentro de la izquierda. Su posición es crítica con el identitarismo, siempre que la “'cosificación' de la identidad aprisiona a sus miembros, quienes deben ajustarse al modelo predeterminado de quiénes son” (p. 91). Pero el autor no descarta la innegable relevancia de los respectivos movimientos de grupos sometidos a diferentes opresiones, ya que “están, de hecho, dirigidos a defender derechos y combatir formas de dominación y opresión que realmente prevalecen en nuestra sociedad” (p. 90). De ahí la propuesta de articular estas luchas específicas con una agenda más amplia de la izquierda, incluyendo las cuestiones estructurales de una sociedad capitalista, como el conflicto entre clases y la extracción de más valor –que algunos identitarismos tienden a secundariamente-, una configuración de fondo de la opresión diaria que sufren los trabajadores.

Pero no es sólo en los capítulos antes mencionados donde se produce este esfuerzo por captar la vena más productiva de un determinado movimiento o teoría social. También en el debate celebrado sobre “Democracia, emancipación y capitalismo” (capítulo 6), Felipe Miguel señala que la “crítica más elaborada al tipo de consentimiento presente en la tradición liberal y cristalizado en el proceso electoral, que toma la forma de la obligación de obedecer, viene de un autor que tiene poca relación con la tradición marxista” (p. 124, n. 24); y su referencia aquí es el pensamiento de la filósofa política feminista Carole Pateman. Este hallazgo lo coloca ante el desafío de abordar la cuestión del consentimiento social –que tanto beneficia al conservadurismo– en un marco teórico que lo cuestione más profundamente, a partir de las herramientas presentes en el legado marxista.

Sin embargo, este procedimiento argumentativo no debe confundirse con un ligero eclecticismo, que agrega aleatoriamente diferentes conceptos. El acercamiento entre los distintos autores se realiza a lo largo del libro únicamente a partir de ejes temáticos bien definidos y, como tal, exige un trabajo de reelaboración conceptual. Además, Felipe Miguel no rehuye dejar claro sus desacuerdos con aquellas perspectivas que le parecen extremadamente equivocadas y, por tanto, prácticamente inutilizables. Este parece ser el caso del que quizás sea el diálogo crítico más recurrente a lo largo del libro: la ciencia política estadounidense, en gran medida hegemónica en esta área del conocimiento.

Esta ciencia política concibe a los individuos como átomos sociales aislados, con capacidades similares de acción y elección, que podrían cuantificarse y matematizarse. Felipe Miguel reserva sus palabras más duras para los errores de la abstracción violenta operada por esta disciplina, que se adhiere “a modelos formales que operan en un vacío histórico, como las teorías de la elección racional” (p. 181). Además de su individualismo teórico y metodológico, esta politología hegemónica busca circunscribir una supuesta esencia de la política, que preferentemente estaría ubicada en instituciones formales. En el siguiente paso, todo sucede como si la acción política existiera principalmente en las instituciones estatales.

Frente a tal aislamiento arbitrario, lo que hace el autor es mostrar las profundas relaciones de la actividad política (ya sea que ocurra dentro o fuera de las instituciones formales) con otras dimensiones de la experiencia social. Relaciones que los títulos de los capítulos del libro ilustran claramente. Ellos son: (i) Política y economía, (ii) Clases sociales, (iii) División sexual del trabajo y de clases, (iv) Capitalismo y desigualdad racial, (v) El Estado, (vi) Democracia, emancipación y capitalismo, ( vii) Alienación y fetichismo, (viii) Transformación social, (ix) La cuestión ecológica.

El alcance del tema abordado por Felipe Miguel –en rigor, cada uno de los capítulos mencionados daría lugar a un libro completo– puede interpretarse como la presentación de un campo de posibilidades para la relación entre marxismo y política, que será profundizado mediante investigaciones adicionales. Pero vale la pena resaltar dos aspectos muy centrales en la investigación propuesta. El primero de ellos se refiere al énfasis en el carácter cada vez más limitado de la llamada democracia liberal, que se canta en prosa y verso en todo el mundo.

Esta limitación se debe al progresivo retiro de las cuestiones económicas del campo de la política: “la regulación promovida por el mercado es inmune al control político. […]. El establecimiento de la economía como un mundo separado permite restringir el alcance de la democracia. Gracias a esto, sociedades que aceptamos como democráticas coexisten con jerarquías altamente autoritarias dentro del ámbito de las relaciones de producción (o la esfera doméstica)” (p. 33).

Por lo tanto, nunca está de más recordar que las cuestiones relativas, por ejemplo, a la emisión de moneda, al sistema financiero, a la propiedad privada de los medios de producción, así como al control de las Fuerzas Armadas, todas estas dimensiones fundamentales del la experiencia social escapa al alcance del sufragio popular. Y esto ocurre incluso en las llamadas democracias consolidadas de la “sociedad occidental”. De hecho, estamos ante un drástico vaciamiento de la soberanía popular en detrimento de la clase minoritaria de la población que domina los instrumentos económicos y políticos decisivos para el ejercicio del poder.

Un segundo aspecto central del libro es, en mi opinión, lo que el autor llama un “marco liberal de crítica social”. Omnipresente en varios medios de comunicación, este marco se caracteriza por centrarse y operar en la dimensión más aparente de la profunda crisis social contemporánea. Al enfatizar cuestiones relacionadas con el acceso desigual a la educación, la corrupción, la distribución del ingreso y la opresión de ciertas identidades aisladas, dicho marco no las vincula a las relaciones estructurales de una sociedad capitalista.

Una contradicción básica de esto último, la división en clases sociales, aparece muy raramente en esta concepción del mundo: “'Clase', por tanto, es un rango de ingresos y consumo” (p. 45). Con ello se borra la relación con los medios y la producción de las distintas clases, que pasan a ser concebidas como una especie de continuum sólo cuantitativo, lo que no permite visualizar la expropiación que sufre la mayoría de la población.

En términos de las respuestas que propugna un marco tan liberal de la crisis social, “destaca la atención especial a la educación, que el discurso convencional presenta como el mecanismo por excelencia para la movilidad social ascendente. Una promesa ilusoria, ya que, como demostraron Bourdieu y Passeron, la escuela presupone habilidades nativas de las clases dominantes, que requieren un esfuerzo mucho mayor para ser absorbidas por las dominadas” (p. 86).

Un marco tan liberal de la crítica social termina contaminando a segmentos políticos que, en sus orígenes, recurrieron al marxismo en busca de guía teórica. En valoración de Felipe Miguel, esto es lo que históricamente ocurrió con los defensores del “socialismo de mercado”, quienes progresivamente fueron bajando su horizonte, hacia un socialismo aguado (p. 148), con énfasis en políticas meramente compensatorias. Para contrarrestar esta perspectiva, los capítulos del libro que se refieren a las clases sociales, la alienación y el fetichismo ofrecen elementos para visualizar las relaciones de poder presentes en la sociedad capitalista.

De ahí la alerta sobre el hecho de que “el tema del fetichismo es especialmente importante porque cierra la brecha entre la crítica de la economía política y la crítica del conjunto de relaciones sociales bajo el capitalismo” (p. 140-141). En estas relaciones cobra mayor importancia la formación de nuevas subjetividades, que comienzan a funcionar impregnadas de una cosmovisión liberal y altamente competitiva.

En cuanto a las sugerencias para un posible desarrollo de la investigación, creo que la crítica de Marx y Engels a los anarquistas, y también a los grupos sectarios de izquierda de su época, proporcionaría elementos adicionales para esbozar la posición de los fundadores de lo que Se conoce hoy como marxismo. Históricamente, este choque implicó durísimas controversias al interior de la izquierda, que giraban no sólo en torno a la conveniencia o no de participar en instituciones liberales de representación, sino también cuál debía ser el alcance de la organización a seguir.

A modo de ejemplo, resulta instructivo un texto conmemorativo del viejo Engels, de 1884, donde recuerda su elección y la de Marx de izar la bandera de la democracia, porque “si no quisiéramos unirnos al movimiento en su punto que había hecho el mayor progreso”, solo les quedaría “enseñar comunismo en una pequeña ciudad de provincias y, en lugar de un gran partido de acción, fundar una pequeña secta”. Pero estábamos hartos de predicar en el desierto; Habíamos estudiado demasiado bien a los utópicos para eso”.[ii]

Cuestiones similares a ésta regresan a lo largo de la historia del movimiento socialista y comunista, ciertamente siempre marcadas por la especificidad de cada situación. Pensemos en Vladimir Lenin y su Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, escrito en 1920. Una de las secciones de este lúcido escrito se titula “¿Deberíamos participar en los parlamentos burgueses?” Es curioso observar que, mientras Lenin responde afirmativamente a la pregunta, ayer y hoy los revolucionarios “de sillón” prefieren la respuesta negativa y tratan de convencer a la juventud de lo correcto de su purismo. El resultado de esto es una proliferación de microorganizaciones que, aunque conscientes de las contradicciones capitalistas, tienen una efectividad política cercana a cero.

Pero hoy la tendencia predominante en la izquierda es probablemente otra: la mencionada degradación de su programa político. Si en la historia de la socialdemocracia europea esa adaptación tuvo lugar a lo largo de unas pocas décadas, el caso brasileño comprimió su metamorfosis en un período sorprendentemente más corto. Semejante rebaja merece el claro repudio de Luis Felipe Miguel, quien subraya que “gran parte de la izquierda ha dejado de lado cuestiones de economía política, limitándose a defender medidas compensatorias para los más pobres y canalizar sus energías utópicas hacia temas como la democracia participativa”. o multiculturalismo” (p. 148).

Finalmente, y sólo a modo de contraste, vale la pena recordar que la poeta Emily Dickinson, conocida por su sensibilidad hacia las cuestiones metafísicas, escribió una vez que “La única noticia que conozco es Boletines todo el día de la inmortalidad.”, que podría traducirse como “Las únicas noticias que conozco son los boletines diarios de inmortalidad”. Por otro lado, para nosotros, los mortales comunes y corrientes, conocer la política tanto como teoría como como práctica –por muy conflictiva que sea– es una tarea ineludible e igualmente cotidiana. El libro de Luis Felipe Miguel ayuda mucho a esta comprensión.

*Mauricio Vieira Martins Es profesor titular del Departamento de Sociología y Metodología de las Ciencias Sociales de la UFF. Autor, entre otros libros, de Marx, Spinoza y Darwin: materialismo, subjetividad y crítica de la religión (Palgrave Macmillan).

referencia


Luis Felipe Miguel. Marxismo y política: modos de utilizarlo. São Paulo, Boitempo, 204 páginas. [https://amzn.to/3Woimhq]

Notas


[i] Antonio Gramsci. Cuadernos de prisión: Cuaderno 10. Río de Janeiro: IGS-Brasil, 2024, p. 58. La reciente iniciativa de IGS-Brasil de hacer que el texto completo del Cuadernos de prisiones Gramscianos. Disponible aquí.

[ii] Federico Engels. Marx y la Neue Rheinische Zeitung🇧🇷 Disponible aquí.


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