por GUILHERME RODRIGUES
El dolor del olvido es algo que constituye nuestras propias experiencias de amor.
1.
La narrativa a la que Marcel Proust dedicó gran parte de su vida madura es una sinfonía, una pieza arquitectónica, un montaje-pintura; un escrito difícil de nombrar –como ya ha argumentado Jean-Yves Tadié.[i] En busca del tiempo perdido Es un clásico, como ya quería describir este tipo de texto, Italo Calvino.[ii]: interminable, siempre abierta, previamente conocida; Por eso, una lectura suya es una inmersión profunda en largos periodos, múltiples subordinaciones, metáforas superpuestas, sinestesias complejas.
En medio de la vida del narrador, en su múltiple proceso de aprendizaje y frustraciones, se suceden una serie de implicaciones sentimentales y amorosas, a las que dedica sus reflexiones sobre los más diversos temas: Gilberte, la duquesa de Guermantes, la Sra. de Stermaria, Andrée y Albertine – esta última a quien están dedicados dos títulos de la obra y un número considerable de páginas sentimentales. Es cierto, como ya argumentó Giles Deleuze sobre Marcel Proust, que el camino para descubrir la escritura del narrador pasa por que este hombre de letras aprenda los signos de la vida mundana, del arte y del amor.[iii]
Además, diríamos que junto a esto hay un elemento llamativo de la vida sentimental: el olvido-muerte y la transformación de los signos que se avecinan, por supuesto, son fundamentales. Una verdadera mutación de nombres y palabras, que revelan la realidad desmitificada y afectada del espíritu de los Guermantes hasta las aventuras lésbicas de Albertine y Andrée. Aquí hay dos ejemplos de esto.
En el primer capítulo de A la sombra de las jóvenes en flor Seguimos la separación y el desencanto del joven narrador con Gilberte, hija de uno de sus grandes modelos intelectuales, Charles Swann, y la bella Odette. La negativa a encontrarse con él, las cartas que ignora, la imposibilidad de pasar la tarde con su madre en su casa o en los Campos Elíseos pasan como el profundo duelo de este niño que, poco a poco, olvida a Gilberte.
Sin embargo, si el olvido es también una forma de recordar, podríamos notar cómo la niña no desaparecerá realmente de la vida sentimental del narrador, sino que permanecerá constantemente mencionada en la narración, hasta su reaparición real unos cientos de páginas más tarde con otro nombre. que, a su vez, se va formando poco a poco, como una pantalla que no se distingue inmediatamente, pero que, a medida que se acerca, se aclara: Déporcheville — d'Éporcheville — de Forcheville.
Adoptada por el segundo marido de su madre, tras abandonar los vínculos con su antiguo marido judío para entrar más fácilmente en los altos círculos de París,[iv] la hija repudia socialmente a su padre, pero, en verdad, parece reencarnar la inteligencia y el gusto artístico de Swann, que tanto llevaron al narrador a admirarlo.
La secuencia que cierra el primer capítulo de A la sombra de las jóvenes en flor hace bella a la ex cocote, la madre, casada con uno de los hombres más refinados de París, frecuentadora de la casa de la duquesa de Guermantes, paseando por el bosque de Boulogne y siendo admirada por todos como una diosa, una de esas monarcas y nobles del Faubourg Saint-Germain, incluso si ella es simplemente una pequeño burguesa casada con un judío.
Odette, familiarizada con los avatares de su antigua profesión, se adentra en esta sociedad en decadencia, que todavía intenta aferrarse a las apariencias del nombre, que quedará completamente borrado durante la narración con la decadencia del salón Guermantes y el ascenso del Verdurins, cuyo La demarcación es precisamente la reaparición transformada de Gilberte, ahora casada con uno de los Guermantes: el marqués de Saint-Loup. Madame de Forcheville es ahora también esta reencarnación de la ascensión social de su madre, dentro de un lenguaje que tuvo que transformarse sentimentalmente para volver a decirle su nombre.
El caso de Albertine, por supuesto, es diferente, por las apariencias sociales, pero sobre todo por su vínculo amoroso con el narrador: la niña recorre casi toda la obra, siendo central en los volúmenes quinto y sexto –cuyos títulos se refieren directamente a ella: el prisionero e Albertina desaparecida. Todo el proceso de olvido y amor por la niña se potencia en este último, el tiempo “doblemente crepuscular”,[V] como le escribe al héroe en una de sus cartas.
A modo de escape, hay un tema musical que se desvanece en el primer capítulo del sexto volumen de la obra: “La señora Albertine se fue”[VI]. Al mismo tiempo que el tema se repite y varía con la letra –”Mademoiselle Albertine exige ses malle";"La señorita Albertine se marcha.";"Albertina se va";"mi decisión es irrevocable"[Vii] –, el narrador subraya en muchos momentos que su Yo se fragmenta junto con los recuerdos también fragmentados de Albertine – que, a su vez, también se vuelven múltiples: “Pero, sobre todo, fue esta fragmentación de Albertine en numerosos fragmentos, en numerosas Albertinas, la que se convirtió en su único modo de existencia en mí. (…) ¿Y no era justo, en el fondo, que ese fraccionamiento me tranquilizara? Porque, si no era en sí algo real, si dependía de la forma sucesiva de las horas en que se me aparecía, forma que seguía siendo la de la memoria, como dependía la curvatura de las proyecciones de mi linterna mágica. la curvatura de las gafas de colores, no representaba a su manera una verdad, y ésta muy objetiva, a saber, que cada uno de nosotros no es uno, ya que contiene numerosas personas que no tienen todas el mismo valor moral”.[Viii]
Esta reflexión general proviene de una noción particular; algo que podría, finalmente, entender la teoría estética de Marcel Proust –que desarrolla en el mismo sentido en Contra Sainte-Beuve.
Con su fragmentación, el narrador recorre las páginas recogiendo estos recuerdos, que forman el proceso del olvido. Como él mismo señalará al inicio del segundo capítulo del volumen, hay un camino no lineal que debe seguir, a la manera de quien regresa “por el mismo camino de un país al que nunca volverá”. "[Ex]; sin embargo, lo que hay en común entre el camino de ida y el de retorno es que “el olvido y el amor no progresan con regularidad”[X]. El olvido constituye un camino que pasa por el amor y llega a la indiferencia, que, como es lógico en este caso, pasa por todas las ilusiones y desilusiones del narrador, fundamentalmente los romances de Albertine con Andrée y otras chicas mientras vivía con él como “prisionera”.
Olvidar, al final, significaría para el narrador un “cambio en el tiempo”, como un “error óptico en el tiempo”.[Xi]. Un sentimiento de juventud, un desplazamiento de los sentidos, un alejamiento de las cosas reales. Es cierto que tal experiencia –incurrir y atravesar dolor– comprende la transformación fundamental para que el héroe comience a escribir el libro en el último volumen de la obra. Como quiere argumentar Roland Barthes, el aprendizaje aquí pasa por estas frustraciones;[Xii] pero, al final, fundamenta un proceso verdaderamente revolucionario en cuanto a la formación de esta prosa que absorbe las experiencias más singulares del arte moderno.
Por eso también Marcel Proust sigue siendo un escritor fundamental de los nuevos tiempos: mientras se desmitifican las apariencias de mundanidad de la clase dominante, la prosa aporta lo místico a la poesía, dándole un significado más allá de la literalidad de la palabra. Después de todo, el héroe proustiano aprende el poder del símbolo y su capacidad para dar forma a mundos.
La erudición del hombre de letras debe, por tanto, atravesar el núcleo del amor, el camino opuesto al que el narrador dice que recorrió después de la muerte de Albertina. Curiosamente, la niña nunca deja de aparecer ante el héroe, ya sea en su ausencia –que no puede evitar ser sentida por los espacios, los olores y los sabores que siente el narrador– o de forma fantasmal a través del telegrama que recibe pensando que es de su ex amante. . ; sólo para descubrir que, en realidad, se trataba de otro fantasma: Gilberte de Forcheville anunciando su matrimonio con Robert de Saint-Loup.
2.
Durante el verano de 1913, Sigmund Freud estaba paseando con el poeta Rainer M. Rilke, quien, taciturnamente, habría formulado un sentimiento contradictorio hacia la belleza de las cosas del paisaje: se sentía incómodo con toda esa belleza que estaba condenada a extinción; como toda vida humana y cosas bellas, estaría vacía de valor por su efímera. De este breve recorrido, Freud extraerá uno de sus más bellos ensayos, publicado posteriormente, en 1916, bajo el título transitoriedad – la fugacidad, traducido por Paulo César de Souza.
Luchando con pensamientos sobre la guerra, la muerte, el duelo, Freud se encuentra en un profundo debate que lo llevará a revisar considerablemente sus conceptos, insertando elementos nuevos y determinantes en su teoría, como lo será más tarde la hipótesis de la pulsión de muerte. Ya en este ensayo es posible ver cómo el duelo y la pérdida constituirían un punto crucial –y difícil de llegar a un acuerdo– para el psicoanálisis al pensar sobre el sujeto moderno.
Ante la pérdida, la energía psíquica requiere un alto grado de desgaste, lo que produce un sufrimiento considerable. Pese a ello, “también lo que es doloroso puede ser verdad”,[Xiii] señala Freud; Esto se debe a que lo efímero de las cosas les da un toque de rareza en el tiempo. Como las flores del jardín de Adonis, no dejan de ser hermosas por morir el mismo día en que nacen; El valor de esto ya lo afirmó Ricardo Reis:
“La luz para ellos es eterna, porque
Nacen al sol y terminan
Antes de que Apolo se vaya
Su curso visible”[Xiv]
Así es también como, a través de la plasticidad que sería característica de la energía libidinal, podríamos dirigirla hacia un nuevo objeto, transformado de modo que lo perdido se metamorfosee. El dolor del olvido es, entonces, algo que constituye nuestras propias experiencias de amor; y quizás admitir cierta fragilidad en la forma en que se nos presentan, paradójicamente, les da más valor. De esta manera podríamos reconstruir todo lo perdido, “quizás sobre terreno más firme y de forma más duradera que antes”.[Xv]
* Guilherme Rodrigues Doctor en Teoría de la Literatura por la IEL de la Unicamp.
Notas
[i] Proust y el romano. París: Gallimard, 1986.
[ii] ¿Por qué leer los clásicos? trans. Nilson Moulin. São Paulo: Companhia das Letras, 1993, pág. 9-16.
[iii] Proust y los signos. trans. Roberto Machado. São Paulo: Editora 34, 2022.
[iv] Recordemos que el libro dedica buena parte de sí al caso Dreyfus y los elementos del antisemitismo en la Francia de principios del siglo XX.
[V] Proust, M. Albertina disparó. París: Gallimard Folio, 2014, p. 51.
[VI] identificación. ibídem. PAG. 3.
[Vii] identificación. ibídem. PAG. 12; 14; 29.
[Viii] identificación. ibídem. PAG. 111 (en la traducción de Drummond): “Ce foraut ce fraccionamiento d'Albertine, en nombreuses Albertine, qui était son seul mode d'existence en moi. (…) Et ce fraccionamiento, n'était-il pas au fond juste qu'il me calmât? El auto no dura tanto como eligió de réel, solo tenait à la forme des heures sucesivas où elle m'était apparue, forme qui restoit celle de ma mémoires, comme la courbure de proyección de ma Lanterne magique tenait à la courbure de verres coloré, ne représentait-il pas à manière une vérité bien Objective celle-là, que chacun de nous n'est pas un, mais contient de nombreuses personnes qui n'ont pas toutes la même valeur morale (…) ”.
[Ex] identificación. ibídem. PAG. 139.
[X] identificación. ibídem. PAG. 140.
[Xi] identificación. ibídem. PAG. 174.
[Xii] “Proust y los nombres”. en: Barthes, R. Le Dégré zéro de l'écriture. Críticas de Suivi de nouveaux esseais. París: Éditions du Seuil, 1972, págs. 118-30.
[Xiii] freud, s. Trabajo completo 12. trans. Paulo César de Souza. São Paulo: Companhia das Letras, 2010, p. 248.
[Xiv] Pessoa, F. Odas de Ricardo Reis. Lisboa: Edições Ática, 1970, p. 34.
[Xv] Freud, ibídem. PAG. 252.
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