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La universidad reacciona según su naturaleza. En su forma de articular saberes, acoger y formar ciudadanos, la universidad nos recuerda a todos que las crisis no se combaten con ignorancia ni populismo, sino con saber y solidaridad

por Joao Carlos Salles*

Vivimos en una incertidumbre extrema. El dolor, la muerte y el sufrimiento ahora suprimen rutinas, proyectos, respiraciones. Y el miedo no es solo individual, no surge solo del sentimiento de nuestra ineludible finitud. Con la pandemia, las dificultades sociales y políticas preexistentes, la precaria condición de la mayoría de nuestro pueblo y la insuficiente presencia del Estado, especialmente donde más se necesita, implican ahora un riesgo inmediato de muerte para un gran número de personas. Y, en los últimos años, como resultado de las políticas neoliberales que socavan los servicios públicos y, en particular, de un ataque oscurantista sin precedentes a la ciencia, la cultura y las artes, la sociedad brasileña parece haber desarrollado una rara y peligrosa comorbilidad. El neoliberalismo y el oscurantismo han succionado en conjunto energías sustantivas del cuerpo social, de donde, en conjunto con la acción gubernamental, emergen respuestas esenciales: el sistema unificado de salud y las universidades.

El conocimiento científico y el ejército de investigadores y profesionales ahora comprometidos están ahora en acciones y entornos que valoran lo colectivo y eligen la vida incondicionalmente; colaborando así hacia una solución encaminada al interés común, pero también hacia la posterior reposición de energías estratégicas en la sociedad, la salud pública y la educación. Si no se reponen esas energías institucionales, si no somos capaces de invertir decididamente en fortalecerlas, nuestra capacidad para enfrentar futuras crisis se verá muy comprometida. Y, lamentablemente, esta pandemia, con su fuerza destructiva, no será la última; y no podemos darnos el lujo de salir de la crisis actual sin estar mejor preparados para escenarios futuros aún más aterradores.

Hoy, por cierto, incluso aquellos que han atacado la universalidad y el estatus público del SUS se ponen el chaleco, lo que es una mínima demostración de sentido común. La importancia del SUS es inequívoca, como lo ha sido la importancia del NHS en el Reino Unido. Sin embargo, esta pandemia también es afrontada con mucha fuerza por las universidades, y esto en muchos sentidos, lo que nos recuerda el despropósito de reducir la financiación pública de la investigación y de las instituciones, en todas las áreas del conocimiento. De hecho, las universidades permiten una comprensión verdaderamente rica de las múltiples dimensiones de la pandemia, incluso desafiándonos a pensar sobre nuestra realidad social, nuestra historia y, finalmente, nuestro futuro común. De hecho, se ha convertido en un lugar común decir que no seremos los mismos después de la pandemia. Sin embargo, podemos, aun tocados por las nuevas tecnologías, modificados por tanto sufrimiento, globalizados ahora en un inmenso dolor, aparentemente cambiarlo todo para seguir con los mismos vicios de siglos. Si la epidemia no respeta, individualmente, clase social, género, raza; si los marcadores sociales, después de todo, no importan para la enfermedad como suma de episodios individuales, nuestras respuestas a la pandemia nunca ignoran estos marcadores y, si no actuamos adecuadamente, tenderemos a reproducir la muerte y el sufrimiento de manera muy desigual. 

Preguntas como estas forman parte de una reflexión académica coherente y multidisciplinar. Ninguna institución está tan preparada como la universidad para leer los signos de la desigualdad estructural. Y, no por casualidad, los primeros datos ya nos muestran un mayor número de muertes en los negros, que acumulan más comorbilidades y menos acceso al tratamiento. Las marcas de la historia no se borran fácilmente en nuestro país, y existe un gran riesgo de que el legado de la pandemia, en nuestro entorno político, económico y social, sea aún más autoritario y no una autoridad legítima. Un ejemplo de autoridad legítima, a la que hipotecamos confianza y otorgamos credibilidad, sería la ejercida por médicos o científicos en el ejercicio competente de su profesión, aun cuando nos lleven a optar por tratamientos dolorosos que puedan ir en contra de las inclinaciones del cuerpo. y espíritu Sin embargo, sin el debido reconocimiento a las universidades, podemos ser forzados o inducidos a soluciones motivadas no por razones científicas, sino inducidas por el miedo y motivadas en el fondo por intereses políticos y económicos, que ahora prefieren, a la cura y protección de nuestro pueblo. , alguna forma más o menos radical de darwinismo social. 

Uno de los efectos secundarios de las situaciones de crisis es la moderación de la hipocresía. Los intereses saltan a la vista y, con la mayor desfachatez, las autoridades abren sus corazones o vísceras, dejándose decir lo que piensan, o mejor dicho, expresando medidas empobrecidas de su inteligencia, sus simulacros de pensamiento. Esto es lo que vemos cuando pretenden sustituir la dimensión de la moralidad por un cálculo de ganancias, en el que, como se ha dicho, la vida no tendría un valor infinito. La vida, que sería la medida de otros valores, entra en el cómputo y así se valora en cantidades simplemente aceptables. Tal empobrecimiento moral es evidente y aterrador.

Aprendimos de Émile Durkheim que, sin implicar una decisión, la sociedad llevaría a la muerte voluntaria, al suicidio, a una determinada tasa de individuos, ya que ésta varía, de forma explicable y sui generis, como factor social debido a otras causas sociales. En cierto modo, es como si la conciencia colectiva, situada más allá de la suma de los individuos, aceptara una determinada tasa como normal e incluso socialmente necesaria. Esta no es, sin embargo, la situación actual. Tenemos un enfrentamiento público y consciente con la muerte. Tenemos los datos, los números, las proyecciones. Finalmente, está en nuestras manos no repetir la propuesta de dejar las masas al diablo y las estadísticas. Sí, como sociedad organizada, como Estado, como gobierno, podemos decidirnos por la mayor reducción posible del número de individuos que, lamentablemente, serán conducidos a la muerte más involuntaria. Aquí actúan fuerzas colectivas incontrolables, pero la planificación, que, si tiene éxito, si moviliza lo mejor de nuestra voluntad colectiva, no logrará evitar lo realmente inevitable. Y sin embargo, tenemos un escenario de tormenta perfecta, de confusión, de caos, de irresponsabilidad. Un caos sembrado por decisiones políticas y económicas actuales y anteriores, por una crisis de legitimidad, por una escisión en el poder, por lineamientos bipolares, que nos quitaron antes o ahora nos quitan los medios materiales para combatir la pandemia y la moral. condición de negarse a la banalización de la vida y su subordinación, a la apertura, a los proyectos inmediatos de poder.

La vida no es negociable y no es una mercancía que pueda relativizarse según intereses políticos o económicos. Además, la vida no es sólo un proyecto individual, sino un proyecto colectivo a largo plazo. De lo contrario, vivimos al acecho de la barbarie, con el riesgo de descubrir en un instante en nosotros mismos a los bárbaros que temíamos o esperábamos. Así es como la universidad, otro proyecto colectivo a largo plazo, ahora nos ayuda a comprender mejor incluso esta simple frase: ¡Quédate en casa! Eso sí, no sigas a la ignorancia, ni al ignorante: ¡Quédate en Casa! 

En primer lugar, la universidad ayuda a ubicar esta prescripción en un conjunto de medidas sanitarias que cobran sentido como política colectiva, asociando una decisión local a una experiencia científica acumulada. Luego, muestra cómo tales medidas dependen de las diversas acepciones de 'hogar', ya que, en nuestro país, millones de hogares padecen un profundo e histórico déficit de saneamiento, condiciones mínimas de vida, pobreza extrema, agravando el sufrimiento del aislamiento necesario, que, por tanto, para su cumplimiento requiere del apoyo decidido del Estado. La universidad no dejará de recordar que una frase así, dicha en imperativo, puede resultar de convencimiento, aclaración e información, pero puede ser una imposición, una orden violenta, fruto de la poca credibilidad del Estado y de la poca liga social. . Incluso nos recuerda que la distinción entre casa y calle es relativa en nuestro país, dependiendo también de la cultura y, por tanto, una política de salud encuentra su lugar en medio de condiciones sociológicas y antropológicas únicas. Finalmente, en el contexto en que la sentencia se suscita por la amenaza de muerte, conviene incluso recordar que el valor mismo de la vida y la finitud de la existencia humana exigen una reflexión literaria o filosófica. 

La universidad reacciona, por tanto, según su naturaleza. En su forma de articular saberes, acoger y formar ciudadanos, la universidad nos recuerda a todos que las crisis no se combaten con ignorancia ni populismo, sino con saber y solidaridad. De manera íntima, nuestras instituciones realizan virtudes intelectuales y morales, las cuales, por tanto, instaladas en nosotros mismos, deben contaminarse recíprocamente, para que el conocimiento no sea meramente instrumental ni la solidaridad una mera intención filantrópica. 

Esta no será nuestra última crisis sanitaria, humanitaria o ecológica. Si las tecnologías de hoy nos hacen percibir su gravedad y alcance de una manera diferente, las tecnologías por sí solas no serán redentoras. Seremos más tecnológicos, sin duda, pero la sociedad no sufrirá ni remotamente. Es necesario pensar en el legado de esta crisis, para que la sociedad no regrese a políticas de austeridad que la privaron precisamente de las mejores condiciones para una respuesta más rápida a las amenazas. El legado de la crisis no puede ser, por tanto, el de la austeridad selectiva, que, una vez pasada la tormenta, sacrifica aún más radicalmente el sistema universitario. Que nuestra universidad, como lugar de confrontación de saberes, como espacio de convivencia, de donde parten múltiples formaciones capaces de comprender y afrontar las diferentes crisis, no se reduce en su alcance y en su inversión efectiva y, por tanto, no renuncia a la universidad e investigación. Que la falta de alfabetización y el desprecio por la cultura no marquen la política educativa de nuestro país, y las bacterias oportunistas no aprovechen la acción del nuevo coronavirus para hacer prevalecer sus viejos proyectos de desmantelar la universidad pública, de atacar a los “parásitos”. servidores públicos. 

Llamadas al combate, las universidades están presentes, en las más diversas y serias acciones. Como instituciones públicas, valoran y honran el diálogo con los órganos de gobierno que cumplen con su deber institucional y no prefieren la guerra ideológica, que también es sintomática de cierta hambruna intelectual. A pesar de las dificultades anteriores, a pesar de los recortes inexplicables y no diagnosticados en las subvenciones, por la limitada visión de algunos directivos, hacen uso de la asignación actual de recursos para enfrentar la crisis de la mejor manera posible y dialogar seriamente con las instancias ministeriales. Que, por tanto, tras la crisis prevalezca la orientación responsable y no los raptos precarios y casi anecdóticos de quienes parecen tener un especial placer en demostrar su horror por el saber o la democracia.

*Joao Carlos Salles es decano de la Universidad Federal de Bahía (UFBA) y presidente de la Asociación Nacional de Directores de Instituciones Federales de Educación Superior (Andifes).

Artículo publicado originalmente en Agência Bori

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