por RENATO ORTIZ*
Observaciones sobre autoritarismo y lenguaje
Victor Klemperer, en su agonizante diario de la vida cotidiana en la Alemania nazi, describe con astucia y astucia el surgimiento de un tipo de lenguaje que él llama LTR (Lenguaje del Tercer Reich). Invade periódicos, comunicados oficiales, revistas, penetra las conversaciones de la gente en los hogares y en la calle. El autoritarismo trasciende su núcleo de origen (el Estado y el partido) permeando a la sociedad en sus lugares ocultos.
Creo que se puede decir que el nuevo totalitarismo tupiniquim hace algo parecido. En los discursos del Presidente de la República y sus seguidores emerge un lenguaje agresivo, repetitivo, que hace eco, sobre todo en las redes sociales, de su ruido ensordecedor. Lo llamaré LFB (Língua Franca do Boçalnarismo).
No me refiero sólo al lenguaje vulgar utilizado por los políticos y sus acólitos, en el que la grosería se ha convertido en un recurso retórico recurrente. Chulo es un adjetivo, me interesa el sustantivo, es decir, una forma de expresarse que, poco a poco, se convierte en una forma de aprehender el mundo, en definitiva, un lenguaje.
¿Qué lo delimita, cuál es su identidad? Un lenguaje no se refiere simplemente a algo fortuito, a la simple expresión de algo. Revela una “estructura” de pensamiento. El objetivo de la LFB es banalizar su propia aberración. Todo sistema autoritario apunta a la disciplinarización del lenguaje; expresa, en el dominio público, las virtudes de su atrocidad.
Una de sus características es el insulto, generalmente acompañado de blasfemias, provocaciones y ofensas. “¿Qué hicieron estos muchachos con el virus, esta mierda de este gobernador de São Paulo, este estiércol de Río de Janeiro” (discurso del Presidente de la República); “Por mí, metería a todos estos vagabundos en la cárcel. A partir de la Corte Suprema”; “Lástima, prefiero cuidar las cuadras, estaría más cerca de la yegua sarnosa y desdentada de su madre” (Ministro de Educación respondiendo a una crítica en Twitter); “Medios golpistas, comprados, banda de cabrones… basura” (manifestante frente al Palacio del Planalto).
La agresividad discursiva invierte en borrar al otro, en corregir la conducta de quien es percibido como un peligro
Mierda, estiércol, vagabundos, yegua desdentada, puñado de cabrones. Los términos son claros e indican desprecio y afrenta. El insulto es una forma de menospreciar al otro, una forma de degradarlo a una posición sujeta a la humillación y el desprecio. El otro deja de existir en su integridad, siendo aprehendido en su “irrelevancia”, alguien que, en su palidez y letargo, se atreve a interponerse en el camino de quienes lo afligen. Este es el propósito del insulto para profanar la dignidad de aquel a quien se dirige.
Otra dimensión es la bravuconería, es decir, el alarde de una postura que uno imagina capaz de superar los obstáculos que se lo impiden. “Todo el que quiera venir aquí y tener sexo con una mujer es bienvenido”; "¿Competencia? Es problema del diputado. Si quieres poner una prostituta en mi oficina, lo haré. Si quieres poner a mi madre, la pongo yo. ¡Es mi problema!"; “Esto es una realidad, ¡el virus está ahí! Habrá que afrontarlo, pero afrontarlo como un puto hombre, no como un niño… Así es la vida. Todos vamos a morir algún día” (Presidente de la República). Bravado tiene algo de narcisista, presuntuoso, deriva hacia el exhibicionismo superlativo; es chunga, expresa la intención de insolencia en relación a lo establecido. Las reglas y los principios morales se plegarían así a su propósito coercitivo. Pero es un artificio efímero cuya fuerza se agota en la inmediatez de la imagen mostrada, su duración es corta, se reduce al impulso del momento de lo que se muestra.
La LFB también se caracteriza por su dureza, las sentencias cortas refuerzan la intención agresiva y autoritaria. “Nunca te violaría porque no te lo mereces”; “El error de la dictadura fue torturar y no matar”; “Si fusilaran a 30 corruptos, empezando por el presidente Fernando Henrique Cardoso, el país estaría mejor” (Presidente de la República). Las frases brillan como neones publicitarios, se condensan, reducen el pensamiento a su esencia: la agresión. Se hace explícita la brutalidad de los hechos, matando, torturando, violando. Sin embargo, la barbarie expresada en el comunicado no pretende escandalizar, da un paso adelante, justifica la eliminación del otro.
Es necesario reducir al oponente a la nada, su insignificancia debe ser anulada, deshecha, la agresividad verbal desplegándose en agresividad física. Mientras el insulto es la distancia, la deslegitimación del otro, y la bravuconería, la afirmación exhibicionista de algo que no se puede lograr, la agresividad discursiva invierte en su borrado, en corregir la conducta de quienes son percibidos como un peligro.
Finalmente, la negación de la realidad, la lingua franca del boçalnarismo es rica en ejemplos de esta naturaleza: “No hay homofobia en Brasil. La mayoría de los que mueren, el 90% de los homosexuales que mueren, mueren en lugares de consumo de drogas, en lugares de prostitución, o ejecutados por su propia pareja” (Presidente de la República); “Alrededor de 40 pueblos [indígenas] en Brasil aún matan a sus hijos cuando nacen de madre soltera, cuando nacen mellizos, cuando nacen con alguna discapacidad física o mental” (Ministro de Derechos Humanos); “No creo en el calentamiento global. Verás, fui a Roma en mayo y estaba teniendo una gran ola de frío. Esto demuestra cómo las teorías del calentamiento global están equivocadas” (Ministerio de Relaciones Exteriores); “Necesitaban destruir a las familias estadounidenses porque eran la base del capitalismo” (Presidente de la Fundación Nacional de las Artes con respecto a los Beatles).
En todos estos ejemplos, la realidad se disuelve en presencia de un discurso contundente, feroz y falso. Todo sucede como si alguna estupidez pudiera decirse a pesar de los hechos, su veracidad es plausible siempre que se pronuncie con ira, convicción y alboroto. La realidad se doblega así ante la bravuconería del engaño.
* Renato Ortíz Es profesor del Departamento de Sociología de la Unicamp. Autor, entre otros libros, de Cultura brasileña e identidad nacional (Brasilense).