por LUIZ COSTA LIMA*
Es imperativo reexaminar el tema de la literatura nacional. Después de todo, ¿el enfoque principal es la literatura o su calificativo?
Se sabe que el significado específico del término “literatura” recién se estableció a fines del siglo XVIII; que fue aceptada académicamente, a principios del siglo XIX, bajo la rúbrica de historia de la literatura, que en un principio incluía sólo literatura antigua y nacional; que el criterio historiográfico se impuso de tal manera que Gervinus, en nombre de la objetividad, afirmó que, “para el historiador de la literatura, la estética es sólo un medio auxiliar” (1832).
También se sabe que la reacción contra esta estrecha historización se manifestó a principios del siglo XX (Croce y los formalistas eslavos) y alcanzó su apogeo entre las décadas de 1960 y 1980.
Para que la teoría de la literatura se establezca entre nosotros, tendría que contradecir una forma de pensar establecida desde Gonçalves de Magalhães [1811-82]. En su “Discurso sobre a História da Literatura do Brasil” (1836), la literatura se presentaba como la quintaesencia de lo que sería mejor y más auténtico en un pueblo. Y como el país se había independizado sin un sentimiento de nacionalidad que integrara las regiones, el servicio que inmediatamente prestaría sería el de propagarlo.
Dadas las condiciones de un público enrarecido e inculto, habría pues que decir una palabra excitada, entusiasta y pronto sentimental, que entraba en los oídos más de la inteligencia requerida. Dentro de este cortocircuito, el interés se dirigió hacia la formación de un Estado y poco se preocupó por la literatura misma.
Esta conjetura, además, se cumplió en un siglo centrado fundamentalmente en el desarrollo tecnológico y que buscaba -en el campo que pasó a llamarse ciencias humanas- explicaciones deterministas, que parecían extender las causalidades deterministas establecidas en el campo de las ciencias naturales.
De ahí la importancia que asumiría Sílvio Romero y la timidez con que su oponente, José Veríssimo, intentó una aproximación razonablemente cercana a lo que constituía el texto. En definitiva, la nacionalidad, la explicación histórico-determinista, el sociologismo y el lenguaje de fácil acceso fueron rasgos que mantuvieron la obra literaria alejada del circuito reflexivo.
El genio de Machado habría sufrido el mismo ostracismo que sepultó a Joaquim de Sousândrade si el novelista no hubiera aprendido a utilizar la táctica de la capoeira en las relaciones sociales. Primera muestra de su astucia: no insistir en el ejercicio de la crítica. Si hubiera perseverado en artículos como su "Instinto de nacionalidad" (1873), probablemente habría multiplicado feroces enemigos. A cambio, la creación de la Academia Brasileira de Letras lo puso en cordial relación con los estudiosos y con los compadres de los “dueños del poder”.
Su salvación intelectual, sin embargo, se pagó con la estabilización de las líneas establecidas desde la Independencia. Así, ni la racha especulativa que convirtió a Alemania en un centro de referencia –aún cuando, en el siglo XVIII, políticamente era un cero a la izquierda–, ni la línea ético-pragmática que distinguiría a Inglaterra.
En lugar de uno u otro, hemos mantenido, como toda Hispanoamérica, la tradición de la palabra retórica, y eso sin molestarnos siquiera en estudiar tratados de retórica. El léxico podía ser complicado, extremadamente complicado, como en “Os Sertões” o incluso en Augusto dos Anjos, siempre que todo eso no fuera más que una niebla, con apariencia de erudito.
Esta marca de la literatura brasileña se mantuvo durante los años dorados de la reflexión teórica internacional (entre 1960 y 1980); los que se rebelaron contra ella, como Haroldo de Campos, fueron marginados. Mientras, en aquellas décadas, la teoría de la literatura resonaba incluso en ámbitos vecinos –la reflexión sobre la escritura de la historia y el reexamen de la práctica antropológica–, en nuestros días, la teoría se encuentra en un punto bajo.
Pero eso no hace que nuestro caso esté menos dotado de características particularizadas. Si bien la reflexión teórica y la obra literaria ya no tienen el prestigio que la primera había ganado durante algún tiempo y la segunda mantenía desde fines del siglo XVIII, ello no impide que surjan obras teóricas, analíticas y literarias en el llamado Primer Mundo. importantes libros de literatura, mientras que entre nosotros, con excepción de la novela, tanto las obras poéticas como las teóricas corren el riesgo de que sus títulos ni siquiera lleguen a captar la atención de los lectores; y, como no circulan, la posibilidad de encontrar editores se reduce progresivamente.
Porque la globalización ha correspondido a la constitución de un abismo mayor que separa al mundo desarrollado del resto. Este indicador parece enfatizar que el estudio de la literatura en sí necesita ser reformulado; que su drástica separación de las áreas vecinas, sobre todo de la filosofía y la antropología, le resulta catastrófica.
Y esto por dos razones: por un lado, porque la literatura no tiene condiciones para conocerse a sí misma –su región conceptualizable, tanto en prosa como en poesía, es la de la ficción, es decir, la que se define como qué y qué no lo es. Y, por otro lado, no puede competir con productos de medios directamente industriales o electrónicos.
Se destacan dos consecuencias inmediatas: (a) la escasez de reflexión teórica contribuye a perpetuar los juicios críticos tradicionales. Nuestro canon literario se mantiene menos por razones ideológicas que por falta de alternativas; (b) con ello aumenta la imposibilidad de una comparación efectiva con obras de otras literaturas, que, entonces, quedan desconocidas y, por desconocerlas, aumentan el abismo entre la nuestra y otras literaturas.
¿Hay algo que hacer al respecto? Un punto de partida adecuado sería reexaminar el tema de la literatura nacional. Al fin y al cabo, cuando nos dedicamos a la literatura, ¿nuestro foco principal es la literatura o su calificativo, es de tal o cual nacionalidad? ¿El concepto de nacional no tiene límites? Nadie considera la nacionalidad del conocimiento científico.
La extensión del concepto de nacionalidad a la literatura y la cultura en general era explicable en el contexto del siglo XIX. Mantenerlo, en estos días, significa reducir la literatura, en el mejor de los casos, a un documento de la vida cotidiana. Pero, ¿cómo emprender este cuestionamiento sin reflexión teórica?
* Luis Costa Lima es Profesor Emérito de la PUC-Rio. Autor, entre otros libros de Historia, Ficción, Literatura (Compañía de Letras).
Publicado originalmente en el diario Folha de S. Pablo, el 27 de agosto de 2006.