León Kosovitch

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por RICARDO FABBRINI*

Perfil del filósofo recientemente galardonado con el título de Profesor Emérito de la FFLCH-USP

Es para mí un inmenso placer participar en esta ceremonia de otorgamiento del título de Profesor Emérito a Leon Kossovitch, galardón que nos honra enormemente. Quiero expresar mi agradecimiento a los profesores, estudiantes y empleados de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas, y en particular del Departamento de Filosofía, quienes tuvieron el privilegio de convivir con el profesor Leon Kossovitch desde su ingreso, en 1970. , cuando, todavía en Después de la graduación, bajo la dirección de la profesora Marilena Chauí, fue invitado por la profesora Gilda de Mello e Souza, para enseñar en el curso de filosofía.

León Kossovitch caracterizó este período al comienzo de su enseñanza al referirse a los “dos golpes de 1968” (“sin dejar de vaticinar, en esa ocasión, que los golpes reaparecen cíclicamente” en el país): el primero, en octubre, “contra el ” en Maria Antonia, procedente de Mackenzie del CCC, que llevó el curso de filosofía al cuartel de Cidade Universitária, donde sería retomado a principios de 1969; el segundo, el AI-5, emitido en diciembre, que provocó la jubilación forzosa de varios profesores de la USP, poniendo en riesgo incluso la continuidad de las actividades del Departamento de Filosofía.

Si no se cerraron las actividades es porque prevaleció la posición según la cual habría que resistir la “barbarie político-intelectual” no sólo con el mantenimiento de las clases, sino también con la producción de artículos, disertaciones y tesis. Fue vital en ese momento –recuerda Leon Kossovitch– “la colaboración de profesores de otras áreas de la facultad, como la del profesor José Cavalcante de Souza, cuyo billete le devolvió, por su condición de titular, la autonomía perdida. con las cancelaciones, y la de Maria Sylvia de Souza, Carvalho Franco, así como la de profesores extranjeros como Hugh Lacey y Jean Galard”.

Ciertamente, la interacción que mantuvo con el profesor José Cavalcante de Souza, con su labor celosa y experta en lengua y literatura griega, se materializó, en parte, en sus traducciones de filósofos y presocráticos. El banquete de Platón, eran de extrema importancia para él. Este período también resultó en otras amistades duraderas, incluidas las de la profesora Gilda de Mello e Souza y el profesor Antonio Candido. La dedicación a la docencia de Leon Kossovitch sólo se vio interrumpida por su viaje a Francia, en 1972, para realizar su doctorado con Jean-Toussaint Desanti, en el que ya estaba matriculado, pero fueron los cursos impartidos por Jean-Pierre Vernant, Roland Barthes, Michel Foucault y Gilles Deleuze, así como la amistad allí tejida con Jean-François Lyotard y Jacques Rancière que más le conmovieron.

De vuelta en Brasil, en 1974, Leon Kossovitch reanudó sus clases en el Departamento de Filosofía enseñando, debido a la escasez de profesores en ese oscuro momento, varias disciplinas, entre ellas Filosofía Antigua (Plotino), Filosofía Moderna (Descartes, Leibniz, Rousseau) y Filosofía Contemporánea (Nietzsche). Sería a partir de 1978 cuando tomaría la disciplina de la Estética ofreciendo sus primeros cursos sobre el llamado “Renacimiento italiano”. Sus cursos de grado desde entonces y de posgrado desde 1983, que atrajeron, además de estudiantes de filosofía, a estudiantes de otros cursos de la USP, se dedicaron principalmente − cubriendo un vasto campo generalmente descubierto por las disciplinas de Estética y Filosofía del Arte − al estudio de las doctrinas y preceptos poético-retóricos de la Antigüedad grecolatina y del Renacimiento.

En sus clases, de gran erudición, se aprehenden en una perspectiva filosófica las artes, la teoría poética, la arqueología, los estudios del lenguaje, la Nueva Historia en nuevos enfoques, entre otras áreas de investigación. En ellos, con insólita facilidad, interpenetrando prácticas, León Kossovitch examinaba en sus cursos el arte egipcio, el arte persa, la cultura greco-latina, el Año de los Mil, el Renacimiento, considerándolos siempre desde la perspectiva de la circulación entre culturas, y, en programas recientes, centrados en el estudio de “los artistas y sus discursos”, se centró en Van Gogh, Gauguin, Cézanne, Munch y Puvis de Chavanne.

Tomé su materia el año que ingresé a la carrera de filosofía, en 1983. Sus clases fueron siempre reflexiones vivas, encarnadas, un manojo de afectos e ideas, hecho de dudas productivas, de tal manera que los alumnos, en cierto momento , se sintió completamente preocupado. Sabíamos partícipes de algo singular que estalló allí: un pensamiento vivo, en estado nascendi, a partir de lecturas rigurosas de textos que nunca fallaron, sin embargo, en resaltar sus figuras y modos de enunciación. Sólo unos años más tarde, en la disciplina del profesor Celso Favaretto, nuestro maestro en común, encontraría en el término “acontecimiento”, tan querido por los filósofos franceses, la expresión más oportuna para denominar lo ocurrido en sus clases. Porque cada una de las clases de León es un “acontecimiento” en sentido fuerte, una eventualidad singular, porque en ella pasa algo; “algo” como el desplazamiento del significado de un término; la percepción de que una configuración argumentativa que tomábamos como nueva ya se encontraba, reiterada, en la tradición; la aprehensión de conflictos entre el tema del texto estudiado y los lugares comunes del discurso; o incluso, la percepción del poder de los detalles, hasta entonces ignorados, de cierta pintura (uno de los legados, tal vez, de las clases de la profesora Gilda de Mello e Souza).

El carácter acogedor de sus clases convive con un pensamiento que nunca se asienta ni se calma, como ya se ha dicho. Me parece que lo que más sorprende a quienes cursan por primera vez su disciplina en la carrera o en el posgrado, sean estudiantes de Filosofía, Idiomas, Arquitectura o Comunicación y Artes de la USP, que muchas veces la buscan, sean estudiantes de otras universidades, o incluso artistas y arquitectos formados, es su aguda crítica. En estas clases, sin hacer concesiones a la historiografía del arte y la arquitectura, Leon Kossovitch criticaba a Francastel y Panofsky [aunque reconocía sus aportes] porque estos autores, al estudiar las artes desde la antigüedad hasta el siglo XVIII, no habrían articulado históricamente la literatura y las artes.

Mostró así con vehemencia lo que estos autores ocultaban, que los pintores querían pintar como se hacía poesía, operando así en clave de retórica. Mostró, en otras palabras, que la tradición de la retórica, de la doctrina de las artes, prevaleció hasta el surgimiento de la estética como discurso filosófico; y que sólo a partir de entonces se intentó discernir poesía y pintura (así como determinar la especificidad de cada una de las artes) dentro de un sistema de Bellas Artes. El campo de la estética surgió entonces en estas clases, para nosotros, como el fin de la poética.

Todavía recuerdo su refutación del carácter taxonómico y teleológico de las historiografías del arte –que hasta entonces me había entregado con devoción– a partir de las ideas de una sucesión de estilos bien delimitados, a veces opuestos entre sí, que descartaban todo lo que eran. no subsumida, haciendo así una tabula rasa “de diferencias históricas”. De repente nos encontramos así privados de nociones familiares como la del estilo artístico (gótico, bizantino) con sus dicotomías (Renacimiento y Barroco; Arte académico y Arte moderno) que ahora se revelaron, ante nuestros ojos asombrados, como abstracciones vacías y anacrónicas. . “El hombre barroco no se sabía barroco”, decía Leon Kossovitch, en fina ironía contra la anacronía.

De esta destrucción, que nos hizo perder los pies, arrasó con muchas otras nociones de la historiografía del arte, especialmente las del siglo XX, como las nociones de “nuevo”; de "perturbación" o "influencia". Sobre este último término, auténtica idiotez de la crítica de arte, Leon Kossovitch advertía de sus implicancias e implicaciones al mostrar que presupone la existencia de conexiones causales dentro de un tiempo teleológico (como ocurre, de manera ejemplar, en la crítica norteamericana de Clement Greenberg). De tal manera que nos dimos cuenta con sorpresa que decir que “Cézanne influenció a Picasso” no corresponde a la siguiente afirmación: “Picasso se apropió (o se refirió) a Cézanne”.

Cuarenta años después, veo la importancia de esta lección según la cual los discursos siempre se construyen, despojando a la lectura de su inocencia. Esta concepción de la historicidad que guía sus derroteros es, por tanto, política, porque revela “el conformismo implícito” en la idea de anacronismo, aunque se sabe, como dice León, que “no hay pasado sin lector presente”.

Una disposición análoga a la de la enseñanza es la que encontramos en su actividad orientadora. Después de realizar la tesis de maestría sobre la artista Lygia Clark con Profa. Otília Arantes, quien luego se jubiló, se acercó a León en 1992 con la esperanza de tenerlo como supervisor de un proyecto sobre el arte posterior a las vanguardias, en el contexto del acalorado debate sobre la llamada posmodernidad. Aunque no era un tema de su predilección –¡ni mucho menos!, de hecho– pude contar con él gracias a su profunda generosidad, a su guía.

Entonces pude comprobar que lo que se decía de su trabajo como orientador no era una leyenda de corredor. Durante algunos años en sesiones nocturnas discutíamos línea por línea, como dicen los estudiantes de filosofía, el texto que escribí y reescribí. Inicialmente, el supervisor, utilizando un método análogo a la mayéutica, ayuda al pensamiento del asesorado a encontrar su objeto de investigación. A partir de ahí se establece un diálogo fecundo, a partir de todo lo que plantea el texto en preparación, atendiendo a su modo de enunciación para evitar el lugar común y la afirmación perentoria.

Si León es partidario de este continuo ejercicio intelectual, que no está exento de tensión, no significa que abdique en ningún momento del rigor o la precisión. Tampoco quiere decir que en la discusión sobre el texto en preparación, una vez descartado el disparate, de común acuerdo, prevalezca su posición, pues su intención es ayudar a agudizar lo que el asesorado pretende enunciar. Fue así, al escribir mi tesis, porque sabíamos que él discrepaba, sin que esto enturbiara la interlocución, con muchos juicios que yo hacía sobre artistas, críticos, o sobre el panorama artístico contemporáneo, que están ahí. Esta convivencia resulta para el asesorado no sólo en la realización de un trabajo académico, disertación o tesis, sino en otra forma de leer los textos y ver las imágenes.

Si la escritura de Leon Kossovitch es autoral si no sumamente personal, como ya dijo Rafael do Valle – “es porque es radicalmente impersonal en el sentido de que no admite un Sujeto que se enuncia a sí mismo para referir referentes”, sino un autor/actor que experimenta “posibilidades y límites de las operaciones discursivas de los autores que dramatiza”. En otras palabras, Leon Kossovitch, al reconstituir los discursos de los autores que examina, siempre pone de relieve los regímenes discursivos con los que operan estos autores. Si su escritura se considera difícil, si no hermética, es porque honra al lector exigiéndole no sólo una lectura muy atenta, sino también un viaje a las fuentes dinamizadas en sus textos, buscando suplir sus propias necesidades de lectura.

Leon Kossovitch defendió su tesis de maestría: La disyunción: Fuerzas y signos en Nietzsche – bajo la dirección del Prof. Marilena Chauí – ¡escrito en solo 40 días, como dicen! – atender la necesidad que tenía el Departamento, en ese momento de inestabilidad institucional, de contar con profesores calificados. Este escrito en tan poco tiempo resultó en un libro perdurable titulado Signos y poderes en Nietzsche, publicado inicialmente en 1979, con una reedición en 2004. Este libro fue publicado en un momento en que aún no existía una línea de investigación consolidada sobre los estudios de la obra de Nietzsche en Brasil, ciertamente deudora de Gilles Deleuze, sin que ello eclipsara su singularidad, examina, con lucidez y brillantez propias, la fuerza que determina la naturaleza de los signos (felices, tristes, signos de comunicación o regalos) en la escritura filosófica de Nietzsche.

En 1981, Leon Kossovitch defendió, nuevamente bajo la dirección de Marilena Chauí, su tesis doctoral Condillac: lúcido y translúcido que recién se publicaría en 2011. En esta tesis demuestra que las nociones que operaban en Condillac no rompían con la tradición retórica, aunque se le atribuía un “modelo positivista de claridad”. En este libro, la Retórica adquiere un papel crítico en la medida en que sorprende a la filosofía como discurso. Leon Kossovitch evidencia, aproximadamente, el diálogo de Condillac con la Retórica, especialmente en L'art d'écrire, “dramatizar” [en Prof. João Adolfo Hansen] su trama retórica de las ideas y la dirección lógica del pensamiento”. Fue así a partir de la defensa de su tesis, que a mi juicio constituyó un punto de inflexión en su trayectoria, que su investigación se centró en el estudio de las doctrinas y preceptos poético-retóricos de la Antigüedad grecolatina y del llamado Renacimiento.

Leon Kossovitch también escribió luminosos ensayos en periódicos y densos prefacios, nunca protocolos. Destaco la extrema relevancia del artículo “Plástico y discurso”, en la revista Discurso, No. 7, de 1976, revisó que por su sola existencia, en esos años, ya era un acto de resistencia a la dictadura militar por la dimensión política de la teoría. En este artículo, que todavía hoy se lee con gran provecho, Leon Kossovitch critica la iconología de Panofsky, por seguir tomando la plástica como una mera ilustración del texto, como un lenguaje cuyo significado habría que desvelar, y no tomar “plástica como plástico”, de modo que en Panofsky, todavía, “el ver es aplastado por la lectura”.

De ahí la afinidad de Leon, en un primer momento, con Pierre Francastel, quien afirma la existencia de un pensamiento plástico (o figurativo) que no pasa por el texto, ya que, en él, “la plástica emerge como plástica en los procesos culturales”, emancipándose de la iconología. panofskyana. Sería, sin embargo, en la noción de Lyotard de lo figural donde Leon encontraría la mejor enunciación de lo que se entendía por “plástico” (algo desconectado del discurso e intolerante con la oposición entre figurativo y abstracto): o, incluso, enérgico. (desconectado de lo simbólico), como un proceso de deseo con sus metamorfosis o transformaciones, sin finalismos, que no puede ser aprehendido por las teorías estructuralistas de extracción que postulan la sistematicidad y la simetría, y no la asimetría, la contradicción y lo impredecible. Es esta noción de la plástica como enérgica la que, diecinueve años después, activará la máquina discursiva de Leon Kossovitch en su libro sobre el arte de Hélio Cabral.

Leon Kossovitch también escribió libros y prefacios extremadamente precisos sobre el arte en Brasil, en particular sobre la técnica (y el lenguaje) del grabado. Acostumbrado siempre a dominar la realización, al metiê en el estudio, sigue desde hace décadas la producción de algunos grabadores, con los que mantiene un vivo diálogo, dando como resultado textos únicos. Hay ensayos sobre xilografías de Louise Weiss; las politipias de Sergio Moraes, los calcograbados de Rubens Matuck y Zizi Baptista; las litografías de Helio Cabral; los grabados en metal de Feres Khoury y Ermelindo Nardin, entre otros.

Su diálogo duradero con Marcello Grassmann resultó en dos libros excepcionales, uno en co-organización con Mayra Laudanna, Marcello Grassmann 1942-1955, que fue finalista del Premio Jabuti en 2014, y otra, titulada Libro de los afectos, en coautoría con Denis Molino y Ana Godoy, publicado en 2019. Para este último libro, León escribió el ensayo “Marcello, amigo”. La descripción que hace de su amigo bien podría trasladarse a su autor: “Grassmann es un animador que comparte, con los demás, conocimientos y afectos que nunca dejan de fluir”. En este ensayo, León, eludiendo la fortuna crítica que se empeña en tipificar a Grassmann como expresionista, muestra en un finísimo comentario a las líneas y manchas leonardescas de sus “Apariciones” (el Bestiario Grassmanniano) que, en él (Grassmann) la “voluntad expresiva” ligada a la “voluntad schopenhaueriana”, no se deja aprisionar por el llamado “expesionismo” que, esquematizado así, aún a principios del siglo XX, “adquirió al estatus de de un” estilo atemporal.

Leon Kossovitch también publicó, en 1995, un precioso libro sobre la obra del artista Hélio Cabral (sus dibujos, pinturas, grabados, objetos y multimedia), en el que, también en este caso contrario a las facilitaciones de la crítica de arte, no recurrir a la especificación de lo gestual en Hélio Cabral, al paso de lo figurativo a lo abstracto, ni a términos tan comunes en las artes visuales como informalismo, abstracción lírica, expresionismo abstracto, acción-pintura o el neoexpresionismo (en boga en aquellos noventa). Aparte de eso, constituyó un campo de operadores desligados de la pintura de Hélio Cabral (visualidad/visionario; visión/rostro; energía conectada/energía libre; rejilla/asociación; procedimiento/proceso); y con estos operadores mostró que la “base material y gestual” de Hélio Cabral fue cambiando de 1990 a 1971, con idas y venidas, a medida que la energía libre transponiendo los límites de la figura (o de la visibilidad) favorecía la irrupción de lo figural y lo visionario en su pintura.

También escribió, siempre con ojo sensible para lo vivaz y lo desviado, sobre una exposición de jóvenes artistas brasileños, que no fue cubierta por los medios oficiales – realizada en 2005 en la fábrica “Labor”, una antigua tejeduría desactivada en la Mooca barrio, en São Paulo, tomando como punto de partida la convergencia entre las nociones de “compartir lo sensible” e “igualitarismo” de Jacques Rancière, y la ausencia de jerarquías tanto entre artistas como entre lenguajes (pintura, instalación, etc.) en este espectáculo.

La interacción con los artistas Carlos Matuck, Waldemar Zaidler y Kenji Ota también resultó en el libro NOX São Paulo, Grafiti, de 2013, para el que Leon Kossovitch escribió un vigoroso ensayo, absolutamente original, sin igual en la bibliografía nacional, e, incluso, en la extranjera, si consideramos los libros sobre Arte en la calle. Al examinar los métodos de inscripción (superficiales o excavados), Leon Kossovitch recurrió a valiosos documentos, incluido el manuscrito de Restif de la Bretonne, de 1776, que se encuentra en los archivos de la Bastilla, y que no se publicó hasta 1889, con notas y comentarios de Paul Cottin. en el libro mes de registro, en el que Restif relata sus andanzas por París el 25 de agosto de 1776, día en el que grabó esa fecha en la piedra caliza de la ciudad.

También se puede añadir, en cuanto a las fuentes, entre otras posibles, sus comentarios sobre los escritos de Plinio el Joven, sobre las inscripciones en columnas y paredes de templos y capillas; al texto en el que Avelino clasifica a los grafitis, sin jerarquizarlos, en educados o no educados; al texto en el que Champleury se refiere a las distintas inscripciones de Pompeya, como las del poeta, el amante, el borracho, el libertino, el “pintor que traza con carboncillo las primeras líneas de su cuadro”, o incluso “el niño quien, al salir de la escuela, se detiene ociosamente frente a una pared y dibuja un boceto ingenuo”.

Si me detengo un poco en sus comentarios sobre textos sobre inscripciones en la Antigüedad y en el siglo XIX, no es solo para enfatizar su relevancia, sino también para enfatizar que Leon Kossovitch destaca, aquí también, el borrado al que fueron sometidos estos textos. sometidos de los ochocientos; como la fortuna crítica de las últimas décadas en el grafiti que no se refiere a ellos.

Los ingeniosos artificios de los ensayos de Leon Kossovitch sobre el arte brasileño –teniendo en cuenta que no se trata de una crítica de arte que, en clave laudatoria, apunte únicamente a dar a conocer la obra del artista– sólo encuentran un símil, a mi juicio, en el arte. crítica de Jean-François Lyotard y en el único libro sobre pintura de Gilles Deleuze, Francis Bacon: Lógica de la sensación, 1981. En los ensayos de Leon Kossovitch, así como en la crítica de arte de Lyotard, existe una relación entre la experimentación artística y la experimentación en el pensamiento, es decir, una correlación entre los procedimientos empleados en la pintura por el artista, y la singular forma de enunciación. el pensamiento del autor.

Alejándose, por tanto, de la forma habitual de operar en la crítica de arte, Lyotard pretendía, en estos textos, no sólo comentar las obras de determinados artistas, sino también desplegar su propio pensamiento sobre el arte en los comentarios sobre esas mismas obras. Su reflexión sobre la pintura de los artistas le permitió, en otros términos, precisar cuestiones ya mencionadas en ensayos anteriores, pero cuyos desarrollos o alcances, sólo en su crítica de arte, de las décadas de 1980 y 1990, podrían salir a la luz plenamente.

También se puede suponer que fue en su crítica de arte que Lyotard cumplió plenamente la tarea de construir “un texto de filosofía que se aproximara al texto de un artista”, objetivo ya enunciado por el autor en el prefacio de Discurso, Figura, 1972. (Un libro querido por Leon Kossovitcha al menos desde el citado ensayo “O Plástico e o Discurso” en la revista Discurso no. 7, 1976).

Este procedimiento de la crítica de arte de Lyotard no me parece discordante con el que presenta el propio León en su artículo “Gilles Deleuze, Francis Bacon”, en Revista USP no. 57, de 2003, en el que retrata texto e imagen como yuxtapuestos o contiguos, la filosofía de Deleuze y la pintura de Bacon, explicando que "corren en paralelo", en varios niveles, incluida la ausencia del atributo de organización, ambos en el cuerpo sin órganos , o con órganos desorganizados, en Deleuze, y en las intensidades de las ondas nerviosas que pinta Bacon.

Si me equivoco en estos paralelismos, en busca de un ambiente familiar, ciertamente tengo razón cuando digo que los ensayos sobre arte de Leon Kossovitch, como todos los demás, son ingeniosos, porque están tejidos en una fina urdimbre, pocas veces vista para ver. , y estimulante para leer. Espero que los libros y ensayos que he elegido hayan mostrado la amplitud de su interés, que también incluye la fotografía, en el libro Hiléia: la fotografía amazónica de Antonio Saggese, y la literatura en los prefacios de La o: La ficción de la literatura en Grande Sertão: Veredas, por 2000, y La sátira y el ingenio: Gregorio de Matos y Bahía en el siglo XVII, de 1989, ambos de João Adolfo Hansen.

Queda por hacer explícito un aspecto que supongo ya está, de algún modo, señalado en lo dicho hasta aquí. León considera la clase y la política como “prácticas que no implican la superioridad de una sobre la otra”, ni implican “un tercero que las supere o las “contenga”. Son “campos heterogéneos”, y “uno se proyecta sobre el otro”, “uno soporta la proyección del otro” y esto “simultáneamente con sus respectivas repercusiones”, como dice en arte de clase, de 2019.

Cada uno de estos campos, según Leon Kossovitch, enfrenta obstrucciones, que son mayores en la política (como la desinformación en los medios tradicionales y en la red digital, supongo) y menores en el aula, que, sin embargo, también está obstruida, tanto por burocracia, y por los que paralizan el pensamiento. En sus clases, sin embargo, lo que sucede, como traté de mostrar, es la remoción de estos obstáculos, de tal manera que, en ellas, “el gobierno es de todos”, asociado en la investigación y el diálogo con repercusiones en la inteligencia y el afecto. . .

En cuanto a la burocracia, puedo asegurar que Leon Kossovitch condena la ideología que opera en el sentido de “gestionar” la vida universitaria, como si tuviera una lógica propia, inexorable, independiente de la voluntad de sus profesores. Refuta el estímulo al productivismo y la competitividad ciegos y cuantificables entre los profesores que apunta siempre [obstinadamente] a su jerarquización; es decir, Leon Kossovitch es adverso a la “ideología del discurso competente” –en términos de la profesora Marilena Chauí– que concibe como modelo la “universidad dirigida” según la racionalidad de las “leyes del mercado” o las “demandas y demandas de organizaciones empresariales, es decir, de capital”, amenazando así lo que sería propio de una universidad pública: “educación crítica y libertad en la investigación”.

En esa dirección, siempre he tomado la percepción escandalosa de Leon Kossovitch en el proceso de develar una imagen, dar una clase, guiar una investigación o escribir sus textos, como una forma de reacción al mundo regido por los medios electrónicos y las tecnologías de la información, por “ sensación de simultaneidad e inmediatez”, de voracidad y prisa, propias del capitalismo financiero que pone en entredicho cualquier visión de largo plazo, a favor de la circulación acelerada de capitales a escala global. Su postura ética, de la más absoluta coherencia, en el pensamiento y en la vida es un gesto de rechazo radical a las consignas de la sociedad neoliberal: “Éxito, adecuación, narcisismo, competitividad, desempeño, logro, optimización, desempeño”.

Finalmente: León: Sé que estas consideraciones mías no hacen justicia a la grandeza de sus méritos, pero espero que al menos hayan logrado expresar la más profunda admiración y agradecimiento de nuestra Facultad, y del Departamento de Filosofía en particular. , por tenerlo como profesor emérito y amigo. Gracias, León.

*Ricardo Fabbrini Es profesor del Departamento de Filosofía de la USP. Autor, entre otros libros, de Arte después de las vanguardias (Unicamp).

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