por AMARILIO FERREIRA JR.*
Comentario sobre una faceta de la literatura de Saramago
José Saramago por sí mismo: (a) “Mi obra puede entenderse como una reflexión sobre el error. Sí, del error como verdad instalada y por tanto sospechosa”; (b) “Mi arte consiste en intentar mostrar que no hay diferencia entre lo imaginario y lo vivido. Se podría imaginar lo vivido, así como lo contrario”.
La dimensión política de José Saramago (1922-2010) quedó grabada en el cuerpo de obra literaria que nos legó. No sólo porque fue elegido, en 1989, presidente de la Asamblea Municipal de Lisboa, una especie de Parlamento compuesto por 106 escaños, sino también porque este año celebramos el centenario del nacimiento de una voz que fue devastadora, y todavía lo extrañamos hoy. De su tímida boca salían duras denuncias contra las “verdades establecidas”, los “dogmas y creencias turbias” o incluso el “desengaño” que aceptaba pacíficamente la banalidad consumista del mundo occidental.
Después de haberse afiliado al Partido Comunista Portugués (PCP) en 1969, su literatura se fusionó entre la realidad y la imaginación, además de universos relacionados con los sueños y la política cotidiana. En momentos de crisis en los que estaban en juego las virtudes morales, el letrado se transfiguraba en un intelectual público que abandonaba un poco la imaginación para dedicarse a la realidad concreta del mundo. Sus novelas, por este rasgo distintivo, se movieron siempre entre la ficción y la no ficción.
Configuró su obra a través de un movimiento dialéctico que transmutó elementos cuantitativos (realidad) en elementos cualitativos (imaginación) o viceversa. Produjo textos en los que estos pasajes cambiantes exacerbaron la lógica de la lengua portuguesa más allá de sus límites gramaticales. Por cierto, no le gustaba usar el punto final. Y así fue como su “pluma” marcó inexorablemente la literatura universal.
Además, podemos decir que la concepción del mundo que profesaba -marxista y atea- marcó transversalmente su literatura a través de la negación de la negación tanto en relación con el capitalismo occidental como con el cristianismo, particularmente el catolicismo romano. Fruto cultural de la propia civilización occidental, Saramago tuvo como “patria” la lengua portuguesa, como nos enseñó Fernando Pessoa. El Premio Nobel de Literatura de 1998, utilizó la trama derivada del gallego como un tapón para desmembrar el cuerpo cultural de la propia civilización que nos ha delegado la epopeya de Camões.
Expuso sus “tripas” a través de una crítica radical, sin ninguna concesión al binomio cristianismo-capitalismo. Considerando que sobre este monomio descansan los pilares estructurantes de la civilización occidental, ningún otro escritor escribió sobre la figura histórica de Jesucristo –sin someterse a un respeto obligado– como lo hizo José Saramago. Expresó su posición, ascética y penetrante, mejor que otros dos “íconos malditos” de la literatura occidental: David Herbert Lawrence (1885-1930) y Norman Mailer (1923-2007). En comparación con estos dos escritores anglosajones, respectivamente autores de apocalipsis (1931) y El Evangelio según el Hijo (1997), las novelas de Saramago sobre el cristianismo eran mucho más humanistas y demoledoras en relación a la mitología que Occidente creaba para el dios cristiano.
En este breve texto me referiré sólo a dos novelas de Saramago para reafirmar tanto el profundo humanismo que profesaba como la negación que mantenía en relación a un posible ser creador situado fuera de los propios hombres. En El evangelio según Jesucristo (1991), se refirió al origen del Nazareno así: “el hijo de José y María nació como todos los hijos de los hombres, sucio con la sangre de su madre, baboso con sus mucosidades y sufriendo en silencio. Lloró porque lo hicieron llorar, y llorará por esa única razón”.
Em Caín (2009), su escrito predecía lo siguiente: “Siempre he oído decir a los antiguos que las asechanzas del diablo no prevalecen contra la voluntad de Dios, pero ahora dudo que Satanás no sea más que un instrumento del Señor, el el encargado de traer el realizo las obras sucias que Dios no puede firmar con su nombre”. Los extractos anteriores son emblemáticos para resaltar el hecho de que Saramago se distinguió de una manera única en el contexto de la literatura occidental.
Sin embargo, la crítica radical que Saramago engendró contra las cosmovisiones religiosas no puede desvincularse de la misma acidez con la que rechazó el capitalismo. Por ello, para conmemorar el acto correspondiente al 100 aniversario de su nacimiento, quisiera, en este breve texto, presentar una hipótesis que considero factible y sin la cual nos será difícil navegar por los “laberintos literarios” construidos por Saramago: el intento de expurgar de su literatura el antagonismo manifiesto entre marxismo/ateísmo -por un lado- y capitalismo/cristianismo -por el otro- es una forma de abordarlo, al menos de manera inconsistente.
Este pronóstico parte de la siguiente aseveración: la relación orgánica y unitaria entre capitalismo y cristianismo marcó irremediablemente al mundo occidental a partir de 1789. De allí surgieron dos corrientes que se convirtieron en el trasfondo del proscenio en el que escribió José Saramago, por ejemplo, las dos novelas aquí citadas. En lo más profundo del “debate ulterior” que tuvo lugar entre Karl Marx (1818-1883) y Max Weber (1864-1920) durante el siglo XX, Saramago nunca se apoyó en la idea de que la “ética protestante” había engendrado el capitalismo.
Para el ilustre lanzaroteño, el capitalismo nació en realidad a partir del trabajo humano explotado por el hombre mismo, que se hizo “como un dios”, en el mismo sentido que utilizaba Marx tanto en sus escritos juveniles como en su obra de madurez: La capital (1867).
Pero no fue sólo en relación con la lógica que preside las relaciones de producción capitalistas que Saramago expresó su filiación marxista. Su ateísmo también puso eslabones en la matriz teórica desarrollada por el filósofo alemán. En una de sus entrevistas con el diario El Estado de S. Pablo (2009), explicó el significado de su irreligiosidad de la siguiente manera: “dios, demonio, bien, mal, todo está en nuestra cabeza y no en el cielo o el infierno, que también fueron inventados por el hombre. No nos damos cuenta de que, al inventar a Dios, nos convertimos inmediatamente en sus esclavos”. En Karl Marx (1818-1883), en la obra Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel – Introducción (1844), encontramos el siguiente pasaje: “la miseria religiosa constituye al mismo tiempo la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, así como el espíritu de los estados de cosas brutales. Ella es el opio del pueblo”.
Por tanto, no es posible disociar la literatura de José Saramago de los escritos de Karl Marx, ya que su crítica a la sociedad capitalista y cristiana proviene, por tanto, del sesgo de la teoría marxista. Si tomamos al liberalismo y al cristianismo como esencias ideológicas y culturales de la civilización occidental, podemos decir que Saramago mantuvo con ella una relación de unidad y lucha de contrarios.
La unidad se materializó en la tradición histórica creada por la civilización occidental, que le dio la lengua neolatina que floreció en la Península Ibérica en tiempos de los romanos y que utilizó como perspicacia lacerante. En cuanto a la lucha de contrarios, tomó partido entre dos bloques históricos que se excluyen mutuamente: ateísmo/comunismo. y no Cristianismo/Capitalismo. Aquí es necesaria una observación: otros grandes artistas del siglo XX, fuera de la literatura, también lucharon con estas cuestiones dicotómicas planteadas por Saramago.
Los cineastas Pier Paolo Pasolini (1922-1975) y Stanley Kubrick (1928-1999) dirigieron, en ese orden, El Evangelio según San Mateo (1964) y ojos bien cerrados (1999). Obras maestras del cine mundial, la primera es una declaración de amor al humanismo condensada en la figura histórica de Jesucristo, sobre todo teniendo en cuenta que su director era comunista y ateo; el otro, en cambio, expuso, en una película de dos horas y treinta y nueve minutos, la bagatela con que el mercado, basado en la ley de la oferta y la demanda, transformó la sexualidad humana en una obsesión enajenada, en la que la mujer el cuerpo se transforma en una mercancía que se desecha después de ser utilizada.
En la película de Kubrick, el capitalismo es sinónimo de muerte. Por tanto, Saramago no fue el único artista que estableció una relación dialéctica de unidad y, al mismo tiempo, de colisión con las estructuras edificantes de la civilización occidental.
Pero Saramago pagó un precio por usar su idioma de una manera tan cruel, especialmente en la tierra de Los Lusiads, de donde se retiró para vivir en Canarias. Al recibir el premio literario en Estocolmo (1998), el diario L'Osservatore Romano, órgano oficial de la Santa Sede, se declara así: “un comunista con una visión antirreligiosa del mundo”. Más tarde, el periódico El Estado de S. Pablo nada se debió al periódico del Vaticano.
En 2009, año de publicación de Caín, el título del artículo en su Cuaderno 2 era una especie de sentencia condenatoria: “Saramago vuelve a atacar a Dios”. Sí, Saramago fue el escritor occidental que golpeó como nadie la imbricación frenéticamente poseída entre cristianismo y capitalismo. Su muerte en 2010 no solo dejó más inopica a la literatura mundial, sino que la humanidad también perdió “un buen hombre, una excelente persona y un magnífico escritor”, en palabras de despedida de Pilar del Río, su amante española.
*Amarilio Ferreira Jr. es profesor de educación en la Universidad Federal de São Carlos (UFSCar).