por RAÚL ZIBECHI*
Los gobiernos surgidos de las urnas nunca lograron sacudir el poder del capital
Un informe reciente del Fondo Monetario Internacional (FMI) revela que las clases dominantes, a las que sirve la organización, esperan convulsiones sociales en todo el mundo como resultado de la pandemia.
El trabajo Repercusiones sociales de la pandemia, publicado en enero, considera que la historia es una guía que permite esperar erupciones que revelen fracturas que ya existen en la sociedad: la falta de protección social, la desconfianza en las instituciones, la percepción de incompetencia o corrupción de los gobiernos (https://bit.ly/3qVVhAV).
Gracias a sus amplios recursos, el FMI ha desarrollado un índice de malestar social basado en un análisis de millones de artículos de prensa publicados desde 1985 en 130 países, que reflejan 11 eventos que pueden causar trastornos sociales. Esto permite pronosticar que a mediados de 2022 se iniciará una ola de protestas, que se busca prevenir y controlar.
Lo importante es que el organismo les dice a los gobiernos y al gran capital que el período que se abre en los catorce meses posteriores al inicio de la pandemia puede ser peligroso para sus intereses y que deben estar preparados, pero agrega que cinco años después los efectos de la pandemia las erupciones serán residuales y ya no afectarán la economía.
La ecuación parece clara: las clases dominantes esperan irrupciones, se preparan para enfrentarlas y neutralizarlas, porque por un tiempo pueden desestabilizar la dominación.
Un detalle: el estudio ni siquiera menciona los resultados de alguna elección como riesgos para el capital, quizás porque gane quien gane, saben que los gobiernos surgidos de las urnas nunca lograron hacer temblar el poder del capital.
Los movimientos anticapitalistas deben tomar buena nota de los vaticinios del sistema, para no repetir errores y prevenir acciones que, a la larga, nos desgastan sin producir cambios. Propongo diferenciar las irrupciones de las insurrecciones, para mostrar que las primeras no son convenientes, pero las segundas pueden serlo, si son el resultado de una sólida organización colectiva.
Los arrebatos son reacciones casi inmediatas a los delitos, como los delitos policiales; generan una enorme y furiosa energía social que desaparece en pocos días. Entre las erupciones está la que tuvo lugar durante tres días de septiembre en Bogotá, tras el asesinato por parte de la policía de un joven abogado con nueve fracturas en el cráneo.
La represión provocó la muerte de más de diez manifestantes y 500 heridos, unos 70 de bala. La justa ira se produjo en los Centros de Atención Inmediata, comisarías en las periferias, 50 de los cuales fueron destruidos o incendiados. Después de tres días, la protesta se desvaneció y ya no había colectivos organizados en los barrios más afectados por la violencia estatal.
Hay muchos ejemplos como este, pero me interesa señalar que los estados han aprendido a lidiar con ellos. Exponen en exceso la violencia en los medios de comunicación, crean grupos de estudio sobre injusticias sociales, negocian mesas para simular interés e incluso pueden sacar a algunos uniformados de sus funciones, enviándolos a otros lugares.
Lo que es más común es que los gobiernos acepten que hay injusticias, en general, y atribuyan la violencia de los brotes a la precariedad del empleo juvenil y otras consecuencias del sistema, sin abordar las causas profundas.
La insurrección es algo diferente. Un cuerpo organizado decide su inicio, traza los objetivos y métodos, los puntos de concentración y retirada, y en el diálogo colectivo decide el momento en que termina la insurrección. El mejor ejemplo es el levantamiento indígena y popular de octubre de 2019 en Ecuador. Tuvo una duración de 11 días, fue decidida por las bases de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador y contó con la adhesión de sindicatos y jóvenes de las periferias urbanas.
La violencia fue controlada por miembros de las organizaciones, quienes impidieron saqueos inducidos por policías encubiertos. Se decidió terminarla en grandes asambleas en Quito, luego de que el gobierno de Lenín Moreno anulara el paquete de medidas neoliberales que generó la movilización. El parlamento indígena y de movimientos sociales, creado pocos días después, fue el encargado de dar continuidad al movimiento.
Una insurrección puede reforzar la organización popular. En Chile, donde prefieren decir revuelta y no irrupción, durante las protestas se crearon más de 200 asambleas territoriales en casi todos los barrios populares.
La acción colectiva masiva y contundente debe fortalecer la organización, porque es lo único que puede garantizar su continuidad a largo plazo. Las clases dominantes aprendieron hace mucho tiempo a enfrentar los levantamientos, porque saben que son efímeros. Si nos organizamos, las cosas pueden cambiar, pero no lograremos nada si creemos que el sistema se va a caer de golpe.
* Raúl Zibechi, Periodista, es columnista del semanario Brecha (Uruguay).
Traducción: Fernando Lima das Neves.