por SANDRA BARBOSA PARZIANELLO*
En las campañas electorales se utiliza el tema de la seguridad ciudadana por su carácter político, sin que la población encuentre respuestas a sus demandas frente a la violencia.
Las incertidumbres en torno a la cuestión de la seguridad pública en Brasil no surgieron en los últimos gobiernos ni son demandas sólo de la última década. A principios del siglo XXI, más precisamente en el primer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2007), el recién electo Presidente de la República afirmó: “Ante el agotamiento de un modelo que, en lugar de generar crecimiento, produjo estancamiento, desempleo y hambre; Ante el fracaso de una cultura del individualismo, del egoísmo, de la indiferencia hacia los demás, (…) la abrumadora precariedad de la seguridad pública, (…) la sociedad brasileña optó por cambiar (…).”
En su discurso de toma de posesión de su segundo mandato (2007-2011), Lula volvió a priorizar que “las áreas vitales para la población –y objeto de demanda permanente– son la salud y la seguridad pública”. El mantenimiento lineal del discurso político, aunque progresista, fue sustituido por una estructura discursiva conservadora.
Hacer los cambios necesarios era una condición condición sine qua non, abordar los desafíos históricos y al mismo tiempo los más recientes, reflexionando sobre la transición de un modelo autoritario a uno democrático, algo muy típico de principios de siglo, que requirió capacidad de adaptación y de respuesta a las nuevas demandas sociales.
Na Carta al pueblo brasileño, en 2002, Lula hizo un pacto con las élites, literalmente: “Los cambios que sean necesarios se harán democráticamente, dentro de los marcos institucionales”, y así estableció un discurso político atado a la tradición institucional, contra la “aterradora inseguridad pública”.
Dada la herencia social y la regulación estatal, practicada durante décadas, siendo rehén del régimen autoritario, aceptar el proceso de redemocratización de un país era una práctica alejada de la realidad, pues las administraciones públicas estaban bloqueadas a los cambios estructurales y a la aún restringida posibilidad de articulación en favor de políticas públicas efectivas. No es casualidad que hoy todavía estemos lidiando con las repercusiones y resabios del período autoritario, con el uso visible, excesivo e inadecuado de la fuerza, junto a la franca y decadente fragmentación institucional.
La base de nuestra sociedad conservadora se centra en la represión ineficaz. Históricamente, las políticas institucionales de seguridad pública han priorizado las acciones represivas sobre las preventivas, con poca o nula integración entre los organismos de seguridad y el sistema penitenciario.
Hay un esfuerzo por demostrar construcciones retóricas forzadas, en defensa de la máxima seguridad controlada por el Estado. Sin embargo, este control efectivo nunca existió. Al fin y al cabo, nunca se admitió el fracaso ni la vergüenza de “tocar fondo”, ni siquiera el fusilamiento de ciudadanos considerados indeseables para el sistema, ni sus desapariciones o las torturas practicadas contra presos políticos, todo en nombre del orden y como para imponer respeto (como si lo hubiera en eso), para identificar a un pueblo víctima de la contingencia política en que se constituyó el autoritarismo total.
La inseguridad pública es una demanda articulada (y generalizada) en la sociedad brasileña. Porque trata de la vida cotidiana y de la vida real de las personas. Se trata de una complejidad de exigencias que esperan soluciones, reinterpretadas por las múltiples demandas incluso en casos aislados y sin que nunca sean atendidas adecuadamente. Ni siquiera en situaciones extremas, como cuando el Ejército ocupó el Complexo do Alemão, en 2018, en Río de Janeiro, durante el gobierno de Bolsonaro, vimos avances significativos. El resultado fue la ineficiencia, la incapacidad y la flagrante falta de información institucional (con el pretexto de la confidencialidad), lo que resultó en fracasos acumulados desde los intentos realizados a principios de los años 1990.
El conservadurismo de las instituciones de seguridad resiste cambios necesarios a lo largo del tiempo. Por mencionar algunos de los desafíos políticos y sociales, tenemos: (i) la falta de integración institucional, pues la autonomía de los Estados y la resistencia política dificultan los procesos; (ii) discursos desconectados de las políticas públicas para implementar una cultura de prevención en lugar de represión, sin dar el debido valor a las políticas que combinan la seguridad y la forma de actuar; (iii) fisuras democráticas, reflejadas en las causas estructurales de la violencia, en la intolerancia hacia los procesos y protocolos, en la resistencia a la superación de las limitaciones históricas y en la incompletitud de la cultura política institucional.
En un juego de vanidad política, el pueblo aparece en un segundo plano, rehén de la colusión en las dimensiones de la economía, la diplomacia (fallida) y la instalación de un Estado paralelo, organizado en red, que cuestiona la existencia misma de la seguridad pública.
La política en esta área, adoptada por el presidente Lula, fue caracterizada en la década de 2000 como rigurosa y eficiente, según la evaluación popular y del propio gobierno. Lula calificó los atroces crímenes, masacres y linchamientos que se observaron en varias ciudades brasileñas como “una guerra de todos contra todos”. Partiendo del supuesto de que las instituciones estaban desacreditadas, creyó en la posibilidad de una política de educación para la seguridad pública, así como en la búsqueda de la tranquilidad del pueblo brasileño, sin continuas violaciones de los derechos humanos y entendiendo la necesidad de educar a la ciudadanía, creyendo en la siembra de valores y fomentando la articulación de proyectos colectivos.
El gobierno partió de la comprensión de que era el momento de redefinir las estructuras institucionales, de enfrentar la precariedad del sistema a partir de cambios sociales en sus relaciones, para que todos tuvieran la posibilidad de gozar de igualdad de derechos. El intento de construir un compromiso con la gente, para que las iniciativas garantizaran una sociedad en paz, específicamente en materia de acceso a la seguridad pública, fue de alta apuesta, pues implicó formación para la ciudadanía, acceso a las tecnologías, sin discriminación, tanto como intentó limitar y etiquetar intereses individuales y/o colectivos.
En el ámbito de la seguridad pública, se difundieron ideas para analizar cómo los discursos sobre crimen y seguridad moldean las políticas públicas. Lo que vimos fue la creación de campos antagónicos entre “buenos ciudadanos” y “criminales”, lo que puede interpretarse como una construcción discursiva que legitima ciertas prácticas represivas o políticas populistas.
En nuestro análisis, tomamos en cuenta el pensamiento del teórico político argentino, Ernesto Laclau (1935-2014), quien consideró que la seguridad pública fue vulnerable en los gobiernos de Lula porque es una idea que confirma la crítica al fundacionalismo, es decir, la observación de que no hay soluciones universales o definitivas para cuestiones que están siempre sujetas a sobredeterminaciones, como en el caso de la seguridad pública, llegándose simplemente a respuestas contingentes basadas en disputas siempre políticas. Factores como la falta de reformas estructurales, la falta de recursos y la excesiva centralización del poder han puesto de manifiesto las dificultades del gobierno para implementar políticas efectivas y alineadas con los desafíos históricos y cotidianos de la gente.
En la misma perspectiva en que se dio el proceso de redemocratización en Brasil, la agenda política de seguridad pública se reveló como un proceso lento en el que los cambios institucionales ocurrieron gradualmente, a partir de la exploración de lagunas y ambigüedades del sistema, siendo gestionados por sujetos políticos. También es cierto que nuestro país ha recorrido un camino hacia la circulación de nuevas ideas, a través de la articulación entre gobiernos e intelectuales, a través de la maduración de grupos y de muchos estudios académicos, fundamentales para la creación de políticas públicas mejor delineadas y acomodadas a momentos determinados.
La falta de enfoque en la gente y en las demandas sociales de la población más vulnerable quedó muy clara en las frustraciones con el gobierno de Bolsonaro, que se centró en la agenda de seguridad pública para ser elegido, pero dejó mucho que desear en el desempeño de las instituciones, con una caída en las tasas de incautaciones de armas y en los casos de denuncias contra el narcotráfico, con un desempeño inferior en comparación con los gobiernos que lo antecedieron. Bajo el liderazgo de Jair Bolsonaro, el presupuesto para seguridad fue récord, pero sin una adecuada ejecución debido a la ausencia de proyectos y programas gubernamentales, dejando un saldo de politización de las fuerzas policiales y el debilitamiento de las políticas preventivas. El país fue conducido en la dirección opuesta a la formación discursiva utilizada hasta entonces, que se había consolidado en el sentido de combate a la corrupción, orden institucional y seguridad pública, construido en ese nuevo gobierno sobre la base del populismo autoritario.
El problema de la seguridad pública tiene raíces profundas. En la práctica, pone énfasis en temas que requieren un buen desempeño de la economía interna y externa, de la diplomacia, además de las buenas relaciones institucionales entre las Tres Potencias, siendo este uno de los temas más disputados en acalorados debates, entre adversarios políticos y sus activistas.
La cuestión de la seguridad pública debe tratarse como un derecho fundamental. Su promoción depende de la implementación de políticas públicas, una agenda que debe articularse por la valorización de la vida y la integridad física, por la articulación de demandas de prevención y capacitación de la acción policial, con transparencia y participación social.
Sin embargo, lo que la gente nota en su vida cotidiana es que las instituciones dedican poca resolución a las políticas de seguridad, creando narrativas falsas, sin brindar acciones adecuadas a las víctimas y sin la debida prioridad y prevención, careciendo de investigación y referencia de los delitos vía legislación recién actualizada, como en los casos de violencia contra la mujer, lesión racial, entre muchos otros.
En los discursos, la prioridad política coordinada e integrada con la federación debe corroborar el enfrentamiento de casos, intervenir en la dirección de proyectos de inversión, con tecnología y una visión realista respecto a la realidad dominante del crimen organizado, el poder paralelo y el accionar de las milicias.
Algunas implicaciones democráticas marcan el tercer gobierno de Lula, destacándose iniciativas como el Proyecto de Enmienda Constitucional, la PEC de Seguridad Pública, como un plan que incluye la institucionalización del Sistema Único de Seguridad Pública (SUSP), posibilitando una mayor integración entre la Unión, los estados y los municipios, además de la creación de defensorías del pueblo autónomas para monitorear abusos. Otra iniciativa relevante fue la modernización y financiamiento efectivo para la provisión de fondos permanentes como Fondo Nacional de Seguridad Pública y Fondo Penitenciario, y con ellos financiamos acciones integrales, evitando contingencias.
Ampliar las competencias de la Policía Federal, transformar las atribuciones políticas en acciones institucionales e integrar las distintas fuerzas de seguridad del Estado es otro camino necesario y eficaz. Hay retos que superar, pero hay conciencia política de que es necesario hacerlo. A menos que la cuestión de la seguridad pública siga siendo mera retórica electoral.
En un país como Brasil, la cuestión de la seguridad pública pasa necesariamente por la construcción de un significado propio en medio de una formación social vacilante y dada la dimensión geográfica de nuestro territorio, así como su enorme diversidad cultural. Cada vez más tendremos que convencernos de que esto implica una cultura educativa, y que la perspectiva tecnopolítica o incluso la partidista no son suficientes. Los sentidos neutros en que se constituye la información de interés público y que sean claros y transparentes, contribuyen favorablemente a garantizar el derecho a la libertad, al ejercicio de la plena ciudadanía por parte de las personas, redundando en el fortalecimiento de la institucionalidad democrática.
La posibilidad de interdependencia entre instituciones políticas y discursos políticos se vuelve esencial para entender las articulaciones del poder político, así como las siempre precarias implicaciones sociales del crimen organizado e integrado, en contingencia con la creencia en el Congreso Nacional de que ha estado ajustando la legislación para lidiar con el campo minado de la seguridad.
*Sandra Barbosa Parzianello es jPeriodista y doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Federal de Pelotas (UFPel).
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