infierno tropical

Dora Longo Bahía, La policía viene, la policía se va, 2018 Acrílico sobre vidrio laminado agrietado 50 x 80 cm
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por DIEGO DOS SANTOS REIS*

Consideraciones sobre el asesinato de Moïse Mugenyi Kabagambe

“¿En qué idioma describir la carnicería recurrente, las vidas de las personas que son aplastadas a diario?” (Achille Mbembe, brutalismo).

Si Moïse hubiera sido un joven blanco, su asesinato habría paralizado el país. Reacciones de indignación de la clase media, condenas públicas a las autoridades políticas, cobertura exhaustiva por parte de la prensa convencional, notas de repudio y solidaridad se emitirían en masa, exigiendo una pronta investigación y justicia. De no ser por la denuncia que circuló al margen de la prensa oficial, inicialmente, y la presión de los movimientos sociales organizados, cuyo grito se difundió rápidamente a través de las redes sociales, el brutal homicidio sería probablemente uno más contabilizado en la lista fúnebre de el Estado brasileño, que sigue a todo vapor con el proyecto del genocidio negro, ampliamente denunciado por activistas, intelectuales y familiares de personas víctimas del terrorismo de Estado.

En el “paraíso tropical” brasileño y, especialmente, en Río de Janeiro, la amabilidad y la acogida que dan a la ciudad el título de “maravillosa” tienen límites bien marcados. O, quizás, límites muy matizados, según la colorimetría que, en un instante, puede resultar en 30 palos, 111 tiros o manos y piernas atadas a cualquier palo, para que la buena población pueda “enseñar” cuántos palos es la ley. hecho con.nacional. “La barra está pesada”, ya apuntaba Lélia González. Principalmente, en territorios dominados por la ley de la milicia y la policía, asediados por grupos armados hasta los dientes, que se otorgan el derecho de juzgar y ejecutar sumariamente a quienes no siguen estrictamente su cuadernillo.

Moïse Mugenyi Kabagambe tenía 24 años. Joven congolés, refugiado en Brasil desde los 14 años, Moïse no podía imaginar que sería atacado violentamente por una manada sedienta de sangre, cuando exigió una remuneración, en derecho, por los días que trabajó en el quiosco. Tampoco perdería la vida en una noche de verano, en “tropicalia”. No son sólo 200 reales, sin duda, en tiempos en que la flexibilización de las leyes laborales busca precisamente consolidar el tipo de relación abusiva que desnaturaliza los vínculos laborales; extingue derechos laborales históricamente conquistados; somete a los empleados a los excesos de jefes ambiciosos, empresarios, que se enriquecen a costa del trabajo esclavo, el hambre y la tortura.

No es de extrañar que tal ideología se haya extendido rápidamente por todo el territorio nacional. La herencia colonial esclavista y el legado de la explotación, Echo en brazil, ofreció importantes subsidios para relaciones asimétricas que se caracterizan mucho más por el sometimiento de quienes obedecen en relación a quienes mandan que por la prestación reglada de servicios, que garantiza obligaciones y protecciones legales a contratistas y contratistas. El cuerpo de Moïse, negro y refugiado, reúne el odio racial de los señores de la casa grande y el mezquino nacionalismo que, detrás del canalla verde amarillento, revela xenofobia, racismo y manos manchadas de sangre salpicadas en las aceras de adoquines portugueses. Sangre que se filtra por los huecos de las prisiones; que corre por las escaleras de callejones, barrancos y favelas brasileñas, derramado sobre pantanos, bosques y sertões.

 

¿Patria amada, Brasil?

Como si no bastara el silencio oficial sobre los delitos raciales en el país y la ausencia de políticas públicas efectivas que frenen el avance del odio racial, en un escenario en el que se desvanece el patético argumento de la existencia del “racismo inverso” contra los blancos, defendido por parte de intelligentsia Brasileño, la política nacional de inmigración para refugiados sigue siendo incipiente, por no decir que es criminal. Ahora bien, otorgar visas a refugiados y apátridas no es suficiente sin la garantía de una red de protección y derechos sociales que son de obligado cumplimiento para un país que ratificó la Convención de Ginebra. Ni hablar de los casos de no concesión de visados, encubiertos por la propaganda, “tipo exportación”, de la supuesta hospitalidad brasileña a los extranjeros.

Habría que reunir: extranjeros blancos, europeos y norteamericanos. La revuelta y el repudio de tales crímenes, sin embargo, sigue siendo selectiva. No se hace mención a la “conciencia humana” ni a la “humanidad compartida por todos”, cuyo atractivo ruge en las reflexiones producidas por la blancura el 20 de noviembre. Ahora reina, por parte de este grupo, el más absoluto silencio. Indiferentes como los transeúntes que, ante la barbarie, siguen bebiendo agua de coco y mascando chicle.

“Viví para contarlo: mataron a mi hijo aquí como matan en mi país”, dijo su madre, Lotsove Lolo Lavy Ivone, una de los 1.050 refugiados congoleños que viven actualmente en Brasil, según los registros de la Coordinación General de la Policía Nacional. Comité para los Refugiados (Conare), del Ministerio de Justicia. Lo que Lotsove no podía sospechar es que, en la diáspora familiar para escapar de los conflictos armados que dividen el territorio congoleño, el destino de su hijo estaría atravesado por una violencia secular tropical, golpeado durante unos quince minutos y atado con cuerdas, ya inconsciente.

La cuerda, por cierto, que pasa por las manos, los pies y el cuello del joven es bastante emblemática. Sin posibilidad de defensa, simbólicamente, atrapa el cuerpo domesticado, cazado, atándolo a la misma suerte de cientos de miles de personas esclavizadas en el país, torturadas y asesinadas públicamente con el aval del Estado brasileño. Cualquier parecido con la época actual no es casual.

Moïse sigue tirado en el suelo. El mar rojo de sangre derramado de su cuerpo negro se escurre por las escaleras del quiosco. Tu pueblo aún es perseguido. Y el mandamiento que anuncia “no matarás” queda en blanco, borrado por la orden sumaria de “matar” que, en cualquier esquina, con bates de béisbol, armas de fuego o con las manos desnudas, amenaza con liquidar vidas negras.

No pasarán.

*Diego dos Santos Reyes Es profesor de la Universidad Federal de Paraíba y del posgrado Humanidades, Derechos y Otras Legitimaciones de la Universidad de São Paulo.

 

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