por CHICO WHITAKER*
Necesitamos pasar de la indignación a la acción si realmente queremos que las cosas cambien.
En 2010, un diplomático francés de 92 años, Stéphane Hessel, entonces el único redactor vivo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, publicó un pequeño libro titulado estar indignado. Con más de dos millones de ejemplares pronto vendidos en su país y ediciones en muchos otros, este texto inspiró movimientos como el de los “indignados” en España, en 2011, que llenó las plazas de ese país gritando a los partidos, diputados y senadores, “ ustedes no nos representan”, lo que llevó a una nueva conformación de su espectro político.
Pero llevamos mucho tiempo escuchando y repitiendo en Brasil que no basta con indignarse por lo que consideramos inaceptable, que es lo que no nos falta aquí hoy. Y que es necesario pasar de la indignación a la acción si realmente queremos que las cosas cambien.
Sin embargo, tomar acción requiere mucho más de nosotros. Exige que dejemos de lado algunos de los placeres de la vida. Requiere estar dispuesto a cambiar la rutina de la vida, renunciar a la tranquilidad -los que lograron tener este privilegio- y asumir una práctica de militancia por una causa. Nos exige unirnos con otros “indignados” para superar las limitaciones de las acciones aisladas y aumentar nuestra fuerza. Requiere aceptar las demandas de las acciones colectivas y estar dispuesto a enfrentar las consecuencias de la acción, que en ciertos casos pueden ser muy duras.
Sin embargo, cumplir con tales requisitos no es tan fácil. Y acabamos dejándonos dominar por otra conducta, aun para poder sobrevivir emocionalmente, la de “naturalizar” lo inaceptable. Nos “acostumbramos” a ella, es decir, a “la vida tal como es”, y hacemos avanzar el barco. Y comenzamos a vivir con lo que nos provocó la indignación, hasta que se desvanece y desaparece, mientras no surge ningún otro motivo para indignarnos.
Y así es como parece que hemos caído en una trampa en Brasil. Incluso ante situaciones en las que lo insoportable se ha vuelto extremadamente pesado, no estamos siendo capaces de sentarnos juntos –al menos aquellos que no están obligados a luchar por la pura supervivencia física– a definir unos objetivos, medidas y acciones sobre los que actuar. concentrar nuestra fuerza cívica conjunta, continuando con nuestras luchas específicas.
Ahora no, ante el reto inmediato de evitar el tumulto que se prepara para que no se lleven a cabo las elecciones, combinado con ataques de todo tipo al Tribunal Superior Electoral, en su misión de garantizar elecciones libres y transparentes. Como resultado, las esperanzas de tantos que veían en ellas una salida para deshacerse de un presidente que el país no se merecía podían verse frustradas, con todos los que formaban, a su alrededor, una verdadera pandilla de oportunistas y delincuentes.
¿No necesitaríamos también nosotros un llamamiento como el de Stephan Hessel, incitándonos a indignarnos –quizás con más fuerza aún– pero sobre todo a no dejar que la naturalización de lo intolerable apague nuestra indignación? Los viejos luchadores de la larga lucha contra la dictadura de 1964, que aún están entre nosotros, ¿no podrían unirse en un grito al unísono que hiciera penetrar en lo más profundo de nuestros corazones este mensaje?
Una de las señas de identidad de la campaña electoral del actual presidente fue el gesto que hizo con las manos, imitando una pistola. Durante sus casi cuatro años en el cargo transformó ese símbolo en verdaderas armas y municiones, importadas y contrabandeadas en grandes cantidades y distribuidas a quienes engañaba con mentiras difundidas a través de las redes sociales que penetraban en los hogares de los desprevenidos.
Esto hace aún más urgente este llamado, ante algo peor que podría suceder, y que ciertamente se está gestando en la mente enferma del Presidente de la República y sus asociados, si no logran impedir las elecciones: ante la resultados que les serán desfavorables, tendrán escrúpulos en provocar el caos. Y empujarán al país hacia una tragedia que nunca ha vivido: la del enfrentamiento violento entre hermanos. Y como solo uno de los bandos estará armado, este enfrentamiento podría convertirse en una masacre de los que hoy se oponen a los que están en el poder y de todos los que odian, como las que ya están ocurriendo en algunos lugares de Brasil.
Más aún, de ocurrir esta pesadilla, habría que prepararse para lo que coronaría estos perversos planes: una intervención militar para restablecer la paz social, y la realización del “proyecto de nación” de los militares que pretenden ser sus tutores, que tiene hasta la fecha definitiva bien definida de 2035, hecha pública en acto de prestigio por el general que hoy ocupa la vicepresidencia de la República. Para satisfacción de “Casa Grande” y de quienes, desde dentro y fuera del país, dominan nuestra economía y actualmente nuestra vida política, pensando sólo en las ganancias. Y dejándonos, después de todo esto hecho, la hercúlea tarea de reconstruir lo que poco a poco habíamos conquistado en el interregno democrático que aún vivimos, desde que nos libramos de la dictadura militar impuesta en 1964.
¿Todavía estamos a tiempo de escapar de todo esto, o ya es demasiado tarde? Estas son las preguntas angustiosas que nos quedan por hacer. Para responderlas quizás valga la pena recordar lo que hicimos y lo que no hicimos durante el mandato de un Presidente que fue el candidato menos preparado y menos confiable en 2018, y que había sido rechazado por el 61% de los votantes, considerando las abstenciones, en blanco. y votos nulos y los otorgados a su oponente. Un presidente que, casi inmediatamente después de asumir, definió claramente, en un acto en la Embajada de Brasil en Washington, el principal objetivo de su gestión: “Destruir”.
El anterior presidente -que había tomado el poder mediante un auténtico golpe parlamentario-mediático- ya había comenzado a desmantelar derechos. Al darle seguimiento y profundizarlo, pronto comenzó a provocar nuestra indignación, y los delitos de responsabilidad que cometió justificaron los llamados a su juicio político. Pero dejamos que estas peticiones duerman sobre la mesa del alcalde. La imagen de la creciente pila de papeles dejó de conmovernos poco a poco, hasta que las solicitudes llegaron a más de ciento y medio, para ser conservados en los archivos de la Cámara.
Como si los autores de cada solicitud hubieran considerado que habían hecho lo que podían y que, una vez presentadas las solicitudes, podían volver a sus luchas y tareas, ni ellos ni nosotros, que los apoyábamos, pensamos que tal vez fuera necesario para presionar a los diputados, aunque su mayoría había sido elegido en la misma ola electoral que el Presidente de la República (¿podemos decir, como los españoles, que no nos representan?). Esa mayoría eligió entonces, para evitar un juicio político, a uno de los más fieles aliados del presidente, con la tarea de acelerar también el desmantelamiento legislativo del país, como lo sigue haciendo hoy. Y éste, para garantizar los votos de sus venales colegas, les abre las puertas del erario, con operaciones espurias como “enmiendas parlamentarias”, e incluso inventando un “presupuesto secreto”.
Pero nos acostumbramos a todo esto (con “la política como es”) y, aceptando el impeachment del impeachment, muchas organizaciones de la sociedad civil lanzamos juntas una campaña con el grito “Fora” –que llegó en una pancarta a la cumbre del Everest– contra el Presidente de la República. Pero cuando se apoyaron en grandes manifestaciones callejeras, sus resultados se vieron limitados por el inmovilismo producto de la “naturalización” de lo que estaba pasando, por el temor al contagio de la Covid-19 en las aglomeraciones, y por las dificultades creadas por el desempleo.
Ante esto, surgió otra vía para destituir al presidente: procesarlo por delitos comunes. Importantes organizaciones de la sociedad civil enumeraron entonces estos delitos en gestiones ante la Fiscalía General de la República, encargada constitucionalmente de defender los intereses de la sociedad. Y el Senado también le envió un largo informe señalando los delitos del Presidente, luego de seis meses de trabajo de un CPI que reveló, para todo el país, tanto la corrupción en la lucha contra el Covid-19 como la morbosa vinculación del mandatario con la pandemia. , con acciones y omisiones que causaron muchas más muertes de las que causaría la enfermedad por sí sola.
Pero el Fiscal General, que debía denunciar los delitos comunes del jefe de la nación ante el Supremo Tribunal Federal, viéndose minoritario en la institución que encabeza, utilizó su independencia funcional para no dar continuidad a ninguna de estas representaciones. Se caracterizó así claramente que había sido colocada allí para ser una segunda barrera de protección del Presidente de la República, complementaria a la asegurada por el Presidente de la Cámara.
Con eso manchó la historia y la imagen de todo el Ministerio Público, pero éste tampoco supo reaccionar, ni siquiera ante el riesgo de convertirse en cómplice de su jefe en el delito de prevaricación que cometió. Y una desafortunada decisión preliminar de un ministro de la Corte Suprema de Justicia en uno de los procesos que se tramitan en ella -decisión aún pendiente de ser validada por el pleno de la Corte- garantizó la independencia funcional del Ministerio Público, como si no se limitara a ella. menos por la ética. Por su parte, el propio Senado no reaccionó en consecuencia, dado el total irrespeto al mismo con el archivo de su informe. Y no hizo nada, a pesar de estar autorizado por la Constitución para procesar y destituir al Fiscal General.
Entonces, surgió otra propuesta en la sociedad civil: presionar al Senado para que cumpla con su obligación de destituir a este Fiscal General. Pero llegados a este punto, el silencio del Senado también corre el riesgo de “naturalizarse” (¿podemos decir que sus miembros tampoco nos representan?), aunque la estatura moral del Fiscal General -tan baja como la del presidente- , pero ambos ya “naturalizados”- se está dando a conocer incluso fuera del país.
Así, entre los poderes de la República, el único que aún parece negarse a autodestruirse -si logra no validar el amparo que amparaba a quienes protegen al presidente- es el Supremo Tribunal Federal. Pero su lentitud para actuar es aceptada por todos, como la de todo el sistema judicial. Lo que empeora con el ingreso a la Corte de nuevos magistrados visceralmente vinculados al presidente, quienes ya utilizan normas internas para inmovilizarlo aún más, a la hora de cuestionar al jefe de la nación. Y mientras la sociedad en general no se atreve a presionarlo, nada emerge en su interior que confronte con eficacia el verdadero desastre que vive Brasil, ni siquiera en las discusiones en los salones de su hermoso palacio de cristal, construido cuando la barbarie estaba más lejana. Só podemos desejar que esse palácio não desmorone, se o presidente da República, que agride com frequência seus membros até com palavras improprias ao decoro de seu cargo, decidir repetir no próximo 7 de setembro as ameaças ao Supremo Tribunal Federal que já fez nessa data no año pasado.
Mientras tanto, desde dentro de la sociedad, surgieron muchas otras acciones de resistencia, tantas fueron las “manadas” que el gobierno intentó pasar, sorprendiéndonos continuamente. El problema es que cada acción terminó en sus objetivos particulares, sin articularse. Y muchos pidieron a la gente que participara solo a través de un “sí” de apoyo, en el celular. De todo esto discutíamos muy poco entre nosotros, aislados como estábamos por la pandemia, a pesar de las nuevas posibilidades creadas para la intercomunicación a distancia. Por su parte, los medios, incluidos los alternativos, nos distrajeron con análisis de periodistas y especialistas de lo que estaba pasando y con discursos de líderes políticos. Y después de agotada la necesidad de información y orientación sobre la pandemia, comenzaron a competir entre sí en la presentación de información y entrevistas a personalidades, ocupando un tiempo que al menos podíamos utilizar para la reflexión.
Más recientemente, el espectáculo para entretenernos se ha convertido en el de la astucia y las alianzas de los políticos para ganar las próximas elecciones. Pero poco se dice, en las declaraciones de los candidatos y en sus programas, de lo que harán para asegurar el pacto civilizatorio más urgente hoy en Brasil, para que no vivamos el caos de la anomia: que los criminales, de los que ordenaron la crímenes a sus verdugos, no queden impunes.
En medio de todo esto, estamos indignados y conmovidos, en todo Brasil y en el exterior, por el brutal asesinato de otro agente de la FUNAI y de un periodista inglés, por los depredadores de la Amazonía que el Presidente de la República protege y alienta. Bruno Pereira, el agente de la Funai, con un profundo conocimiento de la región y persistente en su misión de defender a los indígenas, tuvo el valor de inquietar a las bandas que lo asesinaron y, bárbaramente, lo descuartizaron a él y al periodista. Querido por sus compañeros de trabajo y por los indígenas, cuyas lenguas hablaba, sólo fue “despreciado”, como se atrevió a decir el mandatario, por el propio mandatario y sus partidarios en su afán de destrucción. Dom Philips, el periodista, experimentado y sereno en su amor por la Amazonía, hizo con determinación lo que todos sus bien intencionados colegas deseaban poder hacer: informar a sus lectores de lo que realmente sucede detrás de los silencios criminales que protegen a quienes se benefician de ella. la destrucción de la naturaleza y el exterminio de los pueblos indígenas.
Que la crueldad del asesinato de estos nuevos mártires de la Amazonía aumente la intensidad de nuestra indignación –y la fuerza de nuestra acción– en la medida que lo exige la gravedad de lo que vivimos hoy en Brasil.
*Chico Whitaker es arquitecto y activista social. Fue concejal en São Paulo. Actualmente es consultor de la Comisión Brasileña de Justicia y Paz.