por GÉNERO TARSO*
Las identidades políticas de izquierda ni siquiera están hechas por la idea de reformas socialdemócratas de “izquierda”
Parto de la observación, aquí refiriéndose al libro de Eric Hobsbawm, de que no sólo hemos salido –en los últimos 30 años– de la “era de las revoluciones”, sino que también hemos entrado en un largo período distópico en el que las identidades políticas de izquierda ni siquiera están hechos por la idea de reformas sociales demócratas de “izquierda”, sino que también derivaron –sin coloración definida– hacia el restringido campo de la utopía liberal-democrática.
Lo hicieron para aferrarse a la utopía de la razón ilustrada, baluarte concreto para la defensa de los derechos humanos, las políticas sociales compensatorias y las instituciones del estado del bienestar que, como en nuestro país, aún sobreviven acosadas por el aliento del fascismo. Todo se hace garantizando un pasaporte-compromiso con los rentistas, para lograr la estabilidad política con tipos de interés menos escandalosos.
Los ricos -los más ricos del mundo- acumulan identidad y dinero en reformas liberales, pero respiramos sin revolución y sin reformas en los rediles de la resistencia. Y así, sostenemos un poco que los pobres se empobrecen o mueren, o migran: los sobrevivientes transaccionan sus identidades de clase a una identidad generosa y luchadora, pero voluntarista y aún sin capacidad hegemónica.
Dicho esto, no creo que la idea socialista esté muerta y que la democracia, como idea de convivencia social, esté terminando su ciclo de valor político-moral o que la barbarie sea inevitable. Eso, la barbarie, es más difícil de derrotar, es cierto, porque no tenemos la barrera soviética que teníamos, para enfrentar al nazi-fascismo y no tenemos clases trabajadoras fuertes, interesadas en el proceso democrático y en la objeción. al fascismo por la fuerza, con una resistencia capaz de hacerlos volver a sus bien pagadas cloacas.
Para hablar del Sur del Cono Sur, creo que en Brasil, así como en Chile, Uruguay y Argentina, tenemos “reservas” de experiencia política y liderazgo, para una futura ofensiva encaminada a la soberanía democrática compartida, con miras a a la integración regional. Si Brasil no supera, sin embargo, el dominio del capital financiero sobre la política y el Estado – que proviene de las “salas mágicas” del Banco Central – América Latina irá cuesta abajo bajo el dominio imperial irrestricto.
En Brasil, las tres grandes políticas de Lula, aunque carentes de una visión estratégica más completa, muestran su éxito inmediato: una política exterior de dignidad nacional y participación en las grandes decisiones globales; una política evidente de lucha contra el hambre y la deserción social, y más: un marco fiscal, que es un “pasaje” a un lugar aún indeterminado, pero que abre un camino que se puede allanar.
Lo que parece limitar este movimiento correcto por parte del Estado brasileño es que sin “seguridad”, en un sentido amplio, estas políticas pueden languidecer, no solo porque la seguridad – cualquiera de ellas – es hoy una categoría central de la política, sino también porque los conceptos tienen cambió y hoy no tiene hoja de ruta a seguir, por una “seguridad pública” puramente parroquial, vista sólo como un asunto interno de la nación.
Todavía nos falta una visión segura y completa de la Seguridad Pública, hoy ya entrelazada a escala continental con la seguridad para el funcionamiento de los Estados Democráticos y para un programa continental de Seguridad Nacional, en el que las Fuerzas Armadas deben tener un papel relevante y decisivo: la defensa. de soberanía, defensa de los bienes naturales de la biodiversidad, resistencia a la apropiación de territorios por parte del crimen organizado -nacional y mundial- explosión de focos de narcoguerrilla en vastas zonas del continente.
Independientemente de qué sectores de las FFAA en Brasil todavía simpatizaran con un golpe de Estado contra Lula, es absolutamente relevante que las Fuerzas Armadas en su conjunto no se embarcaron en esta aventura, que nos llevaría a la condición de tercer grado. República bananera.
De un poema de Fernando Pessoa salió el epígrafe del libro andamio de Mario Benedetti: “El lugar al que regresas siempre es otro\ la estación a la que regresas es otra\ ya no es la misma gente, ni la misma luz\ ni la misma filosofía”. Es un libro de vuelta del exilio, que construye sobre andamios, con plataformas moderadas de amargura, humor sorprendente y un escepticismo contenido por la lucidez de una historia que no se ha desvanecido en los rincones del fracaso.
Piénsese en un escritor uruguayo cuyo país fue una especie de Suiza sudamericana, que pasó por un período de lucha armada y que, desgarrado por una dictadura militar, enterró a sus insurgentes o los mató o los torturó o los arrojó a los vuelos de la muerte. en el Río de la Plata: noqueados por la tortura o dopados por los anestésicos desaparecían en las turbias tumbas de sus aguas invernales. Pero la identidad de Uruguay no desaguaba en la fluidez de la barbarie, ya que eligió -como su presidente- a uno de sus insurgentes, Mujica, quien emergió fuerte de las mazmorras medievales del país para ser el máximo líder de la nación recuperada.
Bauman en su libro Identidad, teorizando la “sociedad líquida”, dijo que los fluidos tienen ese nombre porque “no pueden mantener su forma por mucho tiempo (puesto que) van cambiando de forma bajo la influencia de las más pequeñas fuerzas”, pero esta fluidez –sin embargo– se relaciona con la conciencia de los individuos debe ser aprehendida con cautela.
Elizabeth Roudinesco relata que, en 1999, Jacques Derrida conoció a Nelson Mandela “ya con más de 80 años” y quedó “impresionado” con el ex preso que, desde dentro de la prisión, no solo dialogaba con sus verdugos, sino también –fuera de los bares– instruyó a sus militantes en la lucha incesante contra el gobierno opresor.
En un momento de la conversación, Mandela le preguntó a Derrida “si Sartre todavía estaba vivo”, sacando a relucir el nombre sagrado de la historia del anticolonialismo en Europa occidental: la identidad de Mandela, en la sociedad mundial ya en licuefacción, guardada en las cárceles. del régimen de la segregación racial – cruzó el continente y se posó sobre la figura marchita de Sartre, a quien De Gaulle no arrestó porque, según él, “no se arresta a Voltaire”. En la sociedad líquida los opresores siguen siendo los mismos, aunque sus gestos y la naturaleza de su violencia cambien en la superficie de la política, pero en ella los oprimidos cambian y disuelven su conciencia en fragmentos y casi siempre sin volver a su totalidad.
Insatisfacción popular con los precios de la vida, con la desorganización del transporte público, con la criminalidad masiva en las grandes áreas metropolitanas, con la inseguridad de la vida cotidiana, con las pocas posibilidades de ocio (que es censal) y con el escaso disfrute de los bienes de la cultura , en el momento en que el fascismo se fusiona con el neoliberalismo y explota la ficción de la “libertad” empresarial –esta gigantesca insatisfacción– no se encauza hacia el orden democrático liberal representativo, sino hacia su destrucción.
La democracia liberal, tal como se presenta como un orden de privilegios absolutos, ya no agrega, sino que fragmenta, ya no cohesiona, sino que divide, ya no genera identidades públicas, sino que promueve personalidades ocultas en los Países Bajos. En él “cada uno es dueño de su propia nariz” y la vida en sociedad es un tormento de sumisión.
Que el neoliberalismo es incapaz de sostener la prosperidad ha sido probado desde el inicio de su ciclo de reproducción política y social, cuyos líderes, acólitos -pequeños y grandes bandoleros de la teoría económica- lograron sofocar cualquier vínculo entre la economía y la situación del “ser”. (bien o mal) de los seres humanos.
Partieron de ahí, por tanto, a naturalizar la discusión circular de la modernización tecnológica sin objetivos sociales, de la acumulación privada a través de la ficción del dinero sin lastre en la producción -apropiado por cada vez menos manos y por cerebros cada vez más privilegiados- haciendo común- a partir de este ejercicio retórico del punto de vista – la dogmática prohibición de discutir las causas de las disparidades sociales, la creciente concentración de ingresos y los orígenes de los impulsos criminales del fascismo, legitimados por una gran parte de la sociedad, labrada por una red de enemigos invisibles azotados por la miseria.
La construcción de personalidades individuales en toda sociedad democrática no es ni debe ser función del Estado, pero no habrá sociedad mínimamente justa si las identidades humanas no se forjan desde la renuncia consciente a los instintos de la naturaleza. Cual es la función del Estado -desde esta concepción- es promover una cultura de la solidaridad y los marcos para una convivencia no violenta, proporcionando un orden político que señale cuáles son las “desigualdades máximas aceptables” en una sociedad civilizada, como así como cuáles son las “igualdades mínimas”, requeridas para una interacción social en constante cambio (hoy “fluida”) con un mínimo de crisis y un máximo de consenso.
La identidad nacional se crea en movimiento, como comunidad de destino, teniendo en cuenta la conciencia que se puede adquirir en el proceso político, por un lado, y las condiciones objetivas del supuesto “mundo feliz”, donde las identidades de clase (desde abajo)) son frágiles y las identidades nacionales de los opresores (desde arriba) – como estado y fuerza – son fuertes y destructivas.
No se trata de una “predica” doctrinal en defensa del socialismo o del capitalismo, hoy estratificado en el capital financiero de la acumulación sin trabajo, sino de la defensa de una posibilidad democrática de bloquear al fascismo en ascenso, que se alimenta de la violencia, para promover su “revolución”. ". Y utiliza, legal e ilegalmente, la fluidez de la información y el dinero –en el orden económico global– para construir sus formas específicas de opresión, a partir de otra fluidez, la informacional. Esto no solo destruye, sino que compone nuevas identidades que atraviesan verticalmente la pirámide de clases y se comunican en redes y comunidades horizontales que adoran la violencia y la autosegregación, a través de las cuales se defienden del mundo exterior, al que consideran impuro y hostil.
Las identidades individuales que quedaron como conciencia -como Mandela y Benedetti- son legados fundamentales del siglo pasado, pero ya no son suficientes para atravesar la historia, porque los lugares, las estaciones y las personas siempre son diferentes y la identidad de los opresores -a fuerza de dinero- – se fortaleció con la convivencia consciente de gran parte de los oprimidos. Deben, por tanto, ser apropiados como elementos de una nueva conciencia del deber revolucionario en una era de derrotas.
La utopía de hoy, la utopía democrática, puede parecer un paso atrás en comparación con las ambiciones éticas y económicas del socialismo desaparecido. Pero también puede considerarse un desafío civilizatorio: conjugar e integrar democracia y socialismo con una “nueva forma de vida guiada conscientemente” por la soberanía popular, no por las salas burocráticas del Banco Central: tumba de la soberanía popular y fuerza estratégica del rentismo. acumulación.
* Tarso en ley fue gobernador del estado de Rio Grande do Sul, alcalde de Porto Alegre, ministro de Justicia, ministro de Educación y ministro de Relaciones Institucionales de Brasil. Autor, entre otros libros, de utopía posible (Arte y Artesanía).
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