Historia de una involución

Imagen: Vlado Paunovic
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por ANDREA ZHOK*

El camino de la política estructural al moralismo histérico

El otro día reflexionaba sobre cómo se pudo extinguir la capacidad operativa de la oposición política al sistema y hoy hay que reconstruirla esencialmente desde cero. Dado que este es el problema de los problemas actuales, y dado que, como todo proceso histórico, sus causas son plurales, me gustaría detenerme brevemente en una única causa, de carácter específicamente cultural.

La era de la democracia y la oposición política desde abajo fue una época circunscrita a partir de mediados del siglo XIX, en la que el marxismo jugó un papel fundamental. Específicamente, el marxismo fue fundamental para comprender y hacer comprender cómo, en el mundo moderno, todo cambio de hábito y de opinión (que se vuelve hegemónico) siempre tiene una raíz primaria en la “estructura”, es decir, en la esfera de la producción económica y en la gestión correlativa del poder.

Si en una descripción de lo que sucede no se es consciente de su raíz estructural, si no se comprende cómo situar el problema en relación con los mecanismos de distribución de la economía y del poder (muchas veces coincidentes), se pierde de vista el único esfera en la que se pueden mover las palancas causalmente decisivas.

Tras recordar este hecho, no se puede dejar de pensar en el reparto generacional de la conciencia política actual. Las experiencias repetidas, desde la recolección de firmas hasta los debates y mítines públicos, indican una visión común: la distribución generacional de la conciencia política sigue casi perfectamente una curva descendente. Quienes muestran mayor urgencia por actuar ante las palancas del poder son los más viejos, y a medida que uno se hace más joven, las filas de los políticamente conscientes se reducen, hasta el punto de que casi desaparecen entre los jóvenes y muy jóvenes (digamos, los de 18 a 24 años). XNUMX grupo de edad).

Es importante señalar, sin embargo, que este hecho no tiene precedentes históricos. Hasta hace poco, los jóvenes formaban parte de las filas de los “pirómanos”, las universidades siempre han sido fraguas de contestación, la pasión política nace en el umbral biográfico entre los estudios y el ingreso al mundo del trabajo. Y esto es natural, porque el compromiso y la energía necesarios para la participación política crítica se encuentran más fácilmente en los años veinte que en los sesenta; y, por otro lado, porque las limitaciones, cargas y responsabilidades normalmente aumentan con la edad.

Entonces la pregunta es: ¿qué pasó?

Para hacerse una idea, basta con mirar el activismo político de los jóvenes, que de hecho todavía existe, y cuya forma es instructiva. Es interesante observar los temas en los que se centra el activismo actual. Un breve registro revela: (i) un ambientalismo centrado en el cambio climático; (ii) cuestiones de identidad de género, violencia de género, igualdad de género, autodeterminación de género, lenguaje de género; (iii) el animalismo tipo Disney y las prácticas alimentarias de autolesión (veganismo, elogio de la carne sintética y la harina de insectos, etc.); (iv) para los más atrevidos, apela a los “derechos humanos” en una versión muy selectiva (en la que, dicho sea de paso, las violaciones ocurren sólo entre enemigos de Estados Unidos).

Lo fundamental a destacar es que, en cambio, puede existir y existe: (a) un auténtico ambientalismo “estructural”; (b) una conciencia histórico-estructural de la división sexual del trabajo (y sus consecuencias en las costumbres); (c) un análisis de las formas de “reificación” de la naturaleza sensible (animales) en la industrialización moderna; (d) una conciencia política de la explotación y violación de la naturaleza humana.

Y, en cada uno de estos casos, es posible reconocer problemas reales situándolos en el marco general de los procesos de producción económica y distribución del poder en el mundo contemporáneo. Pero nada de esto es predominantemente parte del activismo político de los jóvenes, quienes en cambio adoptan su agenda de “protesta” de arriba hacia abajo, en un formato rigurosamente despojado de sus implicaciones estructurales.

En otras palabras, los espacios de contestación y las formas de identificación de los problemas han caído a niveles insondables, a través del aparato mediático y el adoctrinamiento escolar y universitario. Así, se crean cómodas burbujas de disputa, con el certificado de bondad progresiva que otorgan fuentes acreditadas.

El viejo sistema de control social alternaba la represión violenta de las pasiones juveniles con guerras periódicas para desahogarlas; el nuevo sistema de control, por el contrario, proporciona lugares donde es posible realizar revoluciones simuladas con espadas de cartón, en islas sin comunicación con este continente donde el poder real juega sus juegos.

Sin embargo, este proceso de construcción de cercas artificiales sin anclaje estructural no es nuevo y es un error enfocarse solo en la juventud de hoy. Es un proceso que comenzó al menos en la década de 1980 y simplemente se ha expandido y mejorado con el tiempo. Todo el esfuerzo conceptual realizado por la reflexión marxista (en parte ya en la era hegeliana) y luego desarrollado a lo largo de más de un siglo fue anulado por la lejía del nuevo poder mediático.

Hoy estas agendas “políticas”, cuidadosamente neutralizadas, se difunden y hacen oír su característica voz estridente, que luego se hace eco, tal vez con benevolencia reprochadora, pero finalmente bendecida por los voceros del poder. Recurrimos así a un análisis de la historia, la política y la geopolítica que, olvidando cuáles son las verdaderas palancas del poder, se dedican en cuerpo y alma a lecturas moralizantes del mundo, a noticias policiales, al clamor de la “rectitud” y a la políticamente correcto, para chismear entre las élites.

Proliferan y prosperan las interpretaciones geopolíticas en las que Vladimir Putin es el malo y los rusos los ogros; lecturas sociales en las que las críticas a la “ideología de género” son abominaciones homofóbicas; en el que cualquiera que no abrace a un chino es un “fascista”, y cualquiera que lo abrace después de una contraorden es un “estalinista”; lecturas ecológicas en las que los cuadros de los museos se ensucian porque “no hay un minuto que perder”, antes de volver a casa y jugar en la Smart TV de 88 pulgadas; etc. etc.

Esta infantilización del análisis histórico-político hace que cualquier “activismo” que examine el mundo como si la distribución de adjetivos morales fuera su núcleo, sea fatalmente impotente. Y cuando alguien señala que todo ese gruñido histérico agotador no produce ningún malestar en el poder, que hasta aplaude, ya tiene preparado otro atributo moral: eres un cínico.

La compartimentación de la protesta según los cercos ideológicos elaborados aguas arriba produce, además de un efecto de impotencia sustancial, una pérdida total del equilibrio y de la capacidad de evaluar las proporciones de los problemas.

Cada uno de estos juegos ideológicos se les aparece a quienes los practican como un cosmos, el único punto de vista desde el cual ver mejor el mundo entero. Y esto genera una sensibilidad desequilibrada en los visitantes de estos locales, porque invierten toda su energía y pasión en un campo cuidadosamente delimitado: hay personas que pasan dos veces al día frente a la anciana hambrienta en el departamento de al lado, pero saltan fuera con los ojos rojos de sangre si usamos un pronombre de género mal visto; hay personas que se escandalizan por las violaciones de derechos humanos en Bielorrusia (donde nunca han puesto un pie) y luego nos explican que es justo golpear a los “antivacunas” y privarlos de atención hospitalaria; incluso hay estudiantes que exigen meritocracia y votan por Calenda…

En general, el escenario es el siguiente: mientras el poder real nos aconseja ser resilientes (porque, si adoptamos la forma de la bota que nos pisotea, sufrimos menos), nos aconseja no tener hijos y no jubilarnos por el bien del mundo futuro, mientras cada día nos explica que tenemos que ser flexibles para trabajar donde hay necesidad y que tenemos que dejar de movernos porque arruinamos el clima, porque, mientras nos orina en la cabeza, requiere para ahorrarnos la ducha. Mientras todo esto sucede, y mucho más, estos activistas luchan furiosamente entre sí… porque ninguna injusticia debe quedar impune, incluido el “derecho del espárrago”.

*Andrea Zhok Catedrático de Filosofía en la Universidad de Milán.

Traducción: Fernando Lima das Neves.

Publicado originalmente en el portal perro guardián de crisis.


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