La Habana, 1986

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por PAULO SILVEIRA*

El día que nos detuvimos a escuchar las palabras de León Rozitchner

A Marilena Chaui

Por placer ya veces por deber, asistía a charlas, conferencias y conferencias impartidas por intelectuales de alto calibre relacionados con el campo de las ciencias humanas. Algunos de ellos fueron más importantes por las ideas que aportaron que como oradores. De este primer equipo menciono a algunos: el sociólogo estadounidense Talcott Parsons, el francés Claude Lefort, el griego Cornelius Castoriadis, el alemán Jürgen Habermas. En rigor, ninguno de ellos es un gran orador.

Aquí más cerca de nosotros, algunos también del primer equipo: Florestan Fernandes, también llamado “Profesor” para indicar la esencia de su militancia intelectual; Fernando Henrique en momentos especiales, antes de ser retirado obligatoriamente de la USP; Marilena Chaui, cuántos momentos de extraordinaria elocuencia al servicio de la grandeza de espíritu; Octavio Ianni, en algunas circunstancias, magistral; y el mejor artista de todos, José Américo Mota Pessanha, que mostró entusiasmo permanente y supo llevarnos de la mano, sobre todo para visitar El banquete, de Platón.

En La Habana, en ese momento, supimos que hay una categoría especial de psicólogos, los psicólogos marxistas, en este caso, los psicólogos cubanos. Una mirada rápida a algunas asignaturas de la carrera de Psicología de la Universidad de La Habana (en 1986) basta para darles la razón: marxismo-leninismo I, II y III; dialéctica marxista I y II; materialismo histórico I, II y III; materialismo dialéctico I, II y III y así sucesivamente...

Estos psicólogos marxistas recibieron como anfitriones en el Congreso propuesto para la circulación de ideas, tesis, investigaciones, etc., a unos cientos de psicólogos y psicoanalistas de Argentina, Brasil, Colombia, Uruguay y México; muchos de estos argentinos obligados a vivir en el exilio.

Pronto se hizo evidente que los psicólogos marxistas no solo tenían una posición teórica única, sino que, lo que es más importante, también eran incapaces, al menos en público, de escuchar o interesarse por cualquier idea o tesis que no encajara en su arsenal teórico. Si hubo debate e intercambio de ideas, fue entre los visitantes.

En ese contexto, en una de las reuniones a las que asistieron psicólogos marxistas y visitantes, con una mesa integrada por representantes de ambos bandos y presidida, como siempre, por un cubano, tomó la palabra León Rozitchner. Este argentino, entonces exiliado, se armó del entusiasmo necesario para exponer, quizás especialmente a los cubanos, una posible relación entre Freud y Marx, es decir, traer a escena el psicoanálisis, al que los psicólogos marxistas dieron la espalda.

En un raro encuentro entre el entusiasmo, la claridad y la precisión, sus palabras se apropiaron paulatinamente del derecho a hablar y, sobre todo, a ser escuchado, que les había sido arrebatado a aquellos cientos de psicólogos que llegaron a Cuba con algún dejo de idealización de su Revolución. . Todos, cubanos o no, se dieron cuenta de lo que estaba pasando; el psicólogo cubano que dirigió el panel intentó (debido a demasiado tiempo) cortar a Rozitchner. En vano, su entusiasmo solo aumentó. El valor teórico de esta exposición no importaba, su valor político impreso en el subtexto era palpable, al alcance de la mano; como una flecha envenenada, apuntó a la ideología que constituía la teoría que sustentaba a los llamados psicólogos marxistas, es decir, a los psicólogos cubanos.

Mucho más recientemente, casi ayer, gracias a Eric Nepomuceno, vi cerca de una decena de entrevistas a intelectuales cubanos, todos nacidos alrededor de 1959, es decir, muy cerca del inicio de la Revolución Cubana. Una generación bautizada por la Revolución, hija de la Revolución. Escritores, poetas, compositores, músicos, historiadores, artistas y directores de cine, en fin, representantes de la intelectualidad cubana, ciertamente en su mejor momento. Tenían dos rasgos llamativos en común. Ninguno de ellos pudo decir “amén” a la Revolución; incapaces de dejarse engañar por la exaltación ideológica de los hechos revolucionarios. Más aún, con la clara conciencia de que lo pagaron: desde el estómago hasta el cúmulo de oportunidades que no pudieron tener. En la década de 90, tras la caída de la Unión Soviética, de la que recibieron una ayuda material casi imprescindible, pagaron con sus propias carnes –literalmente, es decir, pasando hambre– la continuidad de la Revolución.

Todos mostraban un enorme orgullo por esta madre tan inflexible como pobre. Y más: el orgullo de representar los mejores lazos de solidaridad para los vecinos de América Latina y el resto del mundo. Y una altivez casi imposible de encontrar en un mundo dominado por el capitalismo. Como si, por su cuenta, cada uno a su manera, hubiera decretado, en la experiencia de la intersubjetividad, la abolición de las clases sociales.

*Paulo Silveira es psicoanalista y profesor jubilado del departamento de sociología de la USP. Autor, entre otros libros, de Del lado de la historia: una lectura crítica de la obra de Althusser (Policía).

 

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