por LUCAS FIASCHETTI ESTEVEZ*
En la contemporaneidad, la máxima resolución de imagen de la representación se ha convertido en un índice de la veracidad de lo representado
1.
El debate sobre la función social del arte y estado de la imagen en la contemporaneidad nos acompaña en una persistencia irresoluta, sobre todo cuando se pone en primer plano el impacto del surgimiento de una nueva forma de aprehensión de lo real y de los distintos regímenes de (in)sensibilidad impuestos por la era digital.
Sin embargo, el retorno constante a tales temas es quizás un síntoma de la propia fisonomía y eficacia social de la estetización de la vida cotidiana, es decir, de la presencia hegemónica, constante e ineludible de imágenes edulcoradas y claras en las pantallas y sus contrapartes en todos los ámbitos. de vida y de experiencia, ya sea en lo colectivo y en los espacios públicos, o en nuestra intimidad escondida. Aunque intensificada por los nuevos medios tecnológicos, esta tendencia ha sido visible desde que comenzó la profunda masificación de la cultura y la reubicación de lo artístico por parte del capitalismo.
Cuando nos cruzan imágenes que no nos dan tregua, el elemento muy distintivo de la estética se evapora, en un efecto contrario al imaginado por las vanguardias artísticas del siglo pasado, que tanto valoraban la inclusión del arte más allá de sus espacios de clara exclusión social. En este nuevo contexto, nadie está excluido, al contrario. En esta violenta integración de todos en un régimen estético superficial y homogéneo -forma aún más totalizadora y autoritaria de la industria cultural- ya no hay lugar para lo turbio, para lo indeterminado o para lo que circula sin aspirar a una definición final y acabada. .
De hecho, las imágenes, entendidas aquí como los contenidos imaginarios hegemónicos que circulan socialmente, ya no son sólo portadoras de un tipo específico de cosmovisión y adquieren un estatus definitorio de los propios discursos políticos y sociales. En otro recrudecimiento del fetichismo de la mercancía, la máxima resolución de imagen de la representación se convierte así en un índice de la veracidad de lo representado. En este esquema se invierte la jerarquía entre lo representado y la representación. En estas imágenes sin reflejo subsiste la implosión de lo no idéntico y emerge un régimen de imágenes sin autorreflexión ni crítica.
Para algunos, mientras tanto, se observa una completa estetización de la vida cotidiana, que subsume incluso el más pequeño de los actos a la necesidad de la imaginería. En este caso, tenemos la impresión de que todo se ha vuelto estéticamente elaborado, digno de ser transformado en una imagen puesta en circulación. Por otro lado, encontramos tanto en los conservadores como en ciertos sectores progresistas una crítica que denuncia una supuesta rebaja generalizada de la sensibilidad estética, como si estuviéramos atravesando una eterna crisis de representación que se queda corta en su verdadero potencial. Ya en una visión reaccionaria nos estaríamos distanciando del gran arte y sus viejos espacios debidamente protegidos de lo “popular”. En todo caso, cuando esté elevado al régimen total de espacio y tiempo 24/7,[i] el estatuto de la imagen, especialmente en su omnipresente faceta digital, ha venido a ser dotado de autoridad para determinar lo que es o no es cierto, para construir narrativas políticas y religiosas que prescinden de los hechos porque se conforman con lo que se dice sobre los hechos a través de las imágenes.
En este contexto, la imagen como mediano se ha convertido en un fin en sí mismo, ya que es capaz de sustituir lo real en términos de autenticidad: es más tangible que lo que supuestamente representa y exhibe. Para llegar a este estado de cosas fue necesario un largo movimiento tectónico que despojó a lo artístico de su especificidad y la ambigua y contradictoria pérdida de su autonomía frente a las presiones de la industria cultural y del entretenimiento. Así, estas líneas ensayísticas y no exhaustivas están impulsadas por el ímpetu de poner a debate, bajo una determinada constelación de pensadores, cómo las imágenes edulcoradas que circulan entre nosotros, también superficiales y estructuradas a partir de clichés, no sólo alteran la representación de el mundo, sino el sentido mismo y el significado del mundo. En definitiva, estaríamos ante la cuestión de cómo la “sociedad de la imagen”, tan cara al debate posmoderno, hizo más atractiva la estética que la propia realidad, esta última carente de sentido y asumida por el sufrimiento social.
2.
Em Enfrentar el dolor de los demás, Susan Sontag afirma que “el ataque a la World Trade Center el 11 de septiembre de 2001 fue catalogado como 'irreal', 'surrealista', 'como una película', en muchos de los primeros testimonios de personas que escaparon de las torres o vieron de cerca el desastre” (SONTAG, 2003, p.23 ). Aquí vemos cómo lo real se parece a la representación, y no al revés. Tal vez podríamos recoger los mismos testimonios frente a tragedias que asolan la vida nacional, como la violencia política que no hace más que recrudecerse, las ruinas y vacíos que deja la pandemia, el desastre ambiental que arrasa nuestros bosques y biomas (tanto latentes como silenciosos). destrucción, o como evento catastrófico, como en Brumadinho y Mariana), o el genocidio negro e indígena tan característico de nuestra historia. También tremendamente espectaculares son los incendios recurrentes que arrasan con nuestras instituciones culturales, como el Museo Nacional, el Museo de la Lengua Portuguesa y parte de la Cinemateca. Sumado a una lista interminable de hechos “que parecen salidos de películas”, ya normalizados en nuestro tiempo del fin, tales escenas son coronadas por el terrorismo de Estado, hábil en destruir vidas, luchas y sensibilidades. En resumen, existe la sensación general de tierra arrasada.
Ante imágenes que encierran profundos significados políticos, nos asalta una fascinación invertida, que nos revuelve el estómago y al mismo tiempo nos detiene. Tan desgastados por la realidad, las imágenes que recibimos, consumimos y transmitimos nos saturan de conmoción hasta convertirse en norma. La escena de la muerte de Genivaldo de Jesús Santos, asfixiado en un automóvil, fue vista y repasada, mostrada hasta el cansancio sin causar mayores molestias. Sobresaltados por la pregunta de qué hacer, nos aislamos en el plano de la imagen y acabamos atrofiando nuestra práctica.
Por otro lado, el poder de la imaginería que reemplaza lo real también adquiere contornos de escapismo de la barbarie en curso, proyectando la mirada hacia adelante. Así, este régimen de autoridad de la imagen constituye también una creencia política que, entre sectores progresistas, a veces enturbia lo que está en juego e ignora los desafíos latentes del futuro. En su buena pero ciega fe, algunos expresan demasiada esperanza de que, dependiendo del destino de la nación, a partir del próximo año se inicie una era de abundancia y paz social. Aquí, la imagen de la esperanza necesaria anula las condiciones y posibilidades reales de pensar lo que nos espera, tiempos sin duda mejores que el presente, pero no por ello tan auspiciosos. En esto olvidan que el optimismo de la voluntad debe estar aliado al pesimismo de la razón.
Sin embargo, nuestras imágenes no se basan únicamente en tragedias. Aparentemente, hay un hilo conductor que une cualquier representación de imagen del mundo. Frente a la última película acción en vivo de Disney, síntoma de una nueva y más profunda fase del desierto creativo de la industria cultural, también existe la sensación de que lo que revela la superficie luminosa y de altísima definición de las pantallas comunica mejor con nuestras expectativas, deseos, frustraciones y debacles de la propia realidad. Regresar a la realidad se convierte así en una operación siempre difícil porque es emocionalmente costosa. Después de todo, ¿a qué debemos este sentimiento deficiente de nuestro propio disfrute del mundo?
3.
No es noticia que llevamos mucho tiempo en una situación histórica en la que el arte autónomo ha sufrido un severo desplazamiento, aislamiento y agotamiento. Si bien la génesis de tales procesos ya podía encontrarse desde las discusiones de la estética hegeliana, sus consecuencias se intensificaron en la post-Segunda Guerra Mundial con el agotamiento del modelo clásico de las vanguardias estéticas. En teoría estética (1969), por ejemplo, Theodor Adorno afirma que “se hizo manifiesto que todo lo relacionado con el arte dejó de ser evidente, tanto en sí mismo como en su relación con el todo, e incluso su derecho a la existencia” (ADORNO, 2008, p. .11). Así, la propia categoría de autonomía del arte empieza a “mostrar un momento de ceguera”, en el que el arte deja de ser lo que era, pierde su singularidad y es dominado y desfigurado por la sistemática industria del entretenimiento. Ante este escenario, el arte tendría que buscar “refugio en su propia negación” (Idem, p.514), es decir, su supervivencia pasaría por su propia muerte, por su reinvención en un mundo completamente diferente.
Em la dimensión estética (1977), Herbert Marcuse también destaca la pérdida de evidencia de la función y especificidad del arte en la sociedad de posguerra. Parte de una pregunta que sigue tan vigente como lo fue en el momento de su formulación. Según el autor, “en una situación histórica en la que la pobre realidad sólo puede modificarse mediante práctica política radical, la preocupación por la estética requiere justificación. Sería inútil negar el elemento de desesperación inherente a esta preocupación” (MARCUSE, 2016, p.13). Para Marcuse, la respuesta a esta desesperación vendría de una práctica estética renovada y críticamente activa, de obras que sean capaces de crear un mundo “en el que la subversión de la experiencia del arte mismo se vuelve posible”, permitiendo así el “renacimiento del arte”. “subjetividad rebelde” (Idem, p.17-18).
Guy Debord, en vísperas de los disturbios de 1968, también identifica una insuficiencia y un creciente declive del papel de la comunicación y el arte en la sociedad de la época. Según él, “se pierde el lenguaje de la comunicación, esto es lo que expresa positivamente el movimiento de descomposición moderna de todo arte, su aniquilamiento formal” (DEBORD, 1997, p.122). En esta sociedad tomada por las imágenes del espectáculo, el debate prohibido y la total alienación social, sería difícil encontrar posibilidades del arte y la imagen como manifestación de deseos disruptivos. Para Debord, “el arte en su tiempo de disolución, como movimiento negativo que continúa la superación del arte en una sociedad histórica en la que aún no se ha vivido la historia, es al mismo tiempo un arte de cambio y la pura expresión de un cambio imposible (ídem, p.124). En estos términos, la propia producción autónoma seguiría siendo el arte de un tiempo que aún no ha llegado. Señalaría una alteridad aún no realizada, un poder que sólo puede realizarse, por ahora, en el dominio mismo de lo estético.
El debate sobre el “fin del arte” es también el sustrato sobre el que Fredric Jameson ancla su discusión sobre el destino de la imagen en la contemporaneidad. El autor aclara que ya no es posible pensar el arte en un plano autónomo, como la producción de obras independiente de presiones externas y movida por leyes inmanentes que regulan su producción, distribución y consumo. De hecho, Fredric Jameson señala que hubo una “desdiferenciación de campos, de modo que la economía acabó coincidiendo con la cultura, haciendo que todo, incluida la propia producción de mercancías y la alta especulación, se hiciera cultural, mientras que la cultura se hacía cultural”. profundamente económica, igualmente orientada a la producción de bienes” (JAMESON, 2001, p. 73). En definitiva, Jameson actualiza, al mismo tiempo que desarrolla, el diagnóstico de Frankfurt sobre la industria cultural.
Tomado del espíritu que mueve la crítica cultural y dialéctica de la tradición frankfurtiana, Fredric Jameson se esfuerza por “comprender la posición de la cultura dentro del todo” (ADORNO, 2001, p.21), es decir, realiza la proeza de “descifrar qué elementos de la tendencia general de la sociedad se manifiestan a través de estos fenómenos [culturales]” (Idem, p.21). De esta manera, el autor acaba identificando como uno de los rasgos más llamativos de la producción artística posmoderna un retorno entusiasta a las formas de la tradición moderna, en esa primera tendencia nostálgica antes expuesta. Según Fredric Jameson, este retorno a la historicidad se produce a través de la imitación temporalmente desplazada de técnicas y temas de vanguardias y movimientos pasados, convirtiéndose en un síntoma de la “falta de dirección intelectual de un capitalismo tardío universalmente triunfante, pero desprovisto de legitimidad” (JAMESON , 2001, p.101).
Como consecuencia, se crea un desconcierto que resume la disolución de la especificidad del objeto estético en la posmodernidad. Sin embargo, es importante señalar que la referencia del arte contemporáneo a obras del pasado no es un problema en sí mismo. De hecho, lo que molesta a Jameson es que la relación establecida hegemónicamente con la tradición se convierte muchas veces en una relación de obediencia e imitación, como si el pasado proporcionara las respuestas a los dilemas que enfrentan los artistas en el presente. Recogidos y trasplantados de esta manera a la cultura contemporánea, tales elementos se reintegran sólo bajo el signo de pastiche, en un mosaico de llamativas referencias sin cohesión.
Esta operación sin rumbo sería un fuerte síntoma del “discurso sonámbulo de un sujeto históricamente extinguido” que trata de resolver problemas “que hace tiempo que se convirtieron en simulacros” (Ídem, p. 101). Con la desaparición del sujeto individual del escenario posmoderno, las nociones clásicas de estilo y movimiento estético se vuelven inviables. En ausencia del yo, se buscan los genios del pasado.
De esta forma, el pasado se convierte en el único terreno fértil para buscar la forma y el contenido de la producción cultural hegemónica –tanto en las ferias de arte como en las más concurridas sesiones de cine comercial–. Sin embargo, el resultado es trágico: en gran parte de lo que se produce hoy se puede ver una canibalización aleatoria de todos los estilos del pasado, un juego inconexo de vagas alusiones estilísticas. Cuando el pasado también se convierte en el contenido de muchas de las obras, se vuelve a una imagen estereotipada de un momento que en realidad nunca existió, un retorno que estetiza cualquier hecho histórico, trágico o no. Hollywood por ejemplo, se especializó en producir películas sobre el Holocausto y la barbarie nazi. En ellos, el sufrimiento adquiere el tono de una belleza indefensa, que la mayoría de las veces homogeneiza algo en un principio irrepresentable en la pantalla. Quizás el ejemplo más explícito de esto sea la película La vida es bella (1997).
Quizás podamos extender este argumento a algunas producciones más recientes, como Jojo Rabbit (2019) y 1917 (2019). En estos casos, volvemos a tener la reformulación de un complot bélico que ya no escandaliza a nadie. Si Adorno problematizó el hacer artístico post-Auschwitz, esta tradición cinematográfica disuelve la tensión y toma como tema la barbarie –ya que, al menos, Kapo (1960), de Gillo Pontecorvo. En el momento de su publicación, Jacques Rivette ya estaba escribiendo en las páginas de Cahiers du Cinéma que el realismo absoluto, o el que pueda tomar su lugar en el cine, es aquí imposible. Según él, “todo intento en este sentido es necesariamente inacabado (“por lo tanto inmoral”), todo intento de reconstitución o de maquillaje irrisorio y grotesco, todo acercamiento al “espectáculo” deriva del voyerismo y la pornografía” (RIVETTE, 1961).
Para Fredric Jameson, este regreso casi obsesivo al modernismo realizado después de la guerra expresaría también la esencia misma de la estética del posmodernismo, ahora caracterizada ya no por la típica búsqueda moderna de alcanzar lo sublime, sino por una insistencia impotente en lo bello. mientras que decorativas y superficiales, ejemplificadas en producciones artísticas que priorizan la belleza sensorial como “el núcleo del problema” (JAMESON, 2001, p.129). Podemos incluir las películas mencionadas como exponentes de esta misma tendencia, en lo que Fredric Jameson llamó “películas de nostalgia”.
Al reapropiarse de temas y atractivos visuales típicos de las películas tradicionales, esta cinematografía termina construyendo estéticamente un “mundo real” en el que “la imagen es solo una simulación”. De este modo, estas películas crean una mirada pictórica en una sucesión de “anacronismos mágico-realistas” que se convierten en una “cadena interminable de pretextos narrativos en los que solo están disponibles las experiencias disponibles en el momento” (Ídem, p. 135). Así, “nos vemos condenados a buscar el pasado histórico a través de nuestras imágenes Deliciosos y nuestros estereotipos al respecto, el pasado mismo quedando para siempre fuera de nuestro alcance” (JAMESON, 1985, p.21).
La “historicidad sin historia” que expresan tales producciones culturales están también marcadas por un cierto carácter esquizofrénico. Según Jameson, el concepto de esquizofrenia, restringido aquí a su dimensión estética, resume bien la percepción específica del tiempo establecida hoy: se rige por un montón de significados dispares e inconexos, en los que la intensidad del presente se reduce a la imagen. intensidad. Es así como se afecta la experiencia subjetiva de la temporalidad que caracteriza a la posmodernidad, pues ya no se percibe la persistencia de la identidad personal a través del tiempo. Así, comenzamos “a vivir en un presente perpetuo, con el que los diversos momentos de su pasado tienen poca conexión y en el que no se vislumbra un futuro en el horizonte” (Idem, p.22). La consecuencia de esto es que la experiencia del presente se vuelve abrumadora y total, sumergida en un mundo de alta intensidad – como vimos anteriormente, la realidad trata de imitar las imágenes, y no al revés.
4.
Si aún queremos salvar la imagen, entonces deberíamos buscar una “relación con el presente que lo desfamiliarice y nos permita esa distancia de la inmediatez” (JAMESON, 1996, p. 290), ahora tan ausente. Recuperar este tipo de historicidad sería entender, al fin y al cabo, el “presente como el pasado de un futuro específico”, trayendo de vuelta el sobresalto y el extrañamiento que produce la preciosa tensión entre lo real y la imagen. Sin embargo, dado el predominio de la imagen estéticamente bella, los filtros que embellecen nuestros rostros y la tradición fetichizada, la llamada posmodernidad nos reserva una sensación de “desconcierto” en la que encontrarnos perdidos es perfectamente normal.
Por ello, se hace urgente prestar atención a las distintas formas de aprehensión de la estética en la contemporaneidad, así como su influencia en las demás esferas de la vida social, especialmente en lo que concierne a la estado de la imagen en la cultura de una sociedad llamada posmoderna. Sin embargo, la crítica de estas imágenes sin contenido ni profundidad debe hacerse con cuidado. Como señala Fredric Jameson, corresponde al crítico encontrar en la misma profusión y hegemonía de la imagen los resquicios para engendrar en ellas potencialidades que apunten a una alteridad que va más allá de lo representado, que lo pone en jaque.
No deberíamos recurrir a un “llamado nostálgico” y apología de una modernidad que nunca regresa, ni abrazar una “denuncia edípica” totalizadora de las características represivas y trasnochadas de la modernidad, que a su vez cae en un ineludible nihilismo infructuoso. De hecho, corresponde a la crítica cultural contemporánea insistir en la construcción de una nueva relación entre las imágenes y el mundo que representan, una relación que pueda producir lo nuevo y dar espacio a lo no idéntico, es decir, a lo que no se subsume bajo la norma.
En estos términos, podríamos apostar por una eficiente política cultural contemporánea que dirija democráticamente la cultura y el arte en una dimensión verdaderamente estética, es decir, motivada a producir imágenes que inviertan la lógica dominante. En otras palabras, se necesitaría un compromiso para explorar las nuevas posibilidades de lo bello y lo sublime que pueden ir más allá de lo nuevo y lo viejo. vendimia. Apostando por su potencia, Fredric Jameson afirma que “la belleza puede desempeñar este papel subversivo”, pero “sólo en la medida en que escapa a su mero uso, a su transformación en un bien de consumo” (JAMESON, 1996, p. 136).
Esto significaría encontrar en la belleza un poder crítico que no se doblegue a la tradición para imitarla y que no estetice la realidad ni transforme su representación en pastiche. Identificando las tendencias de la cultura en la posmodernidad, debemos encontrar en sí mismas sus posibilidades subversivas, casi como en una operación dialéctica que supera sus elementos regresivos manteniendo, ahora en un nuevo desdoblamiento, su poder crítico.
Por lo tanto, sería importante aprender cómo hacer que lo bello camine por estos nuevos caminos y cómo operar la metamorfosis de las imágenes en imagen, es decir, como aquello que contiene algo más allá de lo que se ve. En un momento determinado de El idiota (1869), de Fyodor Dostoievski, pregunta al príncipe Myshkin, el personaje principal de la novela: “Príncipe, ¿es cierto que una vez dijiste que la “belleza” salvará al mundo? […] ¿Cuál es la belleza que salvará al mundo? (DOSTOIÉVSKI, 2015, p.428-429).
Para la contemporaneidad, encontrar esta respuesta es mucho menos importante que suscitar incesantemente la reflexión que genera la pregunta. En un juego de ensayo y error surgen prácticas que, en las fisuras de la industria cultural, producen imágenes cuya fuente de autoridad no es su propio dominio cosificado y supuestamente autónomo, sino la respuesta artística -y por tanto crítica- que dan a lo que no lo digas, yo respeto el arte, pero va más allá.
*Lucas Fiaschetti Estévez es estudiante de doctorado en sociología en la USP.
Referencias
ADORNO, Teodoro. Prismas: crítica cultural y sociedad. São Paulo: Editora Ática, 2001.
ADORNO, Teodoro. teoría estética. Lisboa: Ediciones 70, 2008.
BAUDRILLARD, Jean. Simulacra y simulación. Lisboa: Editora Relógio D´água, 1991.
BAUDRILLARD, Jean. Pantalla completa. Porto Alegre: Editora Salma, 2005.
DEBORD, Guy. La Sociedad del Espectáculo. Río de Janeiro: Contrapunto, 1997.
DIDI-HUBERMAN, Georges. Cuando las imágenes tocan la realidadyo Publicación: Belo Horizonte, v.2, n.4, p.204 – 2019, Nov.2012.
DOSTOIEVSKY, Fiodor. El idiota. São Paulo: Editora 34, 2015.
JAMESON, Federico. Posmodernidad y sociedad de consumo. En: Nuevos Estudios CEBRAP, São Paulo, nº12, pp.16-26, jun. 1985.
JAMESON, Federico. Posmodernismo, la lógica cultural del capitalismo tardío. São Paulo: Editora Ática, 1996.
JAMESON, Federico. La cultura del dinero: ensayos sobre la globalización. Petrópolis: Editora Vozes, 2001.
MARCUS, Herbert. la dimensión estética. Lisboa: Ediciones 70, 2016.
RIVETTE, Jacques. De la abyección. Cahiers du Cinéma 120, 1961.
SONTAG, Susana. Enfrentando el dolor de los demás. São Paulo: Companhia das Letras, 2003.
Nota
[i] referencia del libro 24/7: El capitalismo tardío y los fines del sueño (2013), de Jonathan Crary.
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