granja desesperada

Imagen: Joel Kueng
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por ALEXANDRE ARAGÃO DE ALBUQUERQUE*

Indiferencia ante el sufrimiento que atormenta la vida de 33 millones de brasileños

“Cuando tu barco, amarrado demasiado cerca del puerto, te deja la impresión engañosa de ser un hogar, cuando tu barco comienza a echar raíces en el estancamiento de los muelles, echado a la mar adentro. Es necesario salvar, a toda costa, el alma viajera de tu barca y tu alma peregrina”.

A fines de la década de 1960, en plena dictadura militar brasileña, el entonces arzobispo católico de Recife, Dom Hélder Câmara, en su búsqueda por comprender la escalada de violencia en la situación neocolonial de ese período, en el que las poblaciones de América Estados Unidos fueron sometidos al yugo de las fuerzas armadas nacionales en obediencia al imperio estadounidense, publicó un estudio titulado espiral de violencia (Ed. Sigueme) señalando la injusticia estructural como una forma de violencia básica, practicada tanto entre naciones desarrolladas y subdesarrolladas, como dentro de “naciones neocolonizadas”, donde la clase dominante oprime a la población en general.

En tales situaciones, los grupos gobernantes nacionales colaboran con gobiernos, bancos y corporaciones internacionales en la explotación de sus propios países, buscando beneficiarse de dicha explotación. Este estudio sigue siendo de gran actualidad ante la violencia a la que estamos sometidos, desde el golpe híbrido de 2016, profundizado sin piedad con la llegada del bolsonarismo al poder central.

Tanto en términos etimológicos como en un sentido básico de valores, el término “violencia” está relacionado con el latín violar (violar). De esta forma, todo lo que atente contra otra persona, en el sentido de dañarla, irrespetarla, abusar de ella o (des)reconocerla, con daño físico o no, puede entenderse como un acto de violencia. Así, la definición genérica básica de violencia puede ser pensada como una violación del estado de la persona.

Asimismo, en el caso de gobiernos autoritarios donde prevalecen situaciones de continua excepción al estado de derecho, en las cuales las instituciones democráticas y republicanas se encuentran constantemente amenazadas, incapaces de actuar adecuadamente en la defensa de los derechos humanos, el uso de la fuerza por parte del Estado como forma de solución de los conflictos sociales y económicos se presenta como violencia abierta, en la medida en que los ciudadanos son objeto de la voluntad discrecional de los grupos en el poder y de la estructura autoritaria que de ello resulta.

Un ejemplo reciente es la muerte, a finales de mayo, de Genivaldo de Jesús Santos, de 38 años, padre de dos hijos, aquejado de esquizofrenia, quien se encontraba solo y desarmado, brutalmente torturado y asesinado por asfixia dentro de un vehículo de la Policía de Caminos Federal, transformado en cámara de gas, al estilo del nazismo alemán, a plena luz del día, frente a varias personas en Umbaúba, en la costa de Sergipe. Como nos recuerda la canción de Marcelo Yuka (O Rappa), “toda furgoneta tiene un poco de barco negrero”. De hecho, en un país donde el Presidente de la República proclama héroe al torturador Brilhante Ustra, la tortura se convierte en un referente para la imaginación y la acción cotidiana de quienes ostentan el monopolio de la fuerza, configurando el peor de los mundos.

La cuestión de la violencia, por lo tanto, no comienza con el agente individual. Por el contrario, la violencia se estructura muchas veces en la situación socio-histórica en la que vive el individuo. Además, la injusticia estructural puede ser tan dominante que no se permite ninguna manifestación de indignación contra la fuente de la injusticia, favoreciendo la violencia interpersonal, que se institucionaliza literalmente, a través de la ira de los agentes de poder y los estallidos sociales contra otras personas atrapadas por tal situacion.

Este es el caso del indigenista Bruno Pereira y el periodista Dom Philipps, brutalmente asesinados en la región de Vale do Javari, víctimas de bandas de depredadores en la Amazonía.

Como nos recuerda el escritor y activista social Thomas Merton (1915-1968), cuando el poder opresivo está cuidadosamente bien establecido, no siempre necesita recurrir abiertamente a los métodos bestiales de la fuerza manifiesta, ya que logra obligar a las personas a vivir en condiciones de abyección. , la impotencia y la miseria, que los mantienen en el nivel subhumano. Es un sistema completamente violento para obligar a las personas a vivir en un nivel infrahumano y constreñirlas de tal manera que no tienen esperanza de escapar de sus condiciones, sobreviven permanentemente en la desesperación. E incluso aquellas personas que aparentemente predican formas de pacifismo o benevolencia, al colaborar con tal sistema de opresión, ejercen la violencia. (Fe y violencia. Prensa de la Universidad de Notre Dame).

La semana pasada tuvimos acceso a la “II Encuesta Nacional sobre Inseguridad Alimentaria en el Contexto de la Pandemia del Covid-19 en Brasil”, formulada, realizada y coordinada por la Red PENSSAN, dirigida por el Doctor en Economía Renato S. Maluf, realizada del Instituto Vox Populi, con el objetivo de contribuir al conocimiento y debate con base científica de la realidad social del país en materia de Seguridad Alimentaria (SA) de la población. La relevancia de este aporte es aún mayor ante la ausencia de encuestas oficiales en el gobierno bolsonarista con la periodicidad requerida para monitorear esta, que es la condición central de una vida digna y saludable.

La determinación de desmantelar el paquete de políticas sociales y leyes laborales efectivas fue inaugurada, como primer acto del gobierno bolsonarista, por la Medida Provisional 870, del 1 de enero de 2019, que extinguió, entre otras estructuras de política pública, la Secretaría Especial de la Familia. Agricultura y Desarrollo Agrario, la Secretaría Especial de Acuacultura y Pesca, la Secretaría Especial de la Micro y Pequeña Empresa y el CONSEA (Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional) que, según Rafael Zavala, Representante de la FAO en Brasil, jugó un papel fundamental en las políticas de combate al hambre impulsadas por los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) – Lula (2003/2010), Dilma (2011-2016) – haciendo que Brasil alcance la victoria de salir del mapa del hambre. Todo este desmantelamiento sumado a la recesión instalada en el país, debido al PEC da Morte que congeló el Gasto Público por 20 años, provocando una enorme pérdida de empleos, traduciéndose en el crecimiento de la pobreza, con el regreso de la inflación en los precios de los alimentos. y combustibles, acentuó la desigualdad social y económica estructural, llevando a la pobreza a los grupos sociales y regiones históricamente más afectados.

Los resultados presentados por la II Encuesta muestran que el 36,8% de las familias tienen un ingreso per cápita promedio de hasta ½ salario mínimo; en el 14,3% de los hogares había al menos un residente buscando trabajo; para agravar la situación de vulnerabilidad, en el 42,5% de las familias la persona victimada por el Covid-19 contribuyó a sufragar los gastos familiares; El 57,1% de los hogares, dado el contexto, tuvo que recortar gastos esenciales; y la situación de las personas que padecen Inseguridad Alimentaria Severa (IA Severa) se ha disparado de 15,5 millones de personas a finales de 2020 a 33,1 millones ahora en 2022, paradójicamente en un país que es el mayor exportador de cereales del planeta.

Como se muestra, la violencia estructural tiene sus raíces en condiciones históricas concretas. Si millones de personas mueren de hambre cuando es claramente evitable, como sucedió en los gobiernos del PT con sus políticas transversales de seguridad alimentaria/valorización real del salario mínimo/desarrollo de la agricultura familiar/modelo desarrollista orientado al pleno empleo/transferencia de ingresos, entonces violencia se perpetra y las consecuencias de la miseria instalada son resultado del sistema social y financiero implementado con el golpe de 2016, destinado a desarrollar un poder desigual para ofrecer oportunidades desiguales a los miembros de la sociedad nacional.

En los gobiernos del PT, Brasil, como el mayor productor de granos del mundo, se comportó como una granja de esperanza, ofreciendo a todos los brasileños el derecho a la alimentación y la seguridad alimentaria. Con Bolsonaro y el bolsonarismo, Brasil se ha convertido en una granja de desesperación, indiferente al sufrimiento que atormenta la vida de 33 millones de brasileños.

*Alexandre Aragão de Albuquerque Máster en Políticas Públicas y Sociedad por la Universidad Estatal de Ceará (UECE).

 

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