por SELECCIÓN UGO*
El fascismo no es simplemente una respuesta desesperada de la burguesía a una amenaza revolucionaria inminente, sino la expresión de una crisis de alternativas al orden existente.
del fascismo
El fascismo se puede definir clásicamente como una ideología, un movimiento y un régimen. Designa así, en primer lugar, un proyecto político de “regeneración” de una comunidad imaginaria –en general la nación[i]– lo que supone una vasta operación de purificación, es decir, la destrucción de todo lo que, desde el punto de vista fascista, obstruyera esta homogeneidad fantasmal, entorpeciera su quimérica unidad, la distanciara de su esencia imaginaria y disolviera su identidad profunda.
Como movimiento, el fascismo está creciendo y ganando una amplia audiencia, presentándose como una fuerza capaz de desafiar el “sistema” pero también de restaurar la “ley y el orden”; Es esta dimensión profundamente contradictoria de la revuelta reaccionaria, mezcla explosiva de falsa subversión y ultraconservadurismo, la que permite seducir a estratos sociales cuyas aspiraciones e intereses son fundamentalmente antagónicos.
Cuando el fascismo logra conquistar el poder y transformarse en un régimen o más precisamente en un estado de excepción, tiende siempre a perpetuar el orden social, a pesar de sus pretensiones “antisistema” ya veces incluso “revolucionarias”.
Esta definición permite establecer una continuidad entre el fascismo histórico, el del período de entreguerras y lo que llamaremos neofascismo, es decir, el fascismo de nuestro tiempo. Como veremos más adelante, afirmar tal continuidad no implica estar ciego a las diferencias en los contextos.
crisis de hegemonía
Si su supuesto ascenso se da en un contexto de crisis estructural del capitalismo, inestabilidad económica, frustraciones populares, profundización de los antagonismos sociales (de clase, raza y género) y pánico identitario, el fascismo no entra a la orden del día sólo cuando la política La crisis alcanza un nivel de intensidad que se vuelve insuperable en el marco de las formas establecidas de dominación política, es decir, cuando ya no es posible para la clase dominante asegurar la estabilidad del orden social y político a través de los medios ordinarios asociados a la democracia liberal. ya través de la simple renovación de su personal político.
Así nombró Gramsci crisis de hegemonía (o “crisis orgánica”), cuyo componente central es la creciente incapacidad de la burguesía para imponer su dominación política fabricando un consentimiento mayoritario al orden de las cosas, es decir, sin un aumento significativo del grado de coerción física. En la medida en que el elemento fundamental que caracteriza esta crisis no es el surgimiento impetuoso de luchas populares, mucho menos un levantamiento que crearía profundas fisuras en el Estado capitalista, este tipo de crisis política no puede ser caracterizada como una crisis revolucionaria, aunque la la crisis de hegemonía puede, bajo ciertas condiciones, conducir a una situación de tipo revolucionario o prerrevolucionario.
Tal incapacidad se deriva, en particular, de un debilitamiento de los vínculos entre representantes y representados o, más precisamente, de las mediaciones entre el poder político y los ciudadanos. En el caso del neofascismo, este debilitamiento se refleja en el declive de las organizaciones tradicionales de masas (partidos políticos, sindicatos, asociaciones), sin las cuales “sociedad civil” es poco más que un eslogan electoral (pensemos en la famosa “sociedad civil”). personalidades”), promueve la atomización de los individuos y los condena así a la impotencia, haciéndolos accesibles a nuevos afectos políticos, nuevas formas de adhesión y nuevos modos de acción. Ahora bien, este debilitamiento, que hace que la formación de milicias de masas sea en gran medida superflua para los neofascistas, es el producto mismo de las políticas burguesas y de la crisis social que no pueden dejar de engendrar.
En el caso del fascismo de nuestro tiempo (neofascismo), es obvio que son los efectos acumulativos de las políticas seguidas desde la década de 1980, como parte de la respuesta “neoliberal” de las burguesías occidentales a la ola revolucionaria de la década de 1968, que han tenido éxito en todas partes –en diferentes proporciones, según sobre el país- a formas más o menos agudas de crisis política (aumento de los niveles de abstención, desintegración gradual o colapso repentino de los partidos en el poder, etc.), creando las condiciones para una dinámica fascista.
Al lanzar una ofensiva contra el movimiento obrero organizado, al romper metódicamente todos los cimientos del “compromiso social” de la posguerra, que dependía de una cierta relación entre clases (una burguesía relativamente debilitada y una clase obrera organizada y movilizada), la clase dirigente La clase se volvió gradualmente incapaz de construir un bloque social compuesto y hegemónico. Añádase a esto la fuerte inestabilidad de la economía mundial y las dificultades que enfrentan las economías nacionales, que debilitan profunda y severamente el crédito que las poblaciones pueden otorgar a las clases dominantes y su confianza en el sistema económico.
Como la ofensiva neoliberal ha dificultado la movilización en el lugar de trabajo, especialmente en forma de huelga, al debilitar los sindicatos y aumentar la precariedad, este descontento tiende cada vez más a expresarse en otros lugares y de diferentes maneras:
– El abstencionismo electoral crece en todas partes (aunque a veces se reduce cuando una determinada elección está más polarizada) y alcanza niveles a menudo nunca antes vistos;
– Un declive –progresivo o brutal– de una parte importante de los partidos institucionales dominantes (o el surgimiento dentro de ellos de nuevos movimientos y figuras, como el Tea Party y Trump, en el caso del Partido Republicano en Estados Unidos);
– El surgimiento de nuevos movimientos políticos o el surgimiento de fuerzas que alguna vez fueron marginales;
– El estallido de movimientos sociales que se desarrollan fuera de los marcos tradicionales, es decir, esencialmente fuera del movimiento obrero organizado (lo que no quiere decir sin ningún vínculo con la izquierda política y los sindicatos).
Los neofascistas logran, en ciertos contextos nacionales, integrarse en vastos movimientos sociales (Brasil) o provocar ellos mismos movilizaciones masivas (India); también sucede que sus ideas impregnan ciertas franjas de estos movimientos. Sin embargo, esto no suele ser suficiente para que las organizaciones neofascistas se transformen en movimientos militantes de masas, al menos en esta etapa, y las luchas extraparlamentarias tienden más hacia ideas de emancipación social y política (anticapitalismo, antirracismo, feminismo, etc.) que para el neofascismo. Aunque carentes de cohesión estratégica y de un horizonte político común, a veces incluso de demandas unificadas, estas movilizaciones apuntan generalmente al objetivo de ruptura con el orden social y existe una posibilidad concreta de bifurcación emancipatoria.
En todos los casos, el orden político está profundamente desestabilizado. Evidentemente, es en este tipo de situaciones que los movimientos fascistas pueden aparecer -en diferentes grupos sociales y por razones contradictorias- tanto como una respuesta esencialmente electoral (al menos en esta etapa) al declive de la capacidad hegemónica de las clases dominantes, como una alternativa al juego político tradicional.
crisis alternativa
Contrariamente a la idea común (en parte de la izquierda), el fascismo no es una simple respuesta desesperada de la burguesía ante una amenaza revolucionaria inminente, sino la expresión de una crisis de alternativa al orden existente y una derrota de las fuerzas contrahegemónicas. . Si es cierto que los fascistas movilizan el miedo (real o no) a la izquierda y a los movimientos sociales, en realidad es la incapacidad de la clase explotada (proletariado) y de los grupos oprimidos para constituirse en sujetos políticos revolucionarios y vivir una experiencia de transformación social. transformación (incluso limitada) que permite que la extrema derecha se presente como alternativa política y gane el apoyo de grupos sociales muy diversos.
En la coyuntura actual, como en los años de entreguerras, enfrentarse al peligro fascista no sólo significa encabezar luchas defensivas contra el endurecimiento autoritario, las políticas antiinmigratorias, el desarrollo de ideas racistas, etc., sino también (y más profundamente) que los explotados y oprimidos logran unirse políticamente en torno a un proyecto de ruptura con el orden social y aprovechar la oportunidad que les presenta la crisis de hegemonía.
Los dos momentos de la dinámica fascista
En la primera etapa de su acumulación de fuerzas, el fascismo busca dar a su propaganda una apariencia subversiva y presentarse como una revuelta contra el orden existente. Lo hace desafiando tanto a los representantes políticos tradicionales de las clases dominantes (a la derecha) como a las clases dominadas (a la izquierda), todos culpables de contribuir a la desintegración demográfica y cultural de la “Nación” (concebida en una manera fantástica, como una más o menos inmutable): la primera favorecería la “globalización desde arriba” (en palabras de Marine Le Pen), la de las finanzas “cosmopolitas” o “apátridas” (con las connotaciones antisemitas que inevitablemente llevan tales expresiones), mientras que la segunda alimentaría la “globalización desde abajo”, la de los migrantes y las minorías raciales (con toda la gama de xenofobia tradicional inherente a la extrema derecha).
Haciendo de la “Nación” la solución a los crímenes –crisis económica, desempleo, “inseguridad”, etc.– atribuidos invariablemente a lo que él considera ajeno (en particular todo lo que tiene que ver directa o indirectamente con la inmigración), pretende el fascismo ser una fuerza “antisistema” y constituir una “tercera vía”, ni de derecha ni de izquierda, ni de capitalismo ni de socialismo. El fracaso de la derecha y las traiciones de la izquierda dan crédito al ideal fascista de una disolución de las divisiones políticas y los antagonismos sociales en una "Nación" que finalmente es "regenerada" porque está políticamente unificada (en realidad puesta bajo el control de fascistas), ideológicamente unánimes (es decir, privados de cualquier medio de expresión pública de cualquier forma de protesta) y etno-racialmente “purificados”, es decir, liberados de grupos considerados intrínsecamente “ajenos” e “inasimilables”, “inferiores” y “ peligroso".
El hecho es que, en un segundo momento, está lo que podría llamarse su momento “plebeyo” o “antiburgués” (carácter al que el fascismo nunca renuncia del todo, al menos de palabra y que es una de sus especificidades), los líderes fascistas aspiran a forjar una alianza con representantes de la burguesía -generalmente a través de la mediación de partidos o líderes políticos burgueses- para sellar su acceso al poder, utilizar el Estado a su favor (para fines políticos, pero también para el enriquecimiento personal, como todo Las experiencias fascistas han demostrado y regularmente ilustrado por las condenas judiciales de los representantes de la extrema derecha por malversación de fondos públicos), mientras prometía el capital el aniquilamiento de toda la oposición. De las pretensiones iniciales de una “tercera vía”, no queda nada, el fascismo no propone sino hacer funcionar el capitalismo bajo el régimen de la tiranía.
El fascismo y la crisis de las relaciones opresivas
La crisis del orden social se presenta también como una crisis de las relaciones opresivas, una dimensión que es particularmente aguda en el caso del fascismo contemporáneo (neofascismo). La perpetuación de la dominación blanca y la opresión de las mujeres, así como de las minorías de género, se ve de hecho desestabilizada o incluso amenazada por el aumento a escala mundial, muy desigual según los países, DE movimientos antirracistas, feministas y LGBTQI.
Organizándose colectivamente, rebelándose respectivamente contra el orden racista y heteropatriarcal, hablando con voz propia, los no blancos, las mujeres y las minorías de género se convierten en sujetos políticos cada vez más autónomos (lo que de ninguna manera evita las divisiones, especialmente si falta una fuerza política capaz de unificar grupos subordinados).
En respuesta, este proceso no puede dejar de despertar radicalizaciones racistas y sexistas que se despliegan en diversas formas y direcciones, pero que encuentran su plena coherencia política en el proyecto fascista. De hecho, esto articula la representación delirante de un trastorno en curso o que ya está ocurriendo en las relaciones de dominación (con estas variadas mitologías de "dominación judía", "el gran reemplazo", "colonización inversa", "racismo anti-blanco", "feminización de la sociedad" , etc.) a la voluntad fanática de los grupos opresores de mantener, a toda costa, su dominio.
Si la extrema derecha se opone a los movimientos y discursos feministas en todas partes, si nunca rompe con una concepción esencialista de los roles de género, a veces puede, según las necesidades políticas y los contextos nacionales, adoptar una retórica en defensa de los derechos de las mujeres y las minorías sexuales. Luego llegan a silenciar algunas de sus posiciones tradicionales (prohibición del aborto, criminalización de la homosexualidad, etc.), y a enriquecer la gama del discurso nacionalista con nuevos tonos: esto hará “extranjeros”[ii]los responsables de la violencia que sufren las mujeres y los homosexuales. El nacionalismo femenino y el nacionalismo homo permiten así llegar a nuevos segmentos del electorado, ganar respetabilidad política y, en el proceso, desviar cualquier crítica sistémica al heteropatriarcado.
Fascismo, naturaleza y crisis medioambiental
La crisis del orden existente no es simplemente económica, social y política. También se presenta, en particular debido al cambio climático actual, como una crisis ambiental.
El neofascismo en la actualidad aparece dividido por los fenómenos morbosos asociados al Capitaloceno. La mayoría de los movimientos, ideólogos y líderes neofascistas minimizan el calentamiento global, o incluso lo niegan abiertamente, defendiendo una intensificación del extractivismo (carbofascismo). Por otra parte, ciertas corrientes que pueden calificarse de ecofascistas pretenden constituir una respuesta a la crisis ambiental, pero no hacen más que revivir y componer como “ecología” las viejas ideologías reaccionarias del orden natural, aún asociadas a las ideas tradicionales de performances y jerarquías (de género en particular), pero también de comunidades orgánicas cerradas, en nombre de la “pureza racial” o con el pretexto de la “incompatibilidad de culturas”. Asimismo, suelen utilizar la supuesta urgencia del desastre para apelar a soluciones ultraautoritarias (ecodictaduras) y racistas (su neomaltusianismo justifica casi siempre, según ellos, una creciente represión de los migrantes y una prohibición casi total de Si estos últimos siguen siendo mayoritariamente minoritarios frente a los primeros y no forman corrientes políticas de masas, es innegable que sus ideas se desarrollan y permean el sentido común neofascista, de manera que emerge una ecología de la identidad como campo ambiental de lucha para los antifascistas. Esta división también se refiere a una tensión intrínseca en el fascismo “clásico”, entre un hipermodernismo que exalta la gran industria y la tecnología como marcadores y palancas del poder nacional (económico y militar), y un antimodernismo que idealiza la tierra y la naturaleza como centros de valores auténticos. con el que la Nación debe reconectarse para encontrar su esencia.
Fascismo y orden social
Si el fascismo quiere aparecer como una alternativa al orden existente (y lo logra al menos en parte), si a menudo llega a presentarse como una "revolución" (nacional), no es simplemente la rueda de repuesto del estado de cosas actual. , sino los medios para eliminar toda oposición al capitalismo ecocida, racial y patriarcal; en otras palabras, una auténtica contrarrevolución.
A no ser que tomemos en cuenta su palabra –y así validemos– sus pretensiones de estar del lado de los “pequeños” o de los “no cargos”, de movilizar al “pueblo” y de constituir un programa de transformación social favorable a él, o para adoptar una definición puramente formal/institucional del concepto de “revolución”, convertida simplemente en sinónimo de cambio de régimen, el fascismo no puede ser calificado de “revolucionario”: por el contrario, toda su ideología y toda su práctica del poder tiende hacia la consolidación y reforzamiento, por vía criminal, de relaciones de explotación y opresión. Más profundamente, el proyecto fascista intensifica estas relaciones, para producir un cuerpo social extremadamente jerarquizado (perspectiva de clase y género), estandarizado (desde el punto de vista de las sexualidades e identidades de género) y homogeneizado (desde el punto de vista étnico-racial). . El encarcelamiento y el crimen masivo (genocidio) no son consecuencias fortuitas, sino un potencial inherente del fascismo.
Fascismo y movimientos sociales
El fascismo mantiene una relación ambivalente con los movimientos sociales. En la medida en que su éxito dependa de su capacidad para aparecer como una fuerza “antisistema”, no puede contentarse con oponerse frontalmente a los movimientos de protesta y la izquierda. Así, los fascismos –“clásicos” o actuales– no dejan de tomar prestada parte de su retórica de estos movimientos para conformar una poderosa síntesis política y cultural.
Con este fin, se emplean tres tácticas principales:
– La recuperación parcial de elementos del discurso crítico y programático, pero desprovistos de toda dimensión sistémica y de todo objetivo revolucionario. El capitalismo, por ejemplo, no es criticado en sus fundamentos, es decir, en la medida en que se basa en una relación de explotación (capital/trabajo), presupone la propiedad privada de los medios de producción y también la coordinación por el mercado, pero sólo en en cuanto a su carácter globalizado o financiarizado (lo que permite, como decíamos más arriba, jugar con los viejos tonos antisemitas del discurso fascista clásico, que aún tiene su atractivo entre ciertos sectores de la población). Es comprensible, desde este punto de vista, que las críticas al libre comercio, y más aún la apelación al “proteccionismo”, tengan todas las posibilidades, si no están coherentemente ligadas al objetivo de ruptura con el capitalismo, de fortalecer ideológicamente a la extrema derecha. .
– El desvío de la retórica de la izquierda y de los movimientos sociales para convertirla en un arma contra los “extranjeros”, es decir, contra las minorías raciales. Esta es la lógica de los citados femonacionalismo y homonacionalismo, pero también de la defensa “nacionalista” de la laicidad: aunque la extrema derecha se ha opuesto a lo largo de su historia a los derechos de las mujeres y LGBTQI o al principio de la laicidad, algunas de sus corrientes (en particular, la actual dirección del Front National/Régénération Nationale francés) ahora afirman ser mejores defensores, lo que en este último caso implicaba una redefinición completa del laicismo.
– O la inversión de la crítica feminista o antirracista, al afirmar que los oprimidos se convirtieron en opresores. Por lo tanto, un ideólogo en proceso de aceleración de la fascisización podría afirmar recientemente lo siguiente: “Estamos en un régimen comunitario antiblanco y racialista, en otras palabras, un apartheid inverso” (Michel Onfray, filósofo con éxito mediático). Asimismo, vemos regularmente a Eric Zemmour o Alain Soral (promotores del neofascismo) afirmar que los hombres ahora están dominados por las mujeres y, por lo tanto, se les impide realizar su esencia dominante. Este tipo de discurso es la mejor manera de apelar, sin decirlo explícitamente, a una operación supremacista de “reconquista”, es decir, de afirmación blanca o masculina.
Fascismo y democracia liberal
Los regímenes liberales y fascistas no se oponen como lo harían la democracia y la dominación. En ambos casos se logra el sometimiento de proletarios, mujeres y minorías, se implantan y perpetúan relaciones entrelazadas de explotación y dominación y toda una serie de violencias inevitable y estructuralmente asociadas a estas relaciones; en ambos casos continúa la dictadura del capital sobre la sociedad. Son, en realidad, dos formas distintas de dominación política burguesa, es decir, dos métodos diferentes por los cuales los grupos subordinados pueden ser subyugados e impedido de llevar a cabo una transformación revolucionaria.
El paso a los métodos fascistas siempre está precedido por una serie de renuncias, por parte de la propia clase dominante, a ciertas dimensiones fundamentales de la democracia liberal. Los espacios parlamentarios son cada vez más marginados y eludidos, ya que el poder legislativo es asumido por el ejecutivo y los métodos de gobierno se vuelven cada vez más autoritarios (decretos-leyes, ordenanzas, etc.). Pero esta fase de transición entre la democracia liberal y el fascismo exige, sobre todo, la limitación cada vez mayor de la libertad de organización, reunión y expresión, o incluso del derecho de huelga.
Es sin mucha difusión que se produce el endurecimiento autoritario, que hace descansar cada vez más el poder político sobre el apoyo y la lealtad de los aparatos represivos del Estado, arrastrándolo a una espiral antidemocrática. Así, sobreviene una red de seguridad cada vez más rígida en los barrios obreros e inmigrantes; manifestaciones prohibidas, impedidas o severamente reprimidas; detenciones preventivas y arbitrarias; juicios acelerados de manifestantes y uso creciente de sentencias de prisión; despidos cada vez más frecuentes de huelguistas; reducción del ámbito y posibilidades de acción sindical, etc.
Decir que la oposición entre democracia liberal y fascismo reside en las formas políticas de dominación burguesa no significa que el antifascismo, los movimientos sociales y la izquierda deban ser indiferentes al declive de las libertades públicas y los derechos democráticos. Defender estas libertades y derechos no es sembrar la ilusión de un Estado o una república concebida como árbitro neutral de los antagonismos sociales. Se trata de defender una de las principales conquistas de las clases populares durante los siglos XIX y XX, a saber, el derecho de los explotados y oprimidos a organizarse y movilizarse para defender sus condiciones de trabajo y de vida. Es la base esencial para el desarrollo de la conciencia de clase, feminista y antirracista. Pero también se afirma como una alternativa a la desdemocratización que trae el neoliberalismo en su propio proyecto.
El fascismo trabaja específicamente para aplastar todas las formas de contestación, ya sean revolucionarias o reformistas, radicales o moderadas, globales o parciales. Dondequiera que el fascismo se convierte en una práctica de poder, es decir, en un régimen político, en pocos años o incluso en pocos meses, nada o casi nada queda de la izquierda política, del movimiento sindical, ni siquiera de las formas de organización de las minorías. , o sea, de toda forma estable y cristalizada de resistencia.
Allí, donde el régimen liberal tiende a engañar a los subalternos cooptando a una parte de sus representantes e incorporando a algunas de sus organizaciones en forma de coalición (como participantes minoritarios, sin voz activa) o de negociación (los llamados “sociales”) diálogo” en el que los sindicatos o asociaciones juegan el papel de pretexto) o incluso integrando algunas de sus reivindicaciones, el fascismo pretende destruir toda forma de organización que no pueda asimilarse al estado fascista y eliminar la aspiración misma de organización colectiva fuera el marco de las organizaciones fascistas o de sus allegados. El fascismo se presenta como la forma política que promueve la destrucción casi total de la capacidad de autodefensa de los subalternos, o su reducción a formas de resistencia moleculares, pasivas o clandestinas.
Es necesario señalar, sin embargo, que en esta obra de destrucción, el fascismo no puede obtener la pasividad de gran parte del cuerpo social únicamente por métodos represivos o por discursos dirigidos a uno u otro chivo expiatorio. Sólo puede estabilizar su dominio satisfaciendo los intereses materiales inmediatos de algunos grupos (trabajadores desempleados, pequeños empresarios empobrecidos, funcionarios, etc.), al menos aquellos que, dentro de estos grupos, son reconocidos por los fascistas como “verdaderos nacionales”. En un contexto de abandono de las clases populares por parte de la izquierda, no se debe subestimar la fuerza de atracción de un discurso que promete reservar puestos de trabajo y ayudas sociales a estos llamados “verdaderos nacionales” (que, nunca se dirá basta , que en la visión fascista no se definen por un criterio jurídico de nacionalidad, sino por un criterio de origen, por tanto étnico-racial).
Fascismo, “el pueblo” y acción de masas
Si a veces se califica falsamente al fascismo de "revolucionario" por apelar al "pueblo" o porque intervendría a través de la acción de las "masas", en una analogía superficial con el movimiento obrero, es porque se mezclan cosas muy diferentes bajo los epígrafes "personas" y "acción".
El “pueblo”, como lo entienden los fascistas, no designa un grupo que comparte ciertas condiciones de existencia (en el sentido en que la sociología habla de clases populares), ni una comunidad política que incluye a todos y todos unidos por una voluntad común. de pertenencia, sino una comunidad etno-racial fijada de una vez por todas, reuniendo a los que vendrían de “aquí mismo” (ya sea que el criterio de pertenencia al “pueblo” sea pseudobiológico o pseudocultural). Esto equivale en realidad a un cuerpo social desprovisto de enemigos (el “partido extranjero”, como dicen Drumont y Zemour, los propagandistas fascistas, el primero de fines del siglo XIX al XX y el segundo, en la actualidad).
En cuanto a la acción fascista, oscila idealmente entre expediciones punitivas realizadas por grupos armados (pandillas no estatales o sectores de los aparatos estatales autónomos o en vías de serlo)[iii], la marcha de tipo militar o el plebiscito electoral.
Si el primero afecta a las luchas sociales y, más globalmente, a los subalternos (obreros en huelga/minorías étnico-raciales, mujeres en lucha, etc.), con el fin de desmoralizar al oponente y allanar el terreno para la implantación fascista, el segundo se dirige a fines de producir un efecto simbólico y psicológico masivo, para movilizar afectos a favor del líder, del movimiento o del régimen, mientras que el tercero apunta a ratificar pasivamente, a través de un grupo de individuos atomizados, la voluntad del líder o del movimiento.
Si el fascismo apela efectivamente a las masas, no es para alentar su acción autónoma basada en intereses específicos (políticas de clase) favoreciendo, por ejemplo, formas de democracia directa donde se discute la discusión y la acción colectiva, sino para apoyar a los líderes fascistas y darles un argumento de peso en las negociaciones con la burguesía para acceder al poder. La participación popular en los movimientos fascistas -y más aún en los regímenes- está comandada en su mayor parte por la cúpula para sus fines y en sus formas y presupone la más absoluta deferencia a quienes por su naturaleza estarían destinados a mandar.
Hay, sin embargo, formas de movilización de la base en el primer momento del fascismo, de las ramas plebeyas que proveen sus tropas de choque tomando en serio sus promesas antiburguesas y su pseudo anticapitalismo. Sin embargo, cuando la crisis política se profundiza y la alianza entre fascistas y burgueses entra en vigor, aparecen tensiones entre esta burguesía y la dirección del movimiento fascista. Estos últimos siempre intentarán deshacerse de la dirección de estas milicias.[iv], mientras busca encauzarlos integrándolos al estado fascista en construcción.
En realidad, en lo que se refiere a la acción, el fascismo nunca ha ofrecido a las masas sino la elección entre la obediencia pasiva o vocal a los líderes fascistas y a los manganello[V], la represión, llegando a menudo al punto de la tortura y el asesinato en los regímenes fascistas, incluidos algunos de sus más fervientes seguidores.
Una contrarrevolución póstuma y preventiva.
El fascismo es una contrarrevolución « póstuma y preventiva[VI].Póstuma en tanto se nutre del fracaso de la izquierda política y de los movimientos sociales para estar a la altura de la situación histórica, para constituirse como solución a la crisis política e iniciar una experiencia de transformación revolucionaria. Preventivo, porque pretende destruir de antemano todo lo que pueda nutrir y preparar una futura experiencia revolucionaria: organizaciones explícitamente revolucionarias, pero también movimientos antirracistas, feministas y LGBTQI, lugares de vida autogestionados, periodismo independiente, etc., es decir , la forma más pequeña de impugnación del orden de las cosas.
Fascismo, neofascismo y violencia
Es innegable que la violencia extraestatal en forma de organizaciones paramilitares de masas jugó un papel importante, aunque posiblemente sobreestimado, en el ascenso de los fascistas, lo que los distingue de otros movimientos reaccionarios que no buscaron organizar militarmente a las masas. Ocurre que, al menos en la actualidad, la gran mayoría de los movimientos neofascistas no se construyen a partir de la activación de milicias de masas y no cuentan con tales milicias (a excepción del BJP indio y, en menor medida, en términos de implantación de la pasta, el Jobbik húngaro y el Amanecer Dorado en Grecia).
Hay diferentes hipótesis para explicar por qué los neofascistas no pueden o no quieren construir tales milicias:
– La deslegitimación de la violencia política, particularmente en las sociedades occidentales, lo que llevaría a los partidos políticos que constituyen estructuras paramilitares a la marginalidad electoral;
– La ausencia de una experiencia equivalente a la Primera Guerra Mundial, en términos de brutalización de las poblaciones, es decir, el hábito de ejercer la violencia, que pondría a disposición de los fascistas masas de hombres dispuestos a enrolarse en una perspectiva de ejercer la violencia a través de la milicias armadas fascistas;
– El debilitamiento de la capacidad de los movimientos obreros para estructurar, organizar y supervisar, sindical y políticamente, a las clases populares, lo que hace que los fascistas de nuestro tiempo ya no tengan ante sí un oponente que sería realmente imprescindible doblegar por la fuerza. para defenderse, imponerse, lo que requeriría un aparato de violencia de masas;
– El hecho de que los Estados son hoy mucho más poderosos y poseen instrumentos de vigilancia y represión de una sofisticación incomparable a la de los Estados de entreguerras, y así los fascistas de hoy pueden sentir que la violencia del Estado es suficiente para aniquilar, físicamente, si es necesario, cualquier forma de oposición;
– Finalmente, el carácter estratégicamente crucial de los neofascistas para distinguirse de las formas más visibles de continuidad con el fascismo histórico y, en particular, con esta dimensión de violencia extraestatal. Es necesario recordar, desde este punto de vista, que el “Frente Nacional” fue creado en 1972 en Francia a partir de una estrategia de respetabilidad desarrollada e implementada por los líderes del “Nuevo Orden”, una organización innegablemente neofascista.
Estas hipótesis nos permiten insistir en que la formación de milicias de masas se hizo necesaria y posible para los movimientos fascistas en el contexto muy particular del período de entreguerras.
Pero ni la formación de bandas armadas, ni siquiera el uso de la violencia política, constituyen la peculiaridad del fascismo, ya sea como movimiento o como régimen: no es que no estén centralmente presentes, pero otros movimientos y otros regímenes, que no pertenecen al constelación del fascismo, recurrió a la violencia para ganar o mantener el poder, a veces matando a decenas de miles de opositores (sin mencionar el uso legítimo de la violencia por parte de los movimientos de liberación).
La dimensión más visible del fascismo clásico, las milicias extraestatales son, en realidad, un elemento subordinado a la estrategia de los líderes fascistas, quienes las utilizan tácticamente de acuerdo con las exigencias que les impone el desarrollo de sus organizaciones y la conquista legal de el poder político que asumen, desde el período de entreguerras, y más aún hoy, para parecer un tanto respetable, manteniendo a raya las formas más visibles de violencia. La fuerza de los movimientos fascistas o neofascistas se mide entonces por su capacidad para hacer frente, según la situación histórica, a tácticas legales y violentas, «guerra de posición» y «guerra de movimiento», utilizando las categorías de Gramsci.
El proceso de fascitización
La victoria del fascismo es el producto conjunto de una radicalización de sectores enteros de la clase dominante, por temor a que la situación política se les escape, y un atrincheramiento social del movimiento, las ideas y los afectos fascistas. Contrariamente a una representación común, muy adecuada para absolver a las clases dominantes y las democracias liberales de sus responsabilidades en el ascenso de los fascistas al poder, los movimientos fascistas no conquistan el poder político como una fuerza armada toma una ciudadela, por una acción puramente externa a sí misma. tomar, como un ataque militar. Si por lo general logran obtener el poder por la vía legal, lo que no quiere decir sin derramamiento de sangre, es porque esta conquista está preparada por todo un período histórico al que se puede referir con la expresión fascismo.
Sólo al final de este proceso puede emerger el fascismo –obviamente hoy sin decir su nombre, y disfrazando su proyecto, dado el oprobio universal que envuelve las palabras “fascismo” y “fascista” desde 1945, ambas como (falso ) alternativa a varios sectores de la población y como solución (real) para una clase dominante presionada políticamente. Es entonces que, de un movimiento esencialmente pequeñoburgués, puede convertirse en un verdadero movimiento de masas, interclasista, aunque su núcleo sociológico, que lo sustenta, siga siendo la pequeña burguesía: pequeños trabajadores independientes, profesiones liberales, ejecutivos medianos.
formas de fascitización
El fascismo se expresa de múltiples formas, a través de una amplia variedad de “síntomas morbosos” (para usar nuevamente la expresión de Gramsci), pero se pueden destacar dos vectores principales: el endurecimiento autoritario del Estado y el auge del racismo. Si lo primero evidentemente tiene como principal campo de expresión los aparatos represivos del Estado (con este actor específico de fascismo constituido por los sindicatos policiales), no debemos olvidar la responsabilidad primaria de los líderes políticos, en el caso francés desde Sarkozy y Hortefeux hasta Macron y Castaner vía Hollande y Valls (PS). Y si la violencia policial forma parte de la larga historia del Estado y la policía, es la crisis de hegemonía, es decir, el debilitamiento político de la burguesía, que la hace cada vez más dependiente de su policía, lo que aumenta su fuerza, pero también su autonomía. , este último[Vii]: el Ministro del Interior ya no tiende a dirigir y controlar a la policía, sino a defenderla a toda costa, aumentando sus recursos, etc.
El auge del racismo combina también la larga historia del Estado francés, antigua potencia imperial en la que la opresión colonial y racial ocupaba –y sigue ocupando– un lugar central, y la breve historia del campo político. Ante la crisis de hegemonía, la extrema derecha y sectores de derecha – en el entendido de que estas fuerzas políticas representan distintas fracciones de clase – tienen el proyecto de solidificar una almohadilla blanca, capaz de traer una forma de compromiso social a una base étnico-racial, a través de una política de desalojo sistemático de los no blancos o, en otras palabras, preferencia racial. Además, al enfatizar constantemente el peligro que los migrantes y las mujeres musulmanas representarían para el orden público, pero también para la integridad cultural de la “Nación”, estas fuerzas justifican la licencia otorgada a las fuerzas policiales en los barrios de inmigración y contra las mujeres migrantes, el aumento en la represión de los movimientos sociales, en una palabra, el autoritarismo estatal. Así, podemos hablar, en palabras del escritor y líder negro Aimé Césaire – de una desenfreno, proceso de salvajismo- de la clase dominante, que se manifiesta sobre todo a través de prácticas y dispositivos de represión dirigidos primero contra las minorías étnico-raciales y luego contra las movilizaciones sociales (chalecos amarillos, sindicatos, antirracistas, antifascistas, ambientalistas, etc. ). Pero también está surgiendo salvajismo, cada vez más común, en forma de declaraciones públicas (imagínense lo que se dice en privado…): Pensamos en este ex Ministro de Educación Nacional e intelectual omnipresente en los medios, en este caso Luc Ferry, llamando a la la policía a “usar sus armas” contra los chalecos amarillos; pensemos en este enjambre de ideólogos, siendo Zemmour solo el árbol que esconde el bosque, que hizo de la islamofobia mediática y editorial una industria en auge.
¿Qué significa fascitización estatal?
La fascisización estatal no debe pues reducirse en ningún caso, especialmente en la primera fase que precede a la conquista del poder político por los fascistas, a la integración o aparición de elementos fascistas reconocidos como tales en los aparatos de mantenimiento del orden (policía, ejército, justicia , prisiones). Por el contrario, funciona como una dialéctica entre las transformaciones endógenas de estos aparatos, resultado de las elecciones políticas realizadas por los partidos burgueses durante casi tres décadas (todas orientadas a la construcción de un “Estado penal” sobre las cenizas del “Estado social”). ”, para usar las categorías de Loïc Wacquant), y el poder político -principalmente electoral e ideológico en esta etapa- de la extrema derecha organizada.
En pocas palabras, la fascinación de la policía no se expresa y no puede explicarse principalmente por la presencia de militantes fascistas en ella, o por el hecho de que los policías votan masivamente por la extrema derecha (en Francia y en otros lugares), sino por su fortalecimiento y empoderamiento (en particular de los sectores responsables de las más brutales tareas de mantenimiento del orden, en los distritos de inmigración, contra las mujeres migrantes y, secundariamente, en las movilizaciones). En otras palabras, la policía se está emancipando cada vez más del poder político y de la ley, es decir, de cualquier forma de control externo (por no hablar del control popular indetectable).
La policía, por lo tanto, no se vuelve fascista en su funcionamiento, solo porque habría sido devorada gradualmente por las organizaciones fascistas. Al contrario, es porque todo su funcionamiento se fascistiza –obviamente en mayor o menor grado según el sector– por lo que a la extrema derecha le resulta tan fácil difundir sus ideas en él y arraigarse. Esto es particularmente visible debido al hecho de que no hemos asistido en los últimos años a una progresión en la policía del sindicato directamente vinculada a la extrema derecha organizada (Policía de Francia-Policía Indignada), sino a un doble proceso: el surgimiento de movilizaciones fraccionales provenientes de la base (pero cubiertos por la parte superior, en el sentido de que no estaban sujetos a ninguna sanción administrativa); y la radicalización derechista de los principales sindicatos policiales (Alianza SGP-FO y Unidad Policial).
Un proceso contradictorio e inestable
El proceso de fascistización es eminentemente contradictorio, pues parte en primer lugar de la crisis de hegemonía y del endurecimiento de los enfrentamientos sociales, y, por tanto, es altamente inestable. Este no es de ninguna manera un camino real para el movimiento fascista.
La clase dominante puede, en efecto, lograr en determinadas circunstancias históricas provocar el surgimiento de nuevos representantes políticos, integrar ciertas demandas de los subalternos y, así, construir las condiciones para un nuevo compromiso social (que permita no tener que ceder el poder político). poder a los fascistas para mantener su poder económico)[Viii]Sin embargo, es poco probable que las clases dominantes sean conducidas, en el contexto actual, a aceptar nuevos compromisos sociales sin una secuencia de luchas de alta intensidad que impongan un nuevo equilibrio de poder menos desfavorable para las clases populares.
Si el proceso de fascistización no necesariamente termina en fascismo, es también porque el movimiento fascista, al igual que las clases dominantes, se enfrenta a la izquierda política ya los movimientos sociales. El éxito de los fascistas depende en última instancia de la capacidad -o, por el contrario, la impotencia- de los subordinados para invertir victoriosamente en todos los campos de la lucha política, para constituirse como sujeto político autónomo e imponer una alternativa revolucionaria.
Tras una victoria electoral de los fascistas: tres escenarios
Si la conquista del poder político por parte de los fascistas -generalmente por medios legales, repitamos- es una victoria crucial para ellos, no es la última palabra de la historia. Un período de lucha comienza necesariamente al día siguiente de esta victoria, lo que puede suceder -dependiendo del equilibrio de poder político y social, de las luchas libradas o no, dependiendo de si son victoriosas o derrotadas-:
– ya sea para la construcción de una dictadura fascista o de policía militar (cuando los movimientos populares sufran una derrota histórica y la burguesía esté políticamente muy debilitada o dividida);
– ya sea por la normalización burguesa (cuando el movimiento fascista es demasiado débil para construir un poder político alternativo y hay una respuesta popular importante, pero no suficiente para ir más allá de una victoria defensiva);
– o en una secuencia revolucionaria (cuando el movimiento popular es lo suficientemente fuerte como para reunir a importantes fuerzas sociales y políticas a su alrededor y enfrentarse a las fuerzas burguesas y al movimiento fascista).
del antifascismo hoy
Si el antifascismo aparece, ante todo, como una reacción al desarrollo del fascismo, por tanto una acción defensiva o de autodefensa (popular, antirracista, feminista), no puede, sin embargo, reducirse al cuerpo a cuerpo. combate con grupos fascistas; y más aún porque las tácticas de construcción de movimientos fascistas en nuestro tiempo dan menos espacio a la violencia de masas –salvo sin duda en la India, como decíamos más arriba– que en el caso del fascismo “clásico”. (ver tesis 15). El antifascismo hace de la lucha política contra los movimientos de extrema derecha un eje central de su lucha, pero también debe fijarse la tarea de promover la acción común de los subalternos y de detener el proceso de fascisización, es decir, de socavar el poder político. condiciones y marcos ideológicos en los que estos movimientos puedan prosperar, arraigarse y crecer, destruyendo todo lo que promueva la propagación del veneno fascista en el cuerpo social. Sin embargo, si tomamos en serio esta doble vocación del antifascismo, entonces debe concebirse, no como una lucha monotemática contra la extrema derecha organizada, que funcionaría independientemente de otras luchas (sindicalista, anticapitalista, feminista, antifascista). racista, ambientalista, etc.), sino como el reverso defensivo de la lucha por la emancipación social y política, o lo que Daniel Bensaïd llamó la política de los oprimidos.
Evidentemente, no se trata de condicionar la formación de un frente antifascista a la adhesión a un programa político completo y preciso, lo que significaría, en realidad, renunciar a cualquier perspectiva unitaria, ya que entonces se trataría de que cada fuerza imponga sus propios proyectos políticos y estratégicos para los demás. Sería aún más impropio exigir a quienes aspiran a luchar aquí y ahora contra el fascismo o las dinámicas de fascismo antes mencionadas, que presenten patentes de militancia revolucionaria. Sin embargo, el antifascismo no puede tener como única brújula la oposición a las organizaciones de extrema derecha si realmente aspira a derrotar no sólo a estas organizaciones, sino también y sobre todo a las ideas y afectos fascistas que se difunden y arraigan mucho más allá. No puede dejar de hacer la conexión entre la lucha antifascista, la necesidad de romper con el capitalismo racial, patriarcal y ecocida, y el objetivo de otra sociedad (que llamaremos ecosocialista).
El caso es complejo, porque no basta que el antifascismo haga valer su feminismo o antirracismo, critique el neoliberalismo o llame a la defensa del “laicismo”, para revelar el carácter reaccionario del neofascismo. En la medida en que la extrema derecha se ha apropiado de al menos una parte del discurso antineoliberal, tiende cada vez más a adoptar una retórica en defensa de los derechos de las mujeres, utiliza un pseudo-antirracismo en defensa de los "blancos" y se posiciona como protector del laicismo, el antifascismo no puede contentarse con fórmulas vagas sobre el tema. Debe precisar obligatoriamente el contenido político de su feminismo y su antirracismo, o incluso explicar qué debe entenderse por “laicismo”, so pena de dejar puntos ciegos en los que los neofascistas nunca dejan de ubicarse (“Femonacionalismo”, denuncia de “racismo antiblanco” o falsificación/instrumentalización del laicismo), sino también so pena de quedar rezagados frente a los neoliberales (que tienen su propio “feminismo”, el del 1%, y su “antirracismo moral”, generalmente en la forma de un llamamiento a la tolerancia mutua). Asimismo, debe clarificar el horizonte político de su oposición al neoliberalismo o de su crítica a la Unión Europea, que no puede ser el de un “buen” capitalismo nacional finalmente regulado.
Además, los últimos años han puesto de manifiesto la necesidad de que el antifascismo se involucre de lleno en la batalla política –necesariamente unitaria– contra la presión del autoritarismo. Que se pronuncien estos últimos contra miles de musulmanes, arrastrados por el fango, perseguidos, vigilados, discriminados, descalificados públicamente, a veces detenidos, por ser sospechosos de “radicalización” (constituyéndose por tanto en “enemigo de la Nación”, real o potencial). , contra los migrantes (privados de derechos y hostigados por la policía), contra los vecinos de los barrios de inmigración (atravesados por los sectores más fascistas de las fuerzas represivas, que gozan de una impunidad casi total), o contra las movilizaciones sociales cada vez más reprimidas por la policía y por los tribunales (movimiento contra la legislación laboral, chalecos amarillos, etc.).
Vemos cómo el desafío para el antifascismo no es simplemente forjar alianzas con activistas de otras causas, lo que dejaría inalterable a cada socio, sino redefinir y enriquecer el antifascismo desde perspectivas que surjan en unión, anticapitalismo, antirracismo. , luchas feministas o ecologistas, alimentando estas últimas con perspectivas antifascistas. Es en esta condición que el antifascismo podrá renovarse y progresar, no como una lucha sectorial, un método particular de lucha o una ideología abstracta, sino como un sentido común que permea e involucra a todos los movimientos de emancipación.
*Palet Ugo es profesor de sociología en la Universidad de Lille. Autor, entre otros libros, de La posibilidad del fascismo (La Découverte, París, 2018).
Traducción: Lidia Codo
Publicado originalmente en la revista electrónica Contratiempo.
Notas
[i] La civilización –“blanca” o “europea”– también puede desempeñar este papel, así como la raza (“aria” en la ideología nazi), incluso si este último referente se volvió políticamente insostenible, a escala masiva, por el genocidio de judíos en Europa, Europa.
[ii] Una categoría muy ampliable ya que incluye a todos aquellos que, tengan o no la nacionalidad del país, no son considerados auténticos nativos (en el caso de Francia, los llamados “nativos franceses”, “verdaderos franceses”, etc. ). Desde este punto de vista, un inmigrante europeo reciente -naturalizado o no- será considerado por la extrema derecha menos extranjero, al menos si es blanco y de cultura cristiana, que un francés nacido en Francia de padres nacidos en Francia. , pero cuyos abuelos habrían venido, por ejemplo, de Argelia o Senegal.
[iii] Mencionemos, en el caso francés contemporáneo, las brigadas anticrimen.
[iv] leer hasta Ascenso Airresistible de Arturo Ui Por Bertolt Brecht.
[V] Nombre dado en italiano al instrumento con el que era golpeado, en particular a los militantes obreros oa cualquiera que se opusiera a los fascistas. O cachiporra y su uso fue objeto de una especie de culto en la Italia fascista.
[VI] Aquí volvemos a la fórmula de Angelo Tasca en su clásico libro Nacimiento del fascismo.
[Vii] Lo que le permite, en el caso de Francia, apuntar directamente a las fuerzas políticas hoy (recordemos la manifestación de los sindicatos policiales frente a la sede de La France Insoumise, una formación política de izquierda, encabezada por Mélanchon) y manifestarse sin autorización, con servicio de armas y vehículos, muchas veces encapuchados, sin sanción administrativa o judicial alguna.
[Viii] El caso de Roosevelt y el New Deal en los Estados Unidos de la década de 1930, que no permitió superar la crisis del capitalismo norteamericano (habría que esperar a la guerra para hacerlo), pero que suspendió dicha crisis.