Noticias falsas y teorías de la conspiración

Imagen: Josué Miranda
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por RENATO ORTIZ*

Es la creencia la que moldea la concepción del mundo, a pesar de las inconsistencias de la realidad.

Las teorías de la conspiración son interpretaciones del mundo, hacen visible lo que supuestamente está oculto. Esta es su virtud, es decir, la cualidad cognitiva capaz de mostrar que las cosas “no son lo que parecen ser”, lo que subyace en una dimensión que escapa a la mirada que sólo se detiene en la superficie de lo que se muestra. En ese sentido, no tienen nada de ilógico, ni de irracional, hay una “razón conspirativa” que justifica y aprehende la lógica del mundo.

Toda teoría es una explicación, la pregunta es de qué tipo de explicación estamos hablando. En el mundo contemporáneo hay impasses, adversidades, desafíos, pero sobre todo imprevisibilidad: guerras, desastres ecológicos, desempleo, pobreza, inseguridad. Ante la incertidumbre, es necesario reafirmar el orden, es el refugio seguro ante las “amenazas” existentes. La teoría codifica y justifica los conflictos latentes, les da sentido.

No se debe esperar un refinamiento intelectual de estas narrativas, son simples y simplistas, entienden que hay un nuevo orden mundial dictado por fuerzas políticas (comunistas, liberales, demócratas) y fuerzas económicas (corporaciones transnacionales) que controlan la vida de las personas. La idea de conspiración se alimenta de la sospecha, de lo que no se ve, privilegia la intención oculta que en principio actuaría en el mundo. Esta concepción idealizada y lineal de la realidad permite identificar a un pequeño grupo de personas, los conspiradores, que serían los responsables de la dominación actual. La “teoría” desnuda el control.

El discurso conspirativo parte de unos supuestos argumentativos. El primero es la existencia de un “nosotros” frente a un “ellos”, las víctimas y los conspiradores. La perspectiva binaria y dicotómica nombra a los virtuosos ya los enemigos a combatir. Hay una especie de fundamento religioso en este tipo de comprensión, como si la vida fuera una batalla incesante entre el bien y el mal. Esto acerca las teorías de la conspiración a las ideologías populistas modernas, me refiero a las actuales, como Donald Trump o Jair Bolsonaro.

Los oponentes son enemigos a los que hay que sacrificar. Este rasgo maniqueo se expresa particularmente en el tipo de lenguaje utilizado en el que la intolerancia se convierte en la estructura gramatical del discurso. Entre nosotros, la lingua franca del boçalnarismo transformó el insulto en argumento discursivo válido (“PTistas”, “sinvergüenzas”, “corruptos”, “ladrones”). Al aprehender al Otro como una amenaza, el sistema de clasificación lo elimina y borra de la vida en sociedad.

Un segundo aspecto se refiere a la naturaleza de los hechos interpretados por el código disponible. De manera sintética, se puede expresar así: “nada existe por casualidad, todo está interconectado”. Los hechos, independientemente de su naturaleza (aunque sean incompatibles), son elementos discretos que adquieren significado cuando se ajustan a la propuesta intelectual que los aprehende. En este sentido, constituyen evidencias que “prueban” la veracidad del marco teórico que las hace inteligibles.

La lógica del pensamiento conspirativo opera a través de la evidencia, sin embargo, esta funciona como un dato de la autenticidad de lo que se quiere demostrar. Una comparación con la novela policiaca, herencia del siglo XIX, una suerte de popularización del espíritu científico, es esclarecedora. El trabajo del detective es separar la pista de la evidencia, las pistas falsas de las verdaderas; los datos a descifrar tienen múltiples configuraciones que atestiguan o engañan a la razón. Hay un margen de error que tensa al personaje de la novela, vive permanentemente en la duda.

Se trata pues de un discurso en el que se intenta separar el trigo de la paja, lo realmente importante de las apariencias. Las teorías de la conspiración funcionan según el principio de causalidad única, presuponen la existencia de una intención en la que el índice se transmuta en evidencia, es la confirmación de la veracidad narrativa. Un ejemplo: la idea de que el hombre nunca ha estado en la luna. La afirmación está respaldada por una evidencia específica: la fotografía de la bandera estadounidense en la superficie lunar. En él se aprecia una pequeña parte plegada, que se percibe como algo “tembloroso”; bueno, no hay viento en la luna, así que la foto fue tomada en algún lugar de la Tierra.

Lo que importa aquí no es el contenido del enunciado, sino la cadena causal del argumento. Si ondea la bandera, la foto es falsa; y se sabe que es falsa porque su falsedad ya estaba asegurada por la teoría postulada antes. Otro ejemplo: durante los hechos del 8 de enero en Brasilia, imágenes muestran a una persona ondeando una bandera del PT. Es decir: “la destrucción del Palácio da Alvorada fue realizada por infiltrados del Partido de los Trabajadores”. En ambos ejemplos, las pistas son detalles deducidos de la teoría, funciona como una especie de oráculo que interpreta “todo lo que pasa” o “todavía podría pasar”.

El corolario de este tipo de argumentación es que no sólo un hecho, sino hechos diferentes y discrepantes pueden aproximarse entre sí. Veamos algunos de ellos “la vacuna contra el covid es mala para la salud”; “las encuestas fueron amañadas en las elecciones presidenciales de 2022”. En principio, nos encontramos ante enunciados desconectados, no existe un nexo común que los unifique.

La validez científica de la vacuna no implica ningún tipo de fraude o éxito electoral; el nivel científico no coincide con la dimensión política. Sin embargo, el pensamiento conspirativo asegura racionalmente una explicación pertinente: “la vacuna y las urnas son parte de una manipulación a escala transnacional y en el caso de Brasil hay un complot que involucra al Supremo Tribunal Federal y fuerzas de izquierda”. La premisa actúa así como instancia de inteligibilidad de hechos aleatorios y la verdad estaría asegurada por la coherencia explicativa que se apropia de ellos.

Esto nos lleva al tema de noticias falsas, ¿cómo entenderlos? Una primera alternativa es considerarlos en su falsedad. Una vez que el mundo se divide entre el “bien” y el “mal”, su uso se vuelve moralmente defendible. El error es una dimensión fortuita de una propuesta más amplia, en otras palabras, el fin justificaría los medios. Si hay que abatir al “enemigo”, lo falso es algo circunstancial, un artificio menor en una batalla mayor.

Esta perspectiva bipolar de la realidad favorece la defensa y el uso de medios espurios para lograr ciertos objetivos (un tema común a las ideologías y religiones). En este caso, la disputa en torno a la inverosimilitud de los hechos sería de poca relevancia, la verdad es secundaria a los resultados esperados. La segunda posibilidad es comprenderlos en su veracidad.

Consideremos los ejemplos de fotografía en la superficie lunar y las imágenes de la invasión de la Praça dos Três Poderes. En ambos casos nos encontramos ante un elemento discreto de un acontecimiento mayor: una foto, una película. Destacados que sobresalen de un contexto más amplio (otras fotos de la llegada a la luna, otras tomas del intento de golpe de Estado del 8 de enero) para afirmarse como indicio y evidencia de un propósito oculto. Lo que queda fuera del detalle queda así descartado.

Es como si lo real se redujera a un punto donde se concentra la verdad oculta. La sospecha se convierte entonces en un punto doloroso del argumento, constituye el mecanismo a través del cual se refuta la contraevidencia. En cierto modo, se puede decir que el esfuerzo por conocer los hechos en nada debilita la concepción original, por el contrario, se fortalece debido a las negaciones que conoce. La sospecha alimenta la duda, en este caso, la aclaración es superflua, ya que es la creencia la que moldea la concepción del mundo, a pesar de las inconsistencias de la realidad.

* Renato Ortíz Es profesor del Departamento de Sociología de la Unicamp. Autor, entre otros libros, de El universo del lujo (Alameda).

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