por RICARDO INNACE*
Publicada en 1953 —hace 70 años— la novela de Ray Bradbury se encuentra entre las obras del género distópico que destacan por sus atributos ficticios.
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Publicada en 1953 –hace exactamente 70 años– la novela Fahrenheit 451, del estadounidense Ray Bradbury (1920-2012), se encuentra entre las obras del género distópico que destacan por sus atributos ficticios; los romances Admirable nuevo mundo (1932), de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell, publicado en 1949, pertenecen a esta familia literaria.
Así comienza un artículo cuya redacción está inacabada, ocupando una carpeta de archivos en mi computadora. Se enviaría a una publicación periódica centrada en la lectura en la escuela; sin embargo, en el momento de la invitación, el tiempo limitado no permitía enviarlo al consejo editorial de la revista. Como llevo muchos años enseñando comunicación y semiótica en la Facultad de Tecnología del Estado de São Paulo y persisto, en mi plan de trabajo, en incluir obras universales (prosa clásica que, por regla general, no asusta a los estudiantes recién graduados a primera vista/los de la escuela secundaria debido al gran número de páginas), consideré plausible gastar notas en Fahrenheit 451.
El nombre (continúo) confiado al género tiene el prefijo “dis” en su raíz; Se refiere, pero en sentido contrario, al concepto desarrollado por Thomas Morus en La utopía (1516). Si en el relato del filósofo renacentista el personaje de Rafael se anima, como ingenioso orador, a hablar ininterrumpidamente de cierta comunidad que lo acogió durante cinco años, allí las relaciones de convivencia se basan en protocolos éticos, basados en principios de igualdad y respeto. , a través de leyes justas, sin privilegios para grupos o individuos particulares–, la distopía desperdicia, contrariamente a estos paradigmas, el caos y las condiciones nocivas resultantes de la autocracia y la mala gobernanza que pesan sobre el colectivo.
De hecho, discutir narrativas distópicas implica señalar estados autoritarios, es decir, regímenes que se caracterizan por acciones brutales, imponiendo censura y opresión a quienes muestran resistencia a las normas establecidas.
No es raro que producciones literarias y cinematográficas, al retratar estos aparatos estatales, pongan de relieve la presencia de tecnología digital al servicio de tales líderes, implementada precisamente para garantizar la vigilancia. Recuerda que Orwell, en la trama 1984, destaca con razón esta operación: cámaras instaladas en las fábricas controlan a los empleados sospechosos de antagonizar el equipo del que emergen como trabajadores indignados.
Los textos verbales y audiovisuales conocidos como distopía iluminan sin duda este escenario que proyecta el mañana, un futuro eminentemente catastrófico (en este escenario aparece, en gran medida, una casta de hipnotizados). Sin embargo, en las producciones y largometrajes siempre aparecen uno o más sujetos comprometidos que descubrirán formas inteligentes de sortear la masificación, con el objetivo de revertir el colapso de la normalidad soñada.
Hay al menos un personaje que vulnera el bloqueo, se rebela e intenta convencer a alguien de que es posible encontrar atajos para reaccionar ante la manipulación; por lo tanto puedo confirmar que la esperanza no está completamente ausente de este grupo de historias. Hay, por tanto, dosis de utopía en la distopía. En la concepción de Carlos Eduardo Ornelas Berriel, “las distopías, es decir, la ficción que crea mundos inmersos en una pesadilla social […] son utopías de signo cambiado, llamadas distopías —y sin estas obras estaríamos desarmados para comprender el mundo actual .”[i]
La novela de Ray Bradbury alberga y moviliza estas células temático-estructurales. Se basa en la acción de bomberos capacitados para localizar y quemar libros; he aquí que esta milicia, proporcionada por el Estado para salvaguardar la disciplina, se dedica a la incautación de hombres y folletos, en lugar de apagar incendios o rescatar a los supervivientes de un naufragio. Se trata de un escuadrón capacitado para, ante denuncias, invadir viviendas, incinerar medios impresos y llevar a prisión a los infractores. Los dígitos 451 corresponden a la temperatura exacta –en grados centígrados– que quema las hojas de cada ejemplar, en rigor, vencidas por llamas orgullosas.
Al predecir la desaparición de los lectores del canon, Ray Bradbury alegoría un futuro estéril (en su novela, la experiencia de lectura ofrecida a los personajes se limita a los cómics, dibujos animados, manuales –además, sobre todo, de la devota recepción de los medios televisivos). De hecho, la inmersión en la estética verbal está prohibida porque estimula el pensamiento y la imaginación: genera en cada uno de nosotros, como dijo Antonio Candido, “la parte de la humanidad”.[ii] necesario para la vida en sociedad, ya que pone en escena el lenguaje y permite “rotar el conocimiento”, según Roland Barthes. Literatura, destaca el profesor de Collège de France, “no dice que sabe algo, sino que sabe algo; o mejor dicho: que sabe algo sobre las cosas, que sabe mucho sobre los hombres”.[iii]
La narrativa que completa siete décadas fue recreada en las películas de François Truffaut,[iv] Hace 57 años (su Fahrenheit 451 data de 1966), y, recientemente, por Ramin Bahrani,[V] en 2018, así como en Novelas gráficas (2011), adaptación ilustrada por Tim Hamilton,[VI] con una introducción del propio Ray Bradbury. La película de François Truffaut supera, por sus cualidades artísticas, a la trama que le dio origen. Exquisita fotografía y banda sonora compiten en la construcción de una atmósfera lírica que, de manera encubierta, mitiga (sin jamás borrar) la aterradora violencia alusiva al nazifascismo, las cámaras de gas y la Guerra Fría.
En la primera semana de este diciembre de 2023, destaqué estos y otros puntos de tensión respecto a Fahrenheit 451, después de presentar el largometraje de François Truffaut a mis alumnos. El calor en el aula requería que el ventilador estuviera encendido, de ahí la necesidad de hablar en voz alta y prestar especial atención al escuchar.
En la interlocución se rescataron pasajes creativos de la película: la inventiva correspondiente a la lanzadera de un monorraíl que se desliza hasta su posición. Sui generis, en marcha paralela al contrato matrimonial y los pasos mecanizados de la familia burguesa; duplicidad (Linda, el personaje que hace de esposa del protagonista, y Clarisse, la joven profesora, son interpretados por la misma actriz); El espacio residencial y los muebles se eligen para que funcionen como escondites de libros (Don Quixote aparece como el primer título oculto, que emerge en la lámpara de araña del salón de un apartamento); el asombro del bombero Guy Montag al descubrir la grabación de palabras, escritas en papel, en condición metafórica…
Ya se acercaban las seis de la tarde; Necesitaba terminar la clase, y la discusión sobre la quema de libros debía vincularse a la invitación que había lanzado sobre el disfrute de un clásico: el debate estaba previsto para la semana siguiente. Se habían nominado seis obras: La muerte de Ivan Ilich, La nariz, El extranjero, Bartleby el empleado, En la colonia penal e Agricultura arcaica. Los comentarios me llegaron a través de voces apagadas (dos estudiantes hablaron sobre ChatGPT; un estudiante se refirió a un tío que había leído Los hermanos Karamázov, obra que aparece en el largometraje, y le recomendó leerla; alguien, al fondo, decía haber leído a Edgar Allan Poe).
Empecé a hablar de Lolita y comentó la predicción de Vladimir Nabokov sobre las mariposas. Hubo risas ante la imposibilidad de memorizar una novela, recitarla para no olvidarla, como los libreros presentes en el episodio final de la película de François Truffaut.
Mientras tanto, de pie, vi mochilas en el suelo y al lado de los escritorios. Identifiqué una u otra edición (Agricultura arcaica, La muerte de Iván Ilich…), vi un libro grueso del género fantástico que no me gusta. Y lo extraño fue que apunté a un celular de cristal roto que descansaba sobre la tapa de La nariz, cubriendo las últimas letras del apellido de Nikolai (quién sabe por qué, leí – en lugar de Gogol – Google).
Recuerdo que en ese momento un estudiante estaba organizando, aunque sin éxito, una reflexión que comparaba el relato de Gogol con Pinocho; Recuerdo haberme esforzado, ante el inquietante calor, por no perder la concentración y fallar en las observaciones que estaba realizando a partir de un capítulo de La lectura, de Vincent Jouve, así como en las valiosas propuestas definitorias de Italo Calvino en su ensayo ¿Por qué leer los clásicos? – estos dos, propiamente: “Un clásico es un libro que nunca terminó de decir lo que tenía que decir”. y “Un clásico es un libro que precede a otros clásicos; pero quien lee primero los demás y luego lee éste, inmediatamente reconoce su lugar en la genealogía”.[Vii].
La clase no duró mucho. Terminó a las 18:30 pm.
*Ricardo Iannace Es profesor del programa de posgrado en Estudios Comparados de Literaturas en Lengua Portuguesa de la FFLCH-USP. Autor, entre otros libros, de Murilo Rubião y las arquitecturas de lo fantástico (Edusp). [https://amzn.to/3sXgz77]
referencia
ray bradbury, Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel de un libro se incendia y arde. Traducción: Cid Knipel, São Paulo, Globo, 2009. [https://amzn.to/3H4kwup]

Notas
[i] Carlos Eduardo Ornelas Berriel, “Prefacio”, In Lucídio Bianchetti y Juares da Silva Thiesen (Eds.), Utopías y distopías en la modernidad. Educadores en diálogo con T. Morus, F. Bacon, J. Bentham, A. Huxley y G. Orwell. Ijuí, Ed. Unijuí, 2014, p. 17.
[ii] Antonio Cándido, “El derecho a la literatura”, varios escritos. 3ª edición. Rdo. y amplio. São Paulo, Duas Cidades, 1995, p. 249.
[iii] Roland Barthes, Aula,trans. Leyla Perrone-Moisés, São Paulo, Cultrix, 1989, p. 19 [énfasis del autor].
[iv] Farenheit 451. Dirigida por: François Truffaut. Estados Unidos, Universal, 1966 (111 min, son., color.).
[V] Farenheit 451. Director: Ramin Bahrani. Estados Unidos, HBO Films, 2018 (100 min, son., color.).
[VI] tim hamilton, Fahrenheit 451: una novela gráfica autorizada por Ray Bradbury, trad. Ricardo Lísias y Renato Marques, São Paulo, Globo, 2011.
[Vii] Italo Calvino, Por qué leer los clásicos”, en Por qué leer los clásicos, trad. Nilson Moulin, São Paulo, Companhia das Letras, 2007, págs. 11 y 14, respectivamente.
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