Estudios culturales y crítica literaria.

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por FEDERICO CELSO*

La historia de la literatura tal como se practicaba antes ha sido cuestionada. Se abandonó la relación entre “literatura y vida nacional” y “literatura y sociedad”.

La sucesión de teorías -estructuralismo, posestructuralismo, poscolonial- marcó profundamente la crítica literaria a partir de la década de 1960.

Después de tantas décadas de laxas interpretaciones impresionistas casi siempre apegadas a la “psicología del autor”, la crítica literaria se alineó inicialmente con la cruzada estructuralista a favor de una postura rigurosa, atenta a la inmanencia del texto. Como ciencia piloto, la lingüística estructural fue el punto de partida: a ella se sumaron el formalismo ruso, el círculo lingüístico de Praga, los estudios de Jakobson y muchas otras contribuciones que llegaron a informar los estudios literarios.

En este nuevo disco se proclamó la ruptura de las relaciones entre literatura y sociedad, oponiéndose así al legado marxista y al sociologismo. La “literariedad” ya no estaría en las relaciones entre el texto y el contenido social, sino en la lengua misma y su organización. La forma se volvió así autónoma: no hay nada fuera de ella, todo es lenguaje. Hacer ciencia es estudiar estructuras. Con esta convicción se llevó a cabo el descentramiento del sujeto, proceso conocido como la “muerte del sujeto”. El recién fallecido, como se creía, había sido sólo una creación del humanismo, una ideología burguesa que pretendía coronar al individuo, al ciudadano burgués, situándolo en el centro de la realidad.

El descentramiento del sujeto, por tanto, pretendía acabar con los privilegios que el existencialismo otorgaba a la subjetividad. En el plano literario, tal concepción se volvió contra los testimonios personales y contra la propia idea de “autor”. Recordemos que Sartre vio en la autobiografía y en las “opciones” que hace el hombre desde la primera infancia una de sus claves interpretativas. Con ese espíritu, escribió una biografía de Flaubert (el idiota de la familia).

Foucault, por el contrario, prefiere hablar de la “función de autor”: el escritor ya no es un creador, un demiurgo, sino sólo un iniciador del discurso. En palabras de Foucault: “la función de autor está ligada al sistema legal e institucional que encierra, determina y articula el universo de los discursos”. Portavoz de la ideología o de las diversas instituciones, el autor, creen los estructuralistas, murió junto con el concepto de hombre y otras invenciones del humanismo. Por eso, Foucault nos aconsejó que contuviéramos las lágrimas…

Fruto de la influencia estructuralista, la crítica literaria pasó a ser tutelada por la lingüística, volviéndose autorreferencial, desconociendo los vínculos de la literatura con la vida social y vaciando el papel del autor (su psicología, elecciones personales, influencias ideológicas, etc.) .

La crítica radical al estructuralismo la hará Derrida cuando muestre cómo la “estructuralidad de la estructura” presuponía un centro, una referencia fija, que, en sus palabras, limitaba el “juego de estructuras”. “Siempre se ha pensado”, dice, que “el concepto de estructura centrada es, de hecho, el concepto de juego fundado, constituido a partir de una inmovilidad fundante y de una certeza tranquilizadora, sustraída ella misma al juego”.

Derrida propone la superación del estructuralismo, el “abandono declarado de toda referencia a un centro, a un sujeto, a una referencia privilegiada”. En su lugar, pone “la afirmación nietzscheana, la afirmación gozosa del juego del mundo y de la inocencia del devenir, la afirmación de un mundo de signos sin error, sin verdad, sin origen, ofrecido a una interpretación activa. Esta afirmación determina entonces el no centro sin ser como una pérdida del centro. Y jugar sin seguridad (…). En el caso absoluto, el enunciado se entrega también a la indeterminación genética, a la aventura seminal del rasgo”.

Así nació el posestructuralismo, en este retorno a Nietzsche y el apego a un juego que no reconoce reglas, en el que todo es discontinuo y desestructurado, del que la razón –y razón etimológicamente significa relación– fue definitivamente expulsada. Este proyecto radical se materializó en la estrategia de deconstrucción que aplica Derrida en la lectura de textos filosóficos y literarios. La lectura deconstructivista se realiza bajo el signo de la sospecha: encuentra que un texto es construido por el autor a través de un juego de oposiciones tendientes a fijar un sentido. Pero, esto se hace a través de subcomprensiones, silencios y disimulos. La crítica deconstructivista busca así hacer implosionar la fijación arbitraria del sentido, sacando a la luz lo que el autor ha reprimido.

No hay, por tanto, creencia en la unidad, ya que ésta presupone la totalidad, un centro estructural que genera coherencia y da sentido. Esta implosión de la totalidad da lugar al culto de diferencia. Derrida juega con las palabras distinguiendo los diferencia con a, da différence (diferencia). Tal distinción tiene la función de mostrar que la simple diferencia pone lo diferente de lo mismo en una relación necesaria, lo que presupone una totalidad que abarca a ambos. A diferencia, por el contrario, es una diferencia indiferente que niega la posibilidad de fijar cualquier sentido definitivo. En su lugar, aparece el “juego infinito de las diferencias”, y también las nuevas palabras que comienzan a frecuentar los textos de Derrida: “indecidible”, “márgenes”, “entre-lugar”, “ex-céntrico”, etc.

La crítica de Derrida al estructuralismo y las nuevas palabras puestas en circulación tuvieron un profundo impacto en los departamentos de estudios literarios, estudios culturales y teóricos poscoloniales, especialmente en los Estados Unidos.

Poscolonial: la literatura como texto cultural

Nacido en los estudios literarios y sufriendo la influencia directa de Derrida, el poscolonialismo se volvió contra la tradición humanista y la defensa de los universales, principalmente la existencia de una “literatura universal”, proclamada por Goethe. Contra este pasado, se comprometió a politización de estudios literarios.

Lo curioso es que los teóricos poscoloniales eran antiguos intelectuales del tercer mundo radicados en universidades de Europa y Estados Unidos. Y estos países fueron potencias coloniales que recibieron a millones de inmigrantes comprometidos con afirmar su identidad cultural en el nuevo entorno. Al mismo tiempo, surgieron burguesías occidentalizadas en las antiguas colonias. Los debates sobre el multiculturalismo surgieron entonces con toda su fuerza: las llamadas minorías comenzaron a reclamar el reconocimiento público de las diferencias culturales, oponiéndose así al universalismo del mundo occidental.

Teóricamente, los pensadores poscoloniales pueden ser considerados posmarxistas, ya que buscan reconciliar la herencia del marxismo culturalista (Gramsci, en primer lugar) con un repertorio conceptual extraído del posestructuralismo (Derrida, Foucault y Lacan, autores que no no abordó la cuestión colonial).

Hay un entusiasmo visible con los nuevos términos puestos en circulación por Derrida, como “márgenes”, “en medio”, “ex-céntrico”, que se utilizaron como herramientas utilizadas en la crítica del eurocentrismo, el logocentrismo y el universalismo. La periferia se rebeló así contra la idea de un centro referencial que, sin embargo, ya no debe confundirse con el antiguo colonialismo o imperialismo.

Influenciados por Derrida, los teóricos poscoloniales distinguieron entre el tiempo del colonialismo, marcado por diferencias, binarismos y contradicciones, y el tiempo poscolonial, marcado por diferentes temporalidades y el resbaladizo diferencia. La independencia de las colonias, según ellos, reemplazó la cuestión de la identidad cultural en otro registro. La inmigración masiva a los países centrales llevó a una reafirmación del pluralismo cultural y el derecho a las diferencias, ahora concebido a escala global.

La globalización, por lo tanto, no significa una homogeneización cultural desde el centro, como pensaba Jameson y su teoría de la “cultura dominante”, por el contrario, dio lugar a una amplia gama de sistemas diferenciados y volátiles. De esta manera, la globalización se ve a través de la inmigración masiva que trajo la periferia al centro, en un inesperado movimiento de interpenetración de lo global con lo local, generando lo que algunos autores han bautizado como “glocal”.

Ya no se habla del “retrato del colonizado” y del “retrato del colonizador” como posiciones fijas, sino de una compleja proliferación de identidades flotantes repartidas por el mundo y en constante proceso de hibridación, como afirma Stuart Hall, o estableciendo el “nomadismo” como la condición definitoria del presente, como pretendía el posmodernismo.

Hay otras palabras en el discurso académico: antes se hablaba de colonialismo, dominación, imperialismo, Tercer Mundo, dependencia; ahora se habla de transculturalismo, multiculturalismo, hibridez, diáspora, márgenes, etc. – expresiones que buscan captar la nueva posición del sujeto descentrado y las complejas influencias que sufre en la construcción de nuevas identidades.

En suma, la vieja cuestión nacional dio paso al análisis de la posición fluctuante del sujeto en un mundo igualmente volátil. Las cuestiones económicas y políticas se convirtieron en problemas de subjetividad para los actores sociales, pues ya no expresarían la antigua dominación económica del colonialismo: el poder, como los individuos, se descentraliza y por tanto se reparte por todos los poros de la vida social, como enseñaba Foucault.

Este descentramiento del discurso posmoderno mereció el siguiente comentario de la profesora canadiense Linda Hutcheon: “Cuando el centro comienza a ceder el paso a los márgenes, cuando la universalidad totalizadora comienza a deconstruirse, la complejidad de las contradicciones que existen dentro de las convenciones –como, por ejemplo, los de género – empiezan a hacerse visibles. La homogeneización cultural también muestra sus grietas, pero la heterogeneidad reivindicada como contraparte de esta cultura totalizadora (aunque pluralizante) no toma la forma de un conjunto de sujetos individuales fijos, sino que se concibe como un flujo de individualidades contextualizadas: contextualizadas por género. , clase, raza, identidad étnica, preferencia sexual, educación, función social, etc.”.

Finalmente, debemos recordar que estas teorizaciones son contemporáneas tanto del movimiento negro como de los movimientos feminista y gay. El viejo monolitismo de los movimientos sociales es reemplazado por la emergencia de las diferencias (diferencias) de los diversos segmentos que vivieron en los márgenes y que ahora comienzan a afirmar su excentricidad. El centro generó binarismos (hombre/mujer; blanco/negro), lo poscolonial afirma la multiplicidad de diferencias. Ya no se trata de multiculturalismo celebrando la diversidad cultural. Esto surgió poco después del declive del Black Power, el feminismo y los movimientos por la paz. El potencial revolucionario de estos movimientos, en un momento de reflujo, se diluyó en el multiculturalismo. En lugar de antagonismo hacia el orden social, el multiculturalismo abogó por una coexistencia pacífica basada en un pluralismo tolerante que acomode pacíficamente las diferencias. Estos pierden su determinación estructural y se disuelven en la cultura.

Si el multiculturalismo celebraba la diversidad, los teóricos poscoloniales como Homi Bhabha prefieren hablar de diferencia cultural.

hibridismo cultural

El libro más importante Bhabha es el lugar de la cultura. ¿Cuál sería esa ubicación de todos modos? Tradicionalmente, tal lugar transitaba por diferentes lugares. Para algunos, se trata de Nacao – es ella, con su lengua y costumbres asentadas, quien da sentido y da carta de ciudadanía a las producciones simbólicas. Para otros, la estratificación social protesta contra una supuesta identidad nacional que puede superponerse al tejido social dividido –las diferentes clases sociales son la referencia. También está la perspectiva humanista que entiende la cultura como un patrimonio (no de la nación o de la clase social), sino de la humanidad, es por tanto un patrimonio común de los hombres.

Hablando sobre literatura, Bhabha declaró: “Quizás ahora podamos sugerir que las historias transnacionales de migrantes, colonizados o refugiados políticos – estas fronteras y condiciones fronterizas – podrían ser el terreno de la literatura mundial, en lugar de la transmisión de tradiciones nacionales, que alguna vez fue el tema central. de la literatura mundial. El centro de tal estudio no sería la "soberanía" de las culturas nacionales ni el universalismo de la cultura humana, sino un enfoque en esas "dislocaciones sociales y culturales anómalas" que Morrison y Gordimer representan en sus ficciones "extrañas".

El nuevo contexto social creado por la globalización trajo “una gama de otras voces disonantes, incluso disidentes: mujeres, colonizados, grupos minoritarios, aquellos con sexualidades vigiladas”; son estas voces las que ahora emergen en la migración poscolonial y conforman “las narrativas de la diáspora cultural y política”.

Una frase de Heidegger, colocada a modo de epígrafe, anuncia al lector la comprensión de la frontera como el lugar desde donde “algo empieza a hacerse presente”. Se trata del trabajo de frontera de la cultura, un “acto insurgente de traducción”, que desplaza el foco hacia los “entre-lugares” contingentes, hacia la celebración de la hibridez que dejó atrás los lazos tradicionales que mantenían la cultura en posiciones fijas. Nación, humanidad, clase, género: los antiguos puntos fijos ahora son tragados por el vértigo de la cambiante posición del sujeto poscolonial.

El carácter “posicional” –y por tanto cambiante– del sujeto protesta contra cualquier pretensión “universalista” y cualquier binarismo. “Ninguna cultura es jamás unitaria en sí misma, ni simplemente dualista en la relación del Yo con el Otro”. El nuevo lugar de la cultura estaría en las articulaciones de las diferencias, en los intersticios, en las experiencias intersubjetivas a negociar puntualmente.

La palabra negociación aparece así para ocupar el lugar que antes pertenecía a la negación, término central de la lógica dialéctica. La negación y, en particular, la “negación determinada” –que presupone una identidad y una diferencia– puesta en marcha, se convierte en oposición y contradicción. La negociación, por su parte, plantea que los sujetos son discontinuos, divididos y sometidos al juego de intereses contrapuestos. No hay, por tanto, “ningún lugar para el objetivo político unitario u orgánico”. El concepto de hegemonía, en Gramsci, apuntaba a una voluntad colectiva, imagen rechazada como herencia ilustrada y racionalista. La negociación, por el contrario, busca la interacción y la diferenciación para sacar a la luz el lugar intermedio y expulsar los procesos que pretenden “contener los efectos de la diferencia”. Estos no conducen a la unidad, sino al “sincretismo”, “yuxtaposición”, “hibridez”, “mezclas”, “confluencias”, “intersubjetividades cruzadas e intersticiales”.

Quizás la palabra negociación también pueda ser utilizada para entender la “traducción” que se realiza en conceptos clásicos como el de hegemonía antes mencionado. La fuerte presencia de la lingüística ha llevado a los teóricos poscoloniales a recurrir con frecuencia a la catacresis para explicar la traducción de conceptos provenientes de la cultura occidental. Marcelo Topuzian, escribiendo sobre Spivak observó: “los nombres que son el legado de la Ilustración europea (soberanía, constitucionalidad, autodeterminación, nacionalidad, ciudadanía, incluido el culturalismo) son voces catacréticas, ya que los “toman prestados” de otro contexto para hacer juegan en un sistema de codificación de valores diferente (económico, pero también social o cognitivo). Es en este marco de sustituciones que opera el intelectual poscolonial…”.

La catacresis, como se sabe, es una metáfora ya absorbida en el lenguaje común y que tiene la función de suplir la falta de una palabra específica para designar un objeto: “brazo” de la silla, poner algo “al revés”, etc. En el mismo espíritu, el poscolonialismo se apropia del vocabulario “occidental” para nombrar, es decir, traducir a nuevos términos los objetos que pretende estudiar. No se debe esperar fidelidad de este procedimiento antropofágico: todo el arsenal teórico, como el jarrón, está “al revés” en la traducción poscolonial.

la narrativa colonial

Un punto de partida para adentrarnos en la especificidad de la narrativa colonial lo encontramos en un pasaje de Roland Barthes que sirvió de referencia a Homi Bhabha no sólo para criticar el logocentrismo (aquí equiparado a la lingüística estructuralista), sino también para señalar la nuevo lugar de cultura.

Barthes, en El placer del texto., narra un ensueño ocurrido en un mercado marroquí. Medio dormido en una mesa de un bar, comenzó a enumerar los idiomas que llegaban a su oído: música, conversaciones en francés y árabe y ruido de sillas y vasos. Este conjunto de sonidos le sugería la existencia de un nuevo lenguaje caracterizado por la discontinuidad en la que no se formaba ninguna oración, dando como resultado una subversión total de la sintaxis predicativa y, por tanto, de toda la lingüística. Jerarquía, subordinaciones de oraciones, estructura del lenguaje, etc. dar paso a la discontinuidad del texto “escuchado”, del “escrito en voz alta”. Lo que importa ahora es el texto como unidad mínima significativa y no la oración y su jerarquía. O, como dice Barthes, “la articulación del lenguaje, no el significado del lenguaje”.

Se deja así atrás la lingüística estructural presentada en la unidad mínima de la oración, para que Bhabha, de Barthes, pueda leer la texto de la narrativa poscolonial – la narrativa de la diáspora, de lo subalterno, que se forma en la caldera de la diversidad a través de la negociación permanente.

El enfoque cultural busca así desestabilizar los puntos fijos de la tradición cultural occidental y relativizar los criterios. Bhabha dice: “El discurso natural(izado), unificador de la “nación”, de los “pueblos” o de la auténtica tradición “popular”, estos mitos incrustados de la particularidad de la cultura, no pueden tener referencias inmediatas”. De esta forma, el “discurso unificador” que se particulariza es reemplazado por la indeterminación, por las incesantes “traducciones” operadas en los “intersticios” y por el “juego infinito de las diferencias” (Derrida).

El impacto de esta concepción en los estudios literarios fue enorme. En rigor, se cuestiona la historia de la literatura tal como se practicaba hasta hace poco tiempo. Atrás quedaron las relaciones entre “literatura y vida nacional” (Gramsci), “literatura y sociedad” (Antônio Candido). La nación y la clase ya no son esferas inclusivas, ya que la literatura escrita por mujeres, por negros, por gays no “encaja” en estos espacios. Por ello, los críticos poscoloniales sienten una especial atracción por los estudios comparativos, porque creen que rompen con las fronteras y permiten que el juego de las diferencias se desarrolle libremente. Las fronteras -recordemos a Heidegger- “no son el punto donde termina algo”, sino el “punto a partir del cual algo empieza a estar presente”.

Y lo que está presente es la hibridez, el encuentro cultural, lo transnacional, las identidades diferenciales. En resumen: el “discurso del indeterminismo”. En este momento se encuentran las críticas al eurocentrismo y al logocentrismo.

Uno de los resultados de este encuentro, en términos de literatura, es la crítica del canon. El relativismo culturalista y el énfasis en lo particular se vuelven contra los defensores de lo universal, quienes, como Harold Bloom, pretenden establecer las obras referenciales de la literatura universal.

La defensa del canon ocasionó una controversia ilustrativa en la Universidad de Stanford. Uno de los profesores de la escuela, preocupado por la preservación de la cultura occidental, propuso un cambio en el plan de estudios para garantizar un año de estudio dedicado a la lectura de 15 obras de pensadores clásicos (Platón, Homero, Dante, etc.). Llevada a plebiscito, la propuesta fue derrotada y en su lugar se aprobó otra que favorecía las obras de culturas no occidentales, así como la literatura producida por mujeres, afroamericanas, hispanas, asiáticas y aborígenes americanas.

Amy Gutmann comentó este episodio mostrando la división de opiniones en dos grupos: los esencialistas, defensores del canon, y los deconstructivistas, los que lo critican.

El primero afirmó que “la educación implica enseñar. Enseñar implica saber. El conocimiento es la verdad. La verdad es en todas partes la misma. Por lo tanto, la educación debe ser igual en todas partes”.

La defensa de un universalismo que solo contempla las obras canónicas de la literatura occidental ganó adeptos en el debate literario. El escritor estadounidense Saul Below, en tono despectivo y sarcástico, dijo: "Cuando los zulúes produzcan un Tolstoi, entonces los leeremos".

Nada podría irritar más al deconstructivista: la defensa de un universalismo abstracto, ciego a las diferencias y con pretensiones homogeneizadoras, quiere imponer una forma literaria a todas las culturas -el realismo crítico- ¡que ya ni siquiera Occidente produce!

Pero la propuesta deconstructivista niega la posibilidad de comprensión al rechazar en bloque esa cultura de “hombres blancos muertos que usaban pelucas”. El establecimiento de un canon y la existencia de normas compartidas entre los estudiosos se consideran “máscaras de la voluntad de poder político de los grupos dominantes y hegemónicos”. Pero este argumento, según Amy Gutmann, "refleja la voluntad de poder de los propios deconstructivistas".

Un lector de Bourdieu vería en esta disputa uno más de los enfrentamientos que atraviesan el “campo intelectual”. La cuestión fundamental, sin embargo, –el establecimiento de criterios para el canon– forma parte de la disputa entre universalismo y particularismo culturalista y, por tanto, va mucho más allá de la politización de los estudios literarios.

Es comprensible, hasta cierto punto, la aversión de los deconstructivistas a los modelos artísticos establecidos. Después de todo, como enseñan los diccionarios, la palabra canon surgió como una regla establecida por un concilio eclesiástico o como un “conjunto de libros de la Biblia aceptados por la Iglesia como genuinos e inspirados”. Este origen religioso ya hace que la palabra sea sospechosa de autoritarismo. Además, la comparación con la “alta” cultura de Occidente siempre ha dejado a los estudiosos del Tercer Mundo en una posición inferior. Como reacción al canon, la deconstrucción poscolonial comenzó a otorgar un valor a veces exagerado a la nueva literatura en sintonía con las preocupaciones sociales emergentes. La politización de los estudios literarios se rebeló contra la consagración de los clásicos. Después de todo, ¿qué tiene que decir Platón a quienes luchan contra la esclavitud? ¿Y Monteiro Lobato, para los que luchan contra los prejuicios raciales?

Una posición conciliadora es defendida por Beatriz Sarlo en un texto en el que plantea la cuestión de los “valores estéticos, de las cualidades específicas del texto literario”. Como argumentó, debería haber un intercambio productivo entre los estudios culturales y la teoría literaria, del cual ambos se beneficiarían. Pero lo que la aleja del deconstructivista es su defensa de la especificidad y el valor del texto literario, que no debe diluirse en el relativismo cultural.

El título del ensayo habla de “encrucijada valorativa”, entendiendo que una encrucijada “es un lugar donde los caminos se encuentran y se separan”. Bhabha, como hemos visto, prefiere hablar de la frontera, un lugar desde el que “algo empieza a hacerse presente”. Las palabras utilizadas apuntan a significados opuestos. Lo que está presente es algo nuevo que escapa a los criterios existentes; La encrucijada de Sarlo, por el contrario, es el punto en que la literatura que hasta entonces había ido de la mano del análisis cultural, se separa de él.

A principios del siglo XX, en América Latina, los debates sobre literatura y cultura nacional tuvieron un enorme impacto social, ya que la literatura, la lengua nacional y la historia eran consideradas centrales en una educación republicana. Durante la politización de la década de 60 se unieron los valores estéticos y la política.

Esta situación, sin embargo, no resistió la presencia de los medios de comunicación y la hegemonía del audiovisual en el mundo moderno. La crítica literaria, heredera del sesgo tecnicista del estructuralismo lingüístico, se alejó del gran público y pasó a ser materia de especialistas. En ese momento, los estudios culturales ayudaron a la crítica literaria, brindándoles un espacio público de referencia y un lenguaje accesible al gran público.

Pero literatura y cultura no son lo mismo. La literatura no puede equipararse a otros textos culturales como, por ejemplo, los reportajes periodísticos, los reportajes publicitarios, los insertos de medicamentos, las recetas de pasteles, etc. En una escuela, un estudiante de secundaria se enfrentó a varios de estos textos y un poema de Drummond. Cuando se le preguntó por qué el texto de Drummond se consideraba un texto literario, respondió: “es letrado porque tú dices que lo es y yo no estoy de acuerdo. Creo que es aburrido. ¿Por qué Zé Ramalho no es literatura? Ambos son poetas, ¿no? Sin mucha conciencia, expresó sus sospechas sobre el saber/poder foucaultiano y el relativismo cultural…

Y, de hecho, los estudios culturales siempre terminan en el relativismo, ya que entienden que los valores varían según los contextos culturales en los que se insertan. Beatriz Sarlo se opone a esta visión, diciendo que “los valores son relativos, pero no indiferentes. Las culturas se pueden respetar y, al mismo tiempo, discutir”. Esto se debe a que, en un mundo globalizado, diferentes culturas se encuentran y se debaten valores. Los criterios internos pierden su antigua prioridad. Cuando, por ejemplo, leo en los periódicos que en algunas culturas sigue existiendo la práctica de lapidar a las mujeres adúlteras, no me es indiferente la diferencia cultural.

Pero volvamos a la literatura. Frente a la dilución de la literatura en la cultura, se plantea la cuestión de la especificidad de esta forma de objetivación. Además de diferenciarse de otros textos no artísticos (periodísticos, publicitarios, etc.), no son equivalentes: Machado de Assis no es equivalente a Paulo Coelho. ¿Dónde estaría la especificidad del arte? ¿Cuál es el secreto de la obra canónica?

Aquí entramos en un tema difícil y nebuloso. A los románticos les gustaba usar la palabra “inefable” para expresar el carácter misterioso y enigmático de las esencias en general y del arte en particular. Los teóricos que pretendían explicar científicamente una obra se oponían a esta mística caracterización, como, por ejemplo, quienes la traducen a partir de los recursos lingüísticos empleados en su composición.

Pero el arte es un animal salvaje que nunca se deja domar del todo. Siempre se resiste a las explicaciones simplificadoras y reduccionistas. Sarlo, como todos los que han discutido este tema, no puede dar una respuesta definitiva a la pregunta sobre el valor específico del valor artístico, pero sugiere una aproximación: “… debemos reconocer abiertamente que la literatura es valiosa no porque todos los textos sean iguales y puedan explicarse culturalmente. Sino, por el contrario, porque son diferentes y se resisten a interpretaciones socioculturales ilimitadas. Siempre queda algo cuando explicamos socialmente los textos literarios, y ese algo es crucial. No es una esencia inexpresable, sino una resistencia, la fuerza de un sentido que permanece y varía en el tiempo. (...). La literatura es socialmente significativa porque algo, que difícilmente captamos, permanece en los textos y puede volver a activarse una vez que han agotado otras funciones sociales”.

Aunque todavía impreciso, el enfoque de Sarlo sugiere el tiempo como criterio (“permanece en el tiempo”), señalando una forma de pensar la especificidad de la literatura. Pero, en tiempos posmodernos de simultaneidad y superficialidad, y también de apología de la industria cultural, la lentitud de la literatura convive con una situación adversa de clara hostilidad hacia el arte.

Los reflejos de este estado de cosas en Brasil se pueden ver en la Parámetros del plan de estudios nacional para la escuela secundaria que, desde el año 2000, han orientado la enseñanza de la literatura. Hasta entonces, la enseñanza literaria se había basado en criterios autoritarios y arbitrarios, fruto de “luchas de clasificación” y “legitimaciones sociales” que valoraban determinadas obras (las canónicas), como representativas del poder económico y simbólico de determinados grupos sociales.

En la nueva directriz entró en vigor “la diversidad de puntos de vista”. Por tanto, “la labor del docente se centra en el objetivo de desarrollar y sistematizar el lenguaje interiorizado por el alumno, favoreciendo su verbalización y el dominio de otros utilizados en los diferentes ámbitos sociales. (...). El estudio de la gramática se convierte en una estrategia para comprender/interpretar/producir textos y la literatura se integra al área de la lectura”. Así, con la dilución de la literatura en los estudios de lenguas y la valoración excesiva del “punto de vista” de los alumnos, ya no es posible hablar de criterios objetivos para la enseñanza de la literatura. Este sería sólo el portador de “contenidos culturales”.

La dilución de lo literario en el lenguaje y en los diferentes ámbitos culturales conduce no a una encrucijada (“lugar donde los caminos se encuentran y se separan”), sino a la negación de uno de los caminos, la literatura. stricto sensu. Me parece que ese fue el espíritu que guió a la Academia Sueca a otorgar el Premio Nobel de Literatura 2016 al compositor Bob Dylan.

*Celso Federico es profesor titular jubilado de la ECA-USP. Autor, entre otros libros, de Ensayos sobre marxismo y cultura (Mórula).

Referencias


Amy Gutmann, “Introducción”, in charles taylor, El multiculturalismo y la “política de reconocimiento” (México: Fondo para la Cultura Económica, 2009

Beatriz Sarlo, “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada de los valores”,  en Revista Críticos Culturales, número 15, 1997.

harold bloom, El canon occidental. Los libros y la escuela del tiempo. (Río de Janeiro: Objetiva, 1995, tercera edición).

jacques derrida, Escritura y diferencia (São Paulo: Perspectiva, 2011).

bhabha, el lugar de la cultura (Belo Horizonte: EUFMG, 2010).

linda hutcheton, Poética del posmodernismo, (Río de Janeiro: Imago, 1991).

Marcelo Topuzian, “Apostilla”, in Gayatri C. Spivak, ¿Puedo hablar con el subalterno? (Buenos Aires: Cuadernos de Plata, 2011),

.Mavi Rodríguez, Michel Foucault sin espejos: un pensador proto posmoderno (Río de Janeiro: UFRJ, 2006).

Michel Foucault, ¿Qué es un autor? (Lisboa: Pasajes, 1992).

 Parámetros curriculares nacionales para la educación secundaria. Parte 2. Lenguajes, códigos y su tecnología.

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