Estética y política en Lygia Clark

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por RICARDO FABBRINI*

La reactivación de la fuerza política de Lygia Clark en el presente pasa por examinar el "deseo de comunidad" que subyace en la trayectoria de la artista

Lygia Clark cumpliría 100 años el próximo octubre. Su obra contribuyó significativamente a la inflexión en el arte constructivo brasileño, al promover de manera singular la expansión del plano en la pintura geométrica al llamado “espacio real”. Las primeras pinturas geométricas de Lygia, rara vez expuestas, son de finales de la década de 1940 y principios de la de 1950. Se trata de una geometría que incorpora tanto las sinuosidades de Burle Marx y el cubismo de Fernand Léger, sus maestros, como la translucidez de Paul Klee y el Piet La rectitud de Mondrian.

Es evidente, sin embargo, en este período de formación, una preocupación por la expansión del plano pictórico, por los bordes del cuadro o, frontalmente, por el contraste entre los colores. Este intento de ampliar el plan condujo al trabajo ruptura de cuadro, de 1954, en el que el marco se convierte en la figura central de la composición, mientras que el cuadro, convertido en fondo, se proyecta en el espacio del mundo. Es una obra en la que el plano se expande más allá del soporte, avanzando por los bordes o fluyendo por los huecos del marco. Estos huecos, que en las “superficies moduladas” de 1957 y 1958 resultarán de la yuxtaposición de tablas de madera, son, en el lenguaje de Lygia, “líneas orgánicas”. Son pedacitos de nada que permiten que el “espacio de representación” se infiltre en el corazón del “espacio real”, en los términos del artista y los críticos de la época de Ferreira Gullar y Mário Pedrosa.

Lygia también buscó conquistar el espacio anterior o frente a la obra mediante la superposición de placas metálicas. Este ensanchamiento del soporte se inicia con los “contrarrelieves”, en los que los planos plegados, plegados y desplegados crean un espacio entre la bidimensionalidad y la tridimensionalidad. Y siguió con los “capullos” en los que las láminas de hierro invaden aún más el espacio exterior, creando un lugar de recogimiento y calidez. En los capullos, las placas, como paredes uterinas, albergan un trozo de mundo que, escondido, seduce al espectador, que sólo puede verlo de lado: lo que era una hendidura se convierte, aquí, en una región del espacio. Pero los capullos cayeron de la pared al suelo. Y de los capullos caídos brotaron animales puntiagudos.

Os animales, las obras más conocidas de Lygia, son bioformas de aluminio u organismos de hojalata: algunos, una especie rara, están enteros, ya que tienen una columna vertebral fija; mientras que otros, más fáciles de encontrar, al estar equipados con bisagras, se mueven cuando se tocan. O Bicho nunca es el mismo, pues siempre se renueva al ser fecundado por la manipulación del “antiguo espectador”, que se ha convertido en partícipe.

Es una máquina de construir espacios inesperados que, una vez puesta en marcha de la mano de Midas, responde con nuevas constelaciones de formas, sombras y reflejos, con “iridiscencias luminosas, invaginaciones que se abren”, en la poética de Pedrosa, a un nuevo espacio realidad: el espacio experiencial que resulta de “un cuerpo a cuerpo entre dos entidades vivientes”, como dijo Lygia. No todos los animales son, sin embargo, metálicos y duros. Hay animales blandos, desmenuzados y gomosos. Son obras flexibles, sin anverso ni reverso, que reaccionan al toque del participante de forma condescendiente.

Finalmente, tenemos los “trepadores”, la última creación de 1964: son formas serpenteantes, en tiras de metal o caucho, similares a plantas trepadoras y perezosos que se aferran a los troncos de los árboles, confundiéndose con la vegetación. Lygia contó que una vez, habiendo tirado al suelo a uno de estos escaladores, Pedrosa le dijo: “De todos modos, puedes patear una obra de arte…”. “Y me encantó”, concluyó.

Lygia, desde entonces, ha sustituido “obras de arte” por “propuestas experienciales”, buscando ampliar las experiencias sensoriales de los participantes: “el soporte”, dijo, “es ahora el cuerpo sensorial mismo, lo fantasmático mismo, el grupo de participantes”. Autodenominándose “proponente” (o “no artista”), rechazaba el “esteticismo” (o el fetichismo del arte) en defensa de un “estado estético”: un “estado del arte singular sin arte”, situado por debajo de las convenciones social, en el que cada gesto se convertiría en un gesto poético, abierto a la delineación del devenir.

Lygia creó así las propuestas constructivas, individuales o grupales, de las décadas de 1960 y 1970 que pueden ser experimentadas libremente por el público. Algunos ejemplos: Nostalgia corporal: respira conmigo, de 1966, es una bolsa de plástico, inflada con aire, con una piedra superpuesta, que una vez presionada debe producir la experiencia de respirar, no como un intercambio gaseoso, sino como un gozoso ardor que reverbera por todo el cuerpo del participante. el yo y tu, de 1967, son vastas prendas sin viseras que pretenden incitar a la pareja a buscarse y, una vez que se encuentran, a sentirse: un momento en el que cada uno, abriendo las cremalleras que ocultan a su pareja, descubriría que el “ el yo no existe sólo para el tú, sino que el tú existe también para el yo, en fin, que se corresponden y que, por tanto, es la exterioridad del otro (el receptáculo al tacto ) que permitiría a cada uno, conocer su propia interioridad.

Lygia Clark también creó propuestas polinucleares o colectivas, como Baba antropofágico, desde 1973, participando ahora sus alumnos de la Sorbona, donde enseñó desde 1970 hasta 1975. Bebé antropofágico, que remite al pensamiento ritopoético de Oswald de Andrade, es en la línea expulsada de carretes que los participantes traen a la boca donde se encuentra la carga erótica que los envuelve, constituyendo un “cuerpo colectivo”. Este “hilo de seda roja empapado en saliva” sería el alimento o bebida que une los cuerpos: los invitados se ungen, lo hacen “caer sobre sus rostros” tejiendo una “red cálida y viscosa” que consagra la unión.

Este “espacio antropofágico” no es un “lugar de comunicación”, según el artista, sino una “mezcla de contenidos psíquicos”. Tragar babas tampoco produciría un sentimiento de abyección o de horror que marca la experiencia del desgarro corporal: el vómito no es, aquí, un desecho, sino alimento de “creación colectiva” que, acercando los cuerpos, eliminaría toda “indiferencia o existencialidad”. neutralidad”. En esta antropofagia no hay castraciones, excrementos o gritos de cuerpos lacerados, sino un renacimiento silencioso de su “sublimidad erótica” por la inquietante ingestión de las vivencias del grupo.

La fase final es la del consultorio experimental que Lygia mantiene en su apartamento de Copacabana desde su regreso de Francia en 1976. Luego desarrolla, retomando varias “proposiciones experienciales”, una actitud terapéutica basada en el contacto corporal del “paciente” con los llamados “objetos relacionales”: almohadas ligeras con bolas de poliestireno; almohadas pesadas con arena de playa; bolsas de plástico llenas de aire, agua o semillas; o medias con pelotas de tenis, pelotas de ping-pong, piedras y conchas rotas.

Lygia aplicó estos objetos por todo el cuerpo de la paciente, eliminando sus “fisuras”, volviéndolo completo, o “habitado por un verdadero yo”, como decía en un texto de 1980, escrito con Suely Rolnik. Esta obra, sin embargo, como ve Rolnik en textos más recientes, no constituye un método terapéutico, ya que carece de un encierro teórico, ni de una actividad artística, hace tiempo abandonada por Lygia, sino un híbrido con fuerza disruptiva de arte y clínica, que hace que uno fluya hacia el otro. Dos meses después de interrumpir esta práctica fundada en la “tensión entre el arte y la clínica”, Lygia moría, el 25 de abril de 1988, al mediodía, a los 67 años, junto al mar.

Se han movilizado nuevos referentes filosóficos, cabe señalar, desde la muestra retrospectiva de Lygia Clark, en la década de 1990, que recorrió Barcelona, ​​Marsella, Oporto, Bruselas, Río de Janeiro y São Paulo. Desde entonces, se ha cuestionado la posibilidad de actualización, especialmente de las propuestas contraculturales de las décadas de 1960 y 1970. Es visible que la producción en este período ha sido adecuada para caracterizar la relación entre arte y política en el contexto de la sociedad. llamado globalización.

Para algunos autores sería posible reactivar la “ética del deseo” de las décadas de 1960 y 1970, siempre que se abandonaran los viejos sueños románticos de soluciones finales, ya fueran utópicas o distópicas. La reactivación de la fuerza política de Lygia Clark en el presente implicaría así el examen del “deseo de comunidad” que subyace en la trayectoria de la artista: “¿Cuál fue la invención de la comunidad, como pueblo desaparecido, que estaba detrás de sus operaciones?”, pregunta Thierry Dávila.

Varios autores, en la estela de Maurice Blanchot, Georges Bataille, Gilles Deleuze, Félix Guattari y Roland Barthes han pensado, como es sabido, nociones de comunidad, que pueden concretar la noción de “trabajo colectivo” en Lygia Clark. No sólo en el régimen artístico, sino también en los regímenes de trabajo, clínica o amistad, Jaques Rancière, Toni Negri, Michael Hardt, Jean-Luc Nancy, Mauricio Lazzarato, Giorgio Agambem o Francisco Ortega han ido figurando modos de vida que eluden el tan -llamada “vida en común” (como “identidad o comunidad fusional”), como muestra Peter Pelbart.

Hay diferentes denominaciones de formas de comunidad “no unitarias”, “no totalizables”, “no filialistas”; es decir, “comunidad hecha de singularidades”; porque irreductible tanto al “individualismo” como al “comunalismo”, como ocurriría, según Lygia Clark, en cuerpo colectivo. La participación común no provocaba, decía Lygia, la “anulación de la individualidad”, ya que la “pérdida de sustancia interna” experimentada por el participante lo conduciría a “la experiencia de redefinir su presencia individual”.

De igual manera, el efecto de la participación en proposiciones colectivas, así como la aplicación del objeto relacional —todavía en términos de Lygia Clark— “perduraron en el tiempo, modificando el comportamiento del participante/paciente en su cotidiano”; es decir, se desarrollaría al final de experiencia, “una nueva forma de comunicación que lo integraría en el conjunto de las relaciones sociales sin perder su individualidad”. Es posible, por tanto, reactivar la “obra” de Lygia Clark, tomando la cuerpo colectivo (O el autoestructurante) como el lugar de origen de la política: un espacio en el que se vislumbran formas de comunidad que pueden surgir. Su poética del gesto de raíz constructivo es, en otras palabras, un dispositivo moderno, supuestamente activo, que puede ser repotencializado según las condiciones actuales de la cultura y las artes.

*Ricardo Fabbrini Profesor de Filosofía de la USP. Autor, entre otros libros, de Arte después de las vanguardias (Unicamp).

Versión revisada del artículo publicado en Revista de reseñas no. 52.

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