estado de excepción permanente

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Las instituciones del Estado están haciendo política, de manera furtiva, ilegal e ilegítima, como es el caso de la Operación Lava Jato, expresión y símbolo de selectividad, persecución, inmoralidad pública, patrimonialismo y protofascismo.

Por Francisco Fonseca*

Desde la creación de la Operación Lava Jato, y particularmente desde el golpe de Estado de 2016, en gran medida resultado del lavajatismo, el “juego de la política” – entendido como el sistema de partidos, alianzas y disputas electorales, como búsqueda, aunque históricamente problemática, de representación popular, entre otros aspectos-, en medio de la relativa independencia de las instituciones, se ha erosionado a simple vista.

Tal corrosión se expresa en el hecho indiscutible de que la “política”, tal como la conocíamos –en el sentido anterior– ha sido sustituida por grupos políticos que han tomado por asalto las instituciones, al punto que uno de ellos, el Poder Judicial, se ha convertido en un especie de partido político, subdividido en otros en atención a sus ramificaciones. Es decir, cumple “funciones” representacionales o incluso partidistas, entendidas aquí en el sentido gramsciano de representación política de determinados grupos, pero realizadas por “agrupaciones no formales”.

Se trata de la “partidización de la Justicia”, que suplanta en gran medida a la conocida “judicialización de la política”, ya que sectores del Poder Judicial (por ejemplo, la citada Operación Lava Jato, el Juzgado 13 Tercero de Curitiba, el TRF-4, el STF, además de sectores del Ministerio Público, entre otros) fundamentan su actuación en fines eminentemente de poder, representando intereses económicos, de grupos y fracciones de clase, partidistas e internacionales, lo que implica interceder en el voto (es decir, en la voluntad) y en la percepción popular, y especialmente en la representación política sin escrutinio de votos, como en el caso de las instituciones anteriores.

Instituciones que formal y constitucionalmente deben garantizar el funcionamiento del Estado, sin involucrarse en el juego de la representación y disputas políticas, campo a cargo del “sistema político”. Cabe aclarar que no se trata de una visión idílica de la política y las instituciones, en la medida en que éstas también son políticas y el Estado nunca ha sido/es “neutral”, empezando por que es el Estado en el capitalismo.

Se trata de entender que en la llamada democracia liberal, las instituciones regulan las “reglas del juego”, con mayor o menor independencia, pero mínimamente permiten -dentro de los límites del capitalismo y las relaciones entre clases e incluso del contexto internacional- la expresión de corrientes políticas que compiten, en diferentes plataformas, por el voto popular. En resumen, aún con insuficiencias estructurales, la vida política tiene sus propias reglas, lógica y relativa independencia, en lo que se ha denominado Estado Democrático de Derecho dentro de las democracias liberales.

Pero el clásico juego de la política ha tenido cada vez más la competencia de las “instituciones”, las cuales deberían, cabe reiterar –a la luz de los principios que rigen el citado Estado de Derecho–, estar por encima de los intereses en disputa, ya que estos están históricamente representados por los partidos políticos, que a su vez se conectan, directa e indirectamente, con movimientos sociales, representaciones empresariales, segmentos de medios, organizaciones no gubernamentales y muchas otras formas de representación de intereses más o menos explícitos. Esto quiere decir que las instituciones formalmente estatales efectivamente “hacen” política, de manera furtiva, ilegal e ilegítima, usurpando por completo sus atribuciones, como es bien sabido de la Operación Lava Jato, expresión y símbolo de selectividad, persecución, inmoralidad pública, de patrimonialismo. y protofascismo.

En otras palabras, el país vive, especialmente desde 2016, un Estado de Excepción permanente, con la culminación de la “elección” de Bolsonaro, resultante del mayor fraude político de la historia de Brasil. Tal excepcionalidad se evidencia desde la macropolítica hasta los “burócratas de calle”, estimulados y alentados a practicar todo tipo de arbitrariedades basadas en intereses “privados” y “grupales”, fundamentalmente antirrepublicanos.

La excepcionalidad se ha convertido en la “regla”, como en la República de Weimar, al punto que un país importante como Brasil tiene formalmente un jefe de milicia en la presidencia de la República, con sus hijos y asociados actuando como jefes de la mafia del bajo clero. El caso de Flávio Bolsonaro, por citar sólo uno, es la expresión sintética de este perfil y modus operandi miliciano que está en el poder en Brasil.

El conjunto de destrucciones y perturbaciones perpetradas sobre las instituciones, los trabajadores y los derechos humanos en su conjunto, incluidos los derechos de ciudadanía, desde 2016 y en particular desde el ascenso del protofascismo bolsonarista, no ha recibido una respuesta suficiente por parte de las instituciones. La misma figura de Bolsonaro, cuyo mandato parlamentario infringió durante casi tres décadas la regla más elemental de la democracia expresada en la máxima “la democracia no tolera la intolerancia”, al no haber sido impedida, expone la fragilidad histórica de nuestras instituciones. Esta fragilidad lleva al paroxismo desde 2016, aunque sus huellas son históricas: 1889, 1930, 1946, 1964 y 2016, reiteramos, hasta la actualidad. Por tanto, si bien sigue operando la “lógica de la política”, en paralelo opera otra lógica, esencialmente distópica.

En otras palabras, en la lógica de la política, los partidos políticos continúan haciendo política (es decir, disputando el poder) a la luz de la representación y dinámica política/institucional/electoral; las elecciones permanecen y se desarrollan con sus rituales; la institucionalidad del régimen democrático se mantiene en funcionamiento: en particular, el Parlamento como “lugar de debate” y el Poder Judicial como órgano de apelación; los conflictos entre grupos que representan diferentes cosmovisiones e intereses permanecen activos; entre otros ejemplos.

Sin embargo, esta institucionalidad formalmente democrática, es decir, orientada a garantizar las reglas del juego, opera cada vez más de manera meramente formal –aunque existen espacios contradictorios para la “defensa de la política” como campo de disputa–, ya que significativas partes del Estado y sus aparatos actúan a nivel de excepcionalidad, la instrumentalización política de los órganos del Estado (como sectores de la Policía Federal, el Ministerio Público, el STF y otros), retomando las características más perversas de la “Antigua República ”.

En este sentido, el Estado de Excepción actúa de manera esencialmente política, produciendo hechos políticos en nombre de la "justicia" y del "derecho", derogando derechos constitucionales (políticos, sociales y laborales), desconociendo los preceptos referidos a los derechos humanos, actuando en desacuerdo con el estado laico y altera los “resultados electorales”. En ocasiones, los tres poderes y las instituciones derivadas de ellos convergen, dando lugar a un paroxismo de la “farsa democrática”, que hace que las decisiones que se toman escapen cada vez más a los fines clásicos de la política, es decir, a la acción guiada por las macrodirectrices derivadas de la Constitución Cuando hay disputas entre instituciones, a veces resurge la defensa de los principios constitucionales – lo que implica el tenue equilibrio entre la derogación del Estado Democrático de Derecho o su defensa por intereses corporativos, o políticos específicos, o incluso por cálculo político.

En otras palabras, el nivel de reglas del juego político está cada vez más condicionado a la posición situacional de los agentes institucionales frente a los actores sociales. Un ejemplo importante es la detención y liberación del expresidente Lula, ya que ambos actos tuvieron como elementos motores movimientos contradictorios, pero exógenos al juego democrático: en el caso del encarcelamiento, el carácter persecutorio del PT y de Lula, no solo para tomar la disputa electoral, sino para estigmatizar a la izquierda y allanar el camino a la derecha (Temer y luego Bolsonaro, según resultó) con sus agendas ultraliberales y antisociales que nunca saldrían victoriosas en disputas electorales cuyas reglas eran propias de la juego electoral/democrático.

Claramente, como es bien sabido, Estados Unidos ha estado/está operando a través de sus representantes en Brasil (Dalagnol, Moro, Temer, Bolsonaro y tantos otros). Incluso en el caso de la liberación de Lula, las razones de esto fueron el intento de mitigar el lavajatismo/bolsonarismo (hermanos siameses) en lugar de mantener los principios constitucionales. Después de todo, el modus operandi de Lava Jato (“métodos inquisitoriales”) no sólo eran ampliamente conocidos sino que, sobre todo, estaban permitidos/encubiertos por el STF. Los ejemplos abundan.

En resumen, la vida política brasileña camina sobre la cuerda floja entre el mantenimiento de reglas democráticas mínimas y el Estado de Excepción, con clara preponderancia de este último. La partidización (en el sentido más amplio) de los aparatos de Estado, cuyas acciones –con contradicciones, conviene reiterarlo–, al interceder en el campo de la política, expresan la extraña convivencia entre democracia y autoritarismo, reglas y excepción, política y arbitrariedad.

Pronto, el juego político/institucional/electoral se involucra en la partidización de los aparatos del Estado (policía, Ministerio Público y Poder Judicial), que a su vez se ramifican en sectores del Parlamento (partidos de derecha, con el PSL a la cabeza) y en su totalidad a el Ejecutivo, tomado por una extraña combinación de milicianos, fundamentalistas religiosos, rentistas ultraliberales, grandes corporaciones nacionales y extranjeras, militarismo salvaje y todo tipo de “depredadores de élite”.

Estas dos lógicas, o planes, coexisten en una hibridez sin precedentes que es necesario comprender para repensar (y rehacer) el propio vocabulario político. Después de todo, ¿qué significan conceptos como democracia, representación, derechos humanos/sociales/laborales, estado laico, presidencialismo de coalición, entre muchos otros?

La posibilidad de comunicación directa con millones de usuarios de las redes sociales de forma totalmente deshonesta, cooptando a grupos sociales vulnerables, sin medios efectivos de control/sanción, es otro ingrediente importante de esta excepcionalidad en medio de reglas democráticas cada vez más formales.

Pero la complejidad distópica implica considerar que existe una tercera lógica, referida al papel de la cleptocracia ultraliberal, rentista, miliciana, fundamentalista, militar y antipopular, ya que actúa (este consorcio) en medio de ciertos procesos económicos que estaban en desarrollo (casos de desindustrialización y rentismo), pero que convergen con otros que comenzaban a desarrollarse de manera aguda (casos de privatización, desnacionalización y desconstitucionalización de los derechos sociales).

Tal escenario es llevado al límite por las “cleptoelitas” que están en el poder, pues su proyecto depredador implica la liquidación de la soberanía económico/política nacional y popular, la revocación de la ciencia y la tecnología nacionales, la destrucción de las instituciones democráticas y la derogación de derechos sociales y laborales. Este proyecto es uno de los requisitos fundamentales del capitalismo contemporáneo, representado económicamente por la cuarta revolución industrial, políticamente por los derechos en una perspectiva internacional e ideológicamente por la manipulación ostensiva de las “mentes y corazones” de los grupos sociales a través de las redes sociales y los medios digitales. universo (tal como lo demuestran E. Snowden y F. Assange y, en oposición, S. Bannon).

Los Proyectos de Reforma Constitucional, las Medidas Provisionales y los Proyectos de Ley provenientes del bolsonarismo son, de hecho, elaborados por grandes intereses empresariales y rentistas sintetizados por la figura taciturna y cínica, en términos ético/políticos, de Paulo Guedes (a su vez vinculado a The grupos de reflexión ultraliberales internacionales y nacionales). En este sentido, Bolsonaro y su entorno rudo, como él mismo, son solo los extraños instrumentos de las élites internacionales, principalmente con sede en los EE. UU., pero con grandes conexiones nacionales y profundamente articulados con el aparato estatal del imperialismo contemporáneo.

Debilitar estructuralmente a un país importante como Brasil, en varios sentidos, llevar al límite los procesos de desnacionalización/privatización/desconstitucionalización/desindustrialización/financiarización/pauperización parece ser el objetivo de estas élites depredadoras tan bien retratadas por Ladislau Dowbor en A era do capital improvisativo (Ed. Otras Palabras, 2017). Se pretende que la fuerza de trabajo brasileña sea esencialmente competitiva con otros países, como Pakistán, India, Colombia, México y muchos otros, repartidos por casi todos los continentes, en términos de baja calificación, bajos salarios y falta de derechos.

En otras palabras, un “mundo uberizado” para la gran masa de pobres y vida en el exterior para las élites, también enclaustradas en condominios de lujo en Brasil. Desde el punto de vista del capital, la destrucción de lo nacional (infraestructura ligada a la construcción civil y al petróleo) por Lava Jato representó el inicio de un proceso protagonizado por Temer y ahora por Bolsonaro.

Tales procesos narrados anteriormente componen la lógica trágica del capitalismo neoimperialista contemporáneo (también llamado “necropolítica”), completamente desinteresado de la democracia política y social, que los ve como obstáculos. Los gobiernos del PT, por más moderados que hayan sido, representaron obstáculos para el canibalismo ultraliberal, y por eso fueron derrocados, al igual que, de manera violenta, Evo Morales en Bolivia.

En el caso brasileño, nada de esto sería posible sin la participación activa (actuando y/u omitiendo) de las instituciones que “robaron/robaron” el voto de los brasileños, en particular de los más pobres, inculcándoles la creencia de que “el problema de Brasil era Corrupción del PT”. Está claro que los partidos políticos, como el derechista PSDB, y los grandes medios de comunicación, contribuyeron mucho a ello, pero en un cálculo suicida, como puede verse.

Por lo tanto, pensar y hacer política en el Brasil contemporáneo implica un examen profundo del Estado de Excepción (como lo señala G. Agamben), su relación contradictoria con lo que queda de las instituciones democráticas y el papel del capitalismo internacional en Brasil.

La tarea es ardua y requiere la capacidad de repensar nuestra propia manera de pensar la política, así como su relación con el capitalismo. ¡Sin esto, estaremos condenados a ser guiados por la derecha, como viene ocurriendo en Brasil, con resultados trágicos para el presente y para el futuro de la abrumadora mayoría de los brasileños y de Brasil como Nación!

Finalmente, tal movimiento implica comprender la subversión conceptual que representan tales procesos distópicos para, de esta manera ya la luz de Maquiavelo, “comprender la realidad para cambiarla”.

*francisco fonseca es profesor de ciencia política en la FGV/Eaesp y en la PUC/SP.

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