por DANIEL GORTE-DALMORO*
Comentario a la puesta en escena de la obra de Beckett por Teatro Oficina
Samuel Beckett, a través de su teatro -y de toda su literatura- del absurdo, conduce a un paroxismo de escenas que, en el fondo, son nuestra cotidianidad más banal, pero que normalizamos -incluso como forma de sustentar el sinsentido de las acciones en un mundo (construido socialmente) que repetidamente nos niega la posibilidad de dar sentido a nuestra existencia. “Siempre inventamos algo para dar la impresión de que existimos”, dice Estragon, quizás en una frase ya desactualizada para el siglo XXI, primero porque no necesitamos tener la impresión de que existimos, necesitamos transmitir esa impresión; y segundo, porque estamos en una época en la que los niños son instados a obedecer incluso en sus momentos de ocio, entretenidos y debidamente silenciados por parafernalia electrónica o animadores de fiestas, que niegan cualquier tiempo vacío en el que pueda florecer la creatividad y la autonomía, porque una persona frente a el vacío es una persona que cuestiona y molesta, una persona que inventa y puede salirse de control.
A menos que uno sea el vacío mismo: desprovisto de cualquier relación con el tiempo que no sea el aburrimiento, como Estragón, viviendo en un presente eterno, en el que ni siquiera las marcas en el cuerpo -la herida en la pierna, de la patada de Lucky (o Felizardo, como en la versión de Oficina ), necrosantes – logran imprimir un recuerdo, y cuyos recuerdos son solo las referencias más obvias de estar en el mundo – un mundo muy estrecho, para colmo –, como su amistad con Vladimir. Sí, quizás un avance hacia el tipo de sujeto ideal que tenemos hoy: ciudadanos de no-lugares, que sólo establecen relaciones fugaces, superficiales –líquidas– con todo lo que les rodea (lugares, cosas y personas), y se mueven entre carteles publicitarios.
la asamblea de Esperando a Godot realizado por Teatro Oficina, es una sutileza feliz al actualizar la condición del tema de hoy a la obra de 1952, sin dejar que se apegue demasiado al texto.
Hay un dinamismo y vivacidad en Vladimir y Estragon que no he visto en ninguna de las producciones que he visto, ni lo noto en el texto. Una frescura de novedad y aventura en esa más de la misma experiencia sin sentido y aburrida que experimentan los dos personajes. La insistencia de Estragon de que se vayan parece más inquietud y falta de memoria que aburrimiento, aunque sí, esa situación es lo suficientemente aburrida como para que él no quiera serlo.
Y quién más debería estar aburrido, cansado de esperar -porque es consciente de esperar-, Vladimir, es el que más ganas tiene de llenar ese vacío de no-acontecimientos, como si fuera el lugar más común de la vida y no hubiera nada. espacio para cualquier negatividad – “buena vibra solamente”, como dice mucha gente hoy en día, desesperada por negar el mundo y su propia condición.
Una de las sutilezas del montaje, presente por su no aparición, es la ausencia de cualquier pulsión sexual que suele caracterizar las piezas de Oficina. Cuanto más insinuación sexual -en el nabo o la zanahoria que Vladimir le da de comer a Estragon- suena a chiste de quinto grado (o del presidente y sus seguidores), los besos entre ambos tienen un toque de demostración de un afecto desesperado y desexualizado. Es como si Zé Celso nos advirtiera: no hay deseo posible bajo la égida del fascismo, sea el fascismo abierto del bolsonarismo o el fascismo velado del liberalismo (Viagra, cirugía plástica y Only Fans están ahí para servir de muletas a nuestra incapacidad tener placer frente a la obligación de aparecer siempre dispuesto a gozar).
Otro cambio sutil está en la escena donde habla Felizardo. En lugar de la verborrea ininterrumpida y desvitalizada a la que estaba acostumbrado en otros montajes, Felizardo actúa en su discurso de manera “profesional”, sin amaneramientos, sin faltas ni excesos en esta interpretación, apenas algunos giros mecánicos. Este punto, lo reconozco, me molestó: es demasiado normal la reacción de los dos protagonistas para querer silenciarlo a toda costa, normal en el texto (nada cercano a los absurdos que escuchamos de Bolsonaristas, Cantanhede, Sardenberg, Pedro Doria , Vera Magalhães, Oyama y otros periodistas y “formadores de opinión”), normales en la puesta en escena (o en la espectacularidad que asimilamos a la normalidad, pero es atrozmente artificial). El discurso ininterrumpido y desvitalizado, o una declamación llena de kitsch, de manierismo burgués fraguado en las telenovelas del Globo parecería más apropiado.
Los puntos donde Zé Celso se despegó del texto se encuentran al final de cada acto. Primero con el chico que anunciará que Godot no vendrá ese día, sino el siguiente. En lugar de un niño inseguro y asustado, un aprendiz de tramposo de la vieja escuela, con un vocabulario debidamente actualizado, que parece recién salido de un terreiro. La amiga que me acompañaba -y que desconocía la obra- dijo estar impresionada con el diálogo entre él y Vladimir al final del primer acto; Solo contuve mi risa por la conmoción que me causó este personaje, y recordé a otra amiga, una maestra de escuela primaria, comentando sobre sus alumnos mini-mano de siete años.
La elección de este niño se hace evidente al final del segundo acto. Cuando reaparece, y Vladimir sigue el diálogo planteado por Beckett, resignándose a venir solo al día siguiente. El chico rompe el texto, al principio sin ser escuchado por Vladimir. Godot se ha transmutado en otra entidad: Godot está muerto. No vendrá - Como nunca llegó, y nunca lo haría. Ya no es necesario esperar. Vladimir y Estragon son libres de ir y construir sus caminos, sus vidas, tratar de ser en lugar de solo dar la impresión.
Con este final, Zé Celso nos insta a actuar, a salir del letargo, a dejar de esperar. Lo repite, en su discurso, después del final de la obra: no esperemos un Mesías, no esperemos la elección de Lula. Como ateo, tengo una lectura un poco más pesimista del final propuesto por el director: seguimos esperando. Si ya no es Godot, estamos esperando que alguien nos anuncie que no tenemos que esperar más. Seguimos pasivos, dependientes del animador de fiestas, del chico recién salido del terreiro, del director de teatro, alguien con cierta “autoridad” que nos dice: ¡vamos! ¡Salir! Y todos salimos del teatro. Incluso podemos salir de esperar la llegada de alguien que venga a arreglarlo todo casi como por arte de magia, pero habremos dejado la posición de quien no sabe actuar con autonomía -política y éticamente-, lo haremos lograr construir nuestro propio camino, un camino que, por vivir en sociedad, sea tanto individual como compartido, colectivo?
*Daniel Gorte-Dalmoro tiene una maestría en filosofía de la PUC-SP.
Publicado originalmente en Jornal GGN.