por FRANCISCO WOLFF*
Introducción del autor al libro recién editado
el universal
Este libro[i] es la última parte de una trilogía dedicada a la idea de humanidad. Al igual que los dos anteriores, es totalmente autónomo.
En 2010 publiqué Nuestra humanidad: de Aristóteles a las neurociencias.[ii][iii] En él propuse una historia crítica de las definiciones filosóficas del hombre en cuatro grandes etapas, las cuatro con un anverso científico y un reverso moral. El primer momento de esta historia, el hombre de Aristóteles, el “animal dotado de razón”, está ligado a la invención de las ciencias naturales. Pero este mismo hombre supo justificar la esclavitud y el sometimiento de la mujer: porque, si todos los seres humanos tienen la misma esencia, no todos son igualmente aptos para esa esencia.
Este era el reverso práctico del hombre aristotélico. Segundo momento de este recorrido, el hombre de Descartes reúne en su esencia el sujeto y el objeto de la revolución científica de la época clásica: la física matemática. Pero este mismo hombre pudo justificar la reducción de todos los seres vivos a materia bruta. Este era el reverso práctico del hombre cartesiano. Tercer momento: en el siglo XX, el hombre de ciencias humanas era un ser desgarrado y su conciencia necesariamente engañada.
Inverso práctico: todas las críticas a la ley, las libertades individuales y la democracia representativa estaban justificadas. La revolución científica anuló la revolución precedente. Bajo la mirada de las nuevas ciencias de la vida, desde el cambio de siglo XXI -el cuarto momento, el actual- el hombre ha vuelto a ser un ser natural. Las neurociencias prometen reunirte a través de tu cerebro y tus genes. Pero la condición para cumplir esta promesa es disolver al hombre y transformarlo en una máquina pensante o en un animal sensible. El posthumanismo y el animalismo son, por tanto, el reverso inevitable de este “hombre neuronal”.
Tres utopías contemporáneas[iv] retoma la reflexión en este punto y examina estas dos últimas ideologías y las imágenes del hombre asociadas a ellas. No es posible comprenderlos sino en su deseo simétrico de superación del humanismo de la Ilustración. Los posthumanistas no se contentan con el desarrollo humanístico de la medicina: quieren una medicina mejorada que triunfe sobre la vejez y la muerte. Los antiespecistas no se conforman con la lucha humanista por mejorar las condiciones de vida de los animales de granja: quieren abolir la cría y “liberar animales”. Enquanto a sabedoria antiga afirmava que não éramos nem deuses nem animais, a representação contemporânea sonha em fazer do ser humano um deus imortal cuja inteligência domine a natureza graças à técnica, ou, ao contrário, um ser sensível igual aos outros, mas culpado pela subjugação de los otros.
En ambos casos, lo que se quiere es ir más allá de los límites de la humanidad. A la utopía poshumanista oponía la necesidad de superar las enfermedades a escala planetaria y apuntar a la inmortalidad de la humanidad misma. A la utopía antiespecista contrasté los deberes diferenciados que tenemos en relación con los animales. Y a todos los delirios que nos invitan a traspasar las fronteras naturales –aquellas que separan lo natural de lo artificial, el hombre del animal, o una especie de otra–, oponía una utopía humanista que nos liberara de las fronteras artificiales que separan lo humano seres de seres humanos: un cosmopolitismo que ignora naciones o generaciones y apunta a la justicia global.
Este En defensa de universal examina el supuesto implícito en los dos libros precedentes: la defensa del humanismo. Se presenta en tres tesis: la humanidad es una comunidad ética; la humanidad tiene valor intrínseco y es la fuente de todo valor; todos los seres humanos tienen idéntico valor. De ahí la inviolabilidad del cuerpo y de la persona humana, así como el respeto debido a las obras humanas: historia, saberes, técnicas y artes.
Esta idea de humanidad y humanismo está ligada a otras que se denominan “razón”, “ciencia”, “igualdad”, “moral”, “filosofía” (según yo la entiendo), así como a la que las engloba. : el universal. Estas son las ideas de las “Luces”. Están en crisis. Este libro tiene un objeto modesto, pues, pues no hay nada más banal que lo universal. Pero tiene un objetivo ambicioso, porque lo universal se equivoca, tanto en la realidad como en las ideas, que a veces lo reflejan, a veces lo determinan.
Hoy nos enfrentamos a una paradoja. Nunca hemos sido tan conscientes de formar una humanidad única. El extraordinario progreso de los medios de transporte y comunicación, especialmente tras la irrupción de Internet y el desarrollo de las redes sociales, fortalece día a día esta conciencia horizontal de la humanidad global. Nunca un tsunami o una masacre al otro lado del mundo nos pareció tan cercano. Nunca la humanidad doliente ha parecido tan cercana a la humanidad librada del sufrimiento. Nunca antes las personas de todo el mundo se habían percibido a sí mismas como tan similares emocional e intelectualmente.
A esta proximidad afectiva de los seres humanos se suma una preocupación común que une a toda la humanidad. Sabemos que estamos expuestos a los mismos riesgos planetarios: epidemias, calentamiento global, desastres nucleares, agotamiento de los recursos naturales, extinción de especies, crisis económicas globales, etc. Y sin embargo, al mismo tiempo que parece imponerse en nuestra conciencia, la unidad de la humanidad retrocede en las representaciones colectivas. En todo el mundo vemos los mismos retrocesos identitarios: nuevos nacionalismos, nuevas xenofobias, nuevos radicalismos religiosos, nuevas reivindicaciones comunitarias, etc.
En un momento, la Unión Europea pareció a punto de realizar el sueño de los filósofos del siglo XVIII, desde Leibniz y el abad de Saint-Pierre hasta Condorcet y Kant, pero se empantanó en su propia burocracia, sufrió los estragos de la financiarización de la economía y enfrentó el rechazo de los pueblos, que se sienten amenazados por la comunidad formada por ellos mismos. Los seres humanos saben que son similares, pero sólo quieren convivir con seres idénticos a ellos. Aunque haya que inventar identidades y reinventar incesantemente las diferencias.
Sería fácil relacionar los dos fenómenos. Los pueblos, las sociedades, las comunidades, al sentirse aplastados por la presión histórica de una humanidad globalizada, tienden a definirse por pequeñas diferencias. Temerosos de desaparecer en una totalidad uniformizadora, se refugian en los demás. Detrás de lo universal, temen al uniforme. Esta explicación negativa es pertinente en parte. Pero si bien es válido para la globalización económica y cultural, no se aplica a la crisis de la moral humanista. Porque esta moral universal, lejos de imponer uniformidad, puede ser la mejor garantía de la diversidad cultural, del mismo modo que la laicidad es la condición de la libertad religiosa. La crisis moral es más profunda. ¿Deberíamos ver en esto el origen de la crisis de las ideas?
Es lo mismo aqui. En el campo social, político o filosófico, cada día florecen mil ideas “nuevas” de otras épocas en torno a la noción de identidad. A la “derecha”, reemplaza las nociones de orden y unidad. De un rincón a otro del mundo, y en los extremos oriental y occidental de Europa, se critican los “derechos del hombre de la tierra” en nombre de identidades nacionales imaginarias que se comparan con supuestamente amenazar a otras. A coro con Joseph de Maistre, lo que se dice es: “No hay hombre en el mundo. Conocí a los franceses, italianos, rusos [...] pero el hombre, digo que nunca lo conocí en mi vida”.
En la “izquierda”, la identidad tiende a suplantar la igualdad. Contra las ilusiones universalistas, ya no se dice con Sartre: “No veo al hombre, solo veo a los burgueses, a los trabajadores, a los intelectuales”,[V] pero se invocan nuevas identidades de género, orientación sexual o incluso raza y religión,[VI] extraído de las teorías "feministas" extraño” o “descolonial”. Así se particularizan y etnicizan innumerables conflictos sociales o culturales.[Vii] Y vuelve la vieja crítica: en el fondo, lo universal es sólo el “derecho del más fuerte”. A veces se compara con el patriarcado (todos los hombres, pero no las mujeres), a veces con la “blancura” (todos los hombres, pero solo los varones blancos), el eurocentrismo (todos los hombres, pero solo los europeos) o el antropocentrismo (todos los hombres, pero no los animales). etc.
En resumen, lo universal nunca es verdaderamente universal. O, cuando lo es, es demasiado: borra particularidades, diferencias, “naciones”, “culturas”, “etnias”, “religiones de dominados” y hasta “razas” – porque hoy la noción de universal viene de el basurero de la historia al que lo han relegado los “crímenes de lesa humanidad”. Es cierto que la fuerza de propagación de estas críticas debe mucho a la debilidad conceptual ya la impotencia de lo universal. Parece haber perdido las virtudes emancipatorias de las que fue mensajero en el pasado.
Esta es la ambición de este libro: devolver a las ideas universalistas todo su poder crítico y movilizador. Lo que importa hoy es reapropiarse de las ideas de la Ilustración, sustanciar para nuestro tiempo esas ideas depreciadas por nuestro propio tiempo, que, sin embargo, las necesita más que nunca. Ponga estos conceptos devaluados sobre una base sólida. Norte continúa en el mismo lugar. La brújula falló.
Si lo universal es un concepto que ha perdido fuerza política, ¿qué pasa con el humanismo? Ningún pensador que cultive la originalidad (obligatoria en el pensamiento moderno) se atreve a declararse humanista: ¿hay algo más blando, más anticuado, más tonto? ¿No es esta la opinión más compartida por quienes no tienen convicciones particulares?
La filosofía francesa dominante de la segunda mitad del siglo XX hizo del humanismo su principal adversario. A carta sobre el humanismo, de Heidegger, tan influyente en Francia, tuvo su revancha: el humanismo sería el amistoso disfraz de una era de “olvido del ser” marcada por el triunfo de una visión “tecnocientífica” de la naturaleza nacida en la edad clásica que la reduce a un dato computable y, en consecuencia, a una materia disponible, utilizable y destructible. El llamado marxismo auténtico, el de Althusser, hizo el resto: el humanismo sería la creencia en una unidad ilusoria de la humanidad más allá de las distinciones fundamentales que estructuran la historia y la sociedad: las afiliaciones de clase.
Hoy, con el antiespecismo, lo que se dice es lo contrario: el humanismo es la creencia en la unidad moral de la humanidad de este lado de pertenecer a la comunidad más amplia de todos los seres sintientes. La crítica es la de siempre: el humanismo se presenta como una moral universal, pero en realidad es una moral particular. En el pasado era demasiado amplio, en el presente es demasiado estrecho. El humanista era un "moralista quejumbroso" que creía en el valor absoluto de la humanidad: era tonto y agradable. Hoy es un antropocentrista que ignora el valor intrínseco de otros seres que sufren: es tonto y malvado.
Pero si el humanismo es débil es sobre todo porque se basa en una idea débil: la idea de humanidad.
¿Es una debilidad moral? En cierto sentido, sí. La humanidad no es la mejor medida de la moralidad. Por un lado, el humanismo defiende la idea de que tenemos deberes básicos hacia los que son “como nosotros”: misma familia, misma nación, misma religión, misma “raza”, misma lucha, etc. (Sin embargo, si reconociéramos que tenemos deberes también hacia todos los seres humanos, esta moralidad restrictiva no debe afectar el ideal humanista.) Por otro lado, sostiene que tenemos deberes hacia todos los seres sintientes que son “como nosotros”, sin distinción de seres humanos en particular. (Sin embargo, si reconocemos que los deberes que nos unen a los seres humanos prevalecen sobre los demás, esta moralidad extensiva no debería afectar el ideal humanista). Por lo tanto, la debilidad moral del concepto de humanidad no es suficiente para poner en riesgo fundamental al humanismo. pregunta
Es necesario ir más allá. La humanidad parece ser un concepto débil en sus fundamentos filosóficos y científicos.
La debilidad filosófica del concepto de humanidad se debe, en primer lugar, a la considerable influencia de los subproductos “posmodernos” conceptualmente frágiles de las filosofías conceptualmente fuertes del siglo pasado. Hay corrientes inspiradas más o menos lejanamente en la idea heideggeriana de “destrucción de la metafísica” o, en eufemismo de Derrida, de “deconstrucción”. Bajo esta última denominación, el campus Las ciencias sociales estadounidenses y parte del mundo se dedicaron a relativizar, es decir, a recontextualizar históricamente, a reinterpretar, a criticar todos los conceptos filosóficos que fueron heredados “de” la metafísica y que se consideraban totalizadores y, por tanto, totalitarios: “Dios”, el “sujeto”, la “sustancia”, el "la razón” y, en consecuencia, el “hombre” – en los dos sentidos del término: ser humano y masculino, suponiendo que el primero es sólo un disfraz del segundo.
Lo que derivó, hoy, en la idea militante de que todas las distinciones conceptuales se construyen socialmente y no hay ninguna que no pueda ni deba ser deconstruida. Como ocurre, en particular, con todos los dualismos supuestamente “occidentales”: naturaleza/cultura, hombre/mujer, heterosexual/homosexual y, por tanto, humano/animal o incluso humano/no humano: se trata de supuestos niveladores, estandarizadores. despótica y por tanto estigmatizante para las minorías, los colonizados, las mujeres, los homosexuales, los subalternos, los animales, etc. Cuando dices "hombre", te refieres a "varón blanco occidental dominante". Donde en el pasado prevalecieron oposiciones conceptuales inequívocas, normativas y normalizadoras, es necesario establecer un continuum sano y liberador.
Esta deconstrucción del “hombre” parecía ser confirmada por el certificado de defunción emitido por una corriente filosófica completamente diferente. No fue solo la metafísica la que murió en las décadas de 1960 y 1970; también murió la filosofía en general y el hombre en particular. Al menos fue con la frase "la muerte del hombre" que se resumió la "arqueología de las ciencias humanas" de Michel Foucault, porque escribió en Las palabras y las cosas: “El hombre es un invento cuya fecha reciente la arqueología de nuestro pensamiento muestra fácilmente. Y, tal vez, el final cercano”.[Viii]
Se trataba del hombre como objeto central de las llamadas ciencias humanas. Y Foucault añadía: “No conocemos aún ni la forma ni la promesa” del “acontecimiento cuya posibilidad a lo sumo podemos prever” que será testigo del fin de las ciencias humanas; sin embargo, sospechó que “estaría relacionado con la creciente omnipotencia del objeto del lenguaje”, ya que “el hombre perece mientras el ser del lenguaje resplandece cada vez más en nuestro horizonte”.[Ex]
En este último punto, Foucault se equivocó. Si estamos asistiendo claramente a la muerte de la idea de hombre desde el cambio del siglo XXI, no es como resultado del desarrollo de una prolífica ciencia humana, en detrimento de las demás; no es el resultado de la fagocitosis interna sino de la absorción externa; es el resultado del prodigioso desarrollo de las ciencias de la vida y sus diversas relaciones en un nuevo paradigma, el paradigma cognitivo.
La debilidad del concepto de humanidad también es epistemológica. La generalización de métodos y teorías naturalistas en las ciencias humanas parece poner en peligro la definición de lo humano.[X] Las fronteras de la humanidad, entre robots y animales, son cada vez más inciertas: no dicen que haya un continuum, simples diferencias de grado, donde antes se postulaban rupturas u oposiciones binarias?
Por un lado, el reduccionismo metodológico de las neurociencias y el modelo cognitivo parecen imponer la idea de continuidad entre el hombre y la máquina: esta última sirve como modelo de inteligibilidad para el cerebro, que a su vez sirve como modelo de realizabilidad. para robots “inteligentes”. Pero estos modelos, aunque útiles para esclarecer la noción poco distinguida de inteligencia, parecen incapaces de explicar los fenómenos de la conciencia: el horizonte de la continuidad parece alejarse mientras nosotros, por nuestra parte, creemos acercarnos a él.
Por otro lado, la biología evolutiva, la primatología, la etología, la paleoantropología, la psicología evolutiva, etc., se basan metodológicamente en el postulado de la continuidad, en todos los campos, entre la especie humana y las demás especies vivas. Pero ¿no podría concluirse de esto que “las ciencias demuestran que há continuidad entre el hombre y el animal.
Esta conclusión es ilegítima. El nuevo paradigma naturalista estudia al ser humano”mientras estar vivo" o "mientras animal sujeto a las leyes de la evolución”. Por lo tanto, es absurdo sostener que las teorías que se basan en este paradigma pueden demostrar una tesis que les sirva de principio. Para hacer neurociencia, biología evolutiva o etología humana, tenemos que considerar al hombre como un ser vivo que se puede explicar de la misma manera que los demás, por lo que tenemos que adoptar una posición llamada “continuista”. (Así mismo, para hacer etnología, lingüística histórica o psicoanálisis, tenemos que adoptar la posición “discontinuista”, según la cual hay “peculiaridades del hombre”).
Si estudiamos al ser humano como animal, no es de extrañar que aparezca como animal, ya que el marcador “mientras” filtra los predicados pertinentes según las pautas metodológicas y epistemológicas previamente adoptadas. En otras palabras, el continuismo no puede ser el resultado, es la hipótesis inicial.
La debilidad epistemológica del concepto de humanidad es, en el fondo, más aparente que real. Es el resultado de un cambio de paradigma dominante en las ciencias humanas. No es una “verdad científica”. Quizá esté relacionado con el deseo sistemático de excluir del conocimiento todo prejuicio teológico y de romper con la imagen de un Hombre hecho a semejanza de Dios, situado en el centro de la Creación, radicalmente diferente de todos los seres artificiales y de todos los demás seres vivos. Pero también es el presupuesto filosófico de una época rebelde a definiciones y categorías. No es una "verdad filosófica".
Estas debilidades políticas, morales, filosóficas y científicas en la idea de humanidad son quizás solo síntomas de un mal más profundo. Lo universal, y por tanto el humanismo, parecen haber perdido toda justificación histórica.
El Siglo de las Luces proclamó “los derechos del hombre”. En esto había una parte de la ideología individualista de los derechos subjetivos, característica de la Europa y los Estados Unidos del siglo XVIII, y una parte de un proyecto universalista concreto de emancipación de la humanidad a través de la conquista de las libertades individuales.[Xi] Pero estas “declaraciones” no se basaban en un enunciado, como si todos pudieran afirmar que los hombres nacen y permanecen libres e iguales (incluso “en derechos”), pues lo que se observa es precisamente lo contrario: nacen y permanecen desiguales. , de hecho y de derecho.[Xii]
El significado de estas declaraciones era performativo: el objetivo era establecer una comunidad capaz de realizar esta igualdad de derechos. Sin embargo, a esta idea de igualdad aún le faltaba algo que sirviera de fundamento: este papel lo jugó en el siglo XVIII el Ser Supremo, padre y creador de todos los seres humanos – una secularización del universalismo del cristianismo original que la religión cristiana no pudo encarnar en Francia porque estaba ligada a la monarquía absoluta “de derecho divino”: “La Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechos del Hombre y del Ciudadano”.[Xiii]
Este “Ser supremo” fue reemplazado, sin daño alguno, por su avatar: la idea de naturaleza, como lo atestigua la Declaración de 1789 cuando definió “los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre”. Todos los hombres son “por naturaleza” iguales, a pesar de que cada uno de nosotros pueda ver lo contrario.
Sin embargo, estas dos ideas, la de un Ser supremo igual y la de una naturaleza igualadora de la que nacen todos los seres humanos, se han vuelto frágiles en nuestra posmodernidad. Las personas que han “abandonado” la religión no creen ni en una ni en otra. Y quienes no la abandonaron, ni la abrazaron, tienden a ver en su Dios la garantía de su particularidad, atestiguada por la verdad absoluta de los textos sagrados en los que creen. Así, en aras de la universalidad, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, inspirada en el sentimiento de que la civilización había superado la barbarie, no se basa ni en Dios ni en la naturaleza.
Pero esta legítima voluntad de universalidad la priva precisamente de un fundamento universalizable que ya no es posible encontrar. La eficacia del anuncio ya no puede depender de sus principios. Esa es su debilidad constitutiva. Y como ya no puede contar con la fuerza constituyente de una fuente armada con la espada del Derecho, sus efectos varían según la evolución de las relaciones internacionales y el frágil ordenamiento jurídico resultante.
No hay manera de no rendirse a la evidencia. Si es tan fácil criticar filosóficamente el universalismo humanista, o ridiculizarlo, es porque, a pesar de su aparente generosidad, o quizás por ella, sus ideas ya no resisten nada. No puede descansar en una creencia teísta: porque si Dios existe, es la fuente de todo valor.
Quizá hizo iguales a todos los hombres, o quizá no; y los hombres sólo tienen valor si lo reconocen o si respetan sus mandamientos: de ahí los conflictos interreligiosos. El universalismo no puede basarse en una visión naturalista: en comparación con la naturaleza, la especie humana tiene tanto valor como cualquier otra especie de mamífero o insecto; o tal vez valga aún menos, si es, como la gente prefiere describirlo hoy, el mayor depredador y el mayor causante de los desequilibrios de los ecosistemas. Y sería contrario a la intuición sostener que “la naturaleza hizo a todos los hombres iguales”. Todos podemos ver que este no es el caso.
¿Son inútiles las tesis universalistas, o al menos carecen de consistencia conceptual? El humanismo de la Ilustración se creía arraigado, pero estaba centrado en Occidente: esa era su fragilidad conceptual y la contradicción interna que todavía paga hoy. En este momento de humanidad globalizada, el humanismo puede ser universalista, pero es precario, porque no tiene una justificación trascendente. Intentar volver a darle un fundamento filosófico, puramente racional, es la ambición de este libro.
El humanismo universalista, en el sentido estricto que le daremos al término, consta, como ya hemos dicho, de tres tesis.
La humanidad es una comunidad ética: esta es la tesis universalista propiamente dicha. Se opone al relativismo según el cual no puede haber una moral válida y reconocida para todas las comunidades. La parte I mostrará la posibilidad del universalismo, refutando el relativismo.
La humanidad es la única fuente de valor. Esta es la tesis humanista propiamente dicha. Se opone a la idea de que el valor de la humanidad proviene de otros seres (Dios, la Naturaleza), o de que nada, ni siquiera la humanidad, tiene valor (nihilismo). La Parte II estará dedicada a los rivales universalistas del humanismo.
Estas dos primeras partes son críticas. El punto capital permanece. Si el humanismo no es un particularismo occidental y no se basa en Dios, la Naturaleza o cualquier otra cosa, ¿cuál es la base de la idea del valor de la humanidad y la igualdad de todos los seres humanos? Son estas dos preguntas las que la Parte III tratará de responder.
*Francis Wolff Es profesor de filosofía en la École Normale Supérieure de París. Autor, entre otros libros, de Pensando con los Antiguos (unesp).
referencia
Francisco Wolff. En defensa de lo universal: fundar el humanismo. Traducción: Mariana Echalar. São Paulo, Unesp, 2021, 270 páginas.
Notas
[i] Agradezco calurosamente a André Comte-Sponville y Bernard Sève, amigos fieles, francos y confiables, cuya lectura rigurosa me permitió mejorar significativamente este texto.
[ii] Publicado por la Editora Unesp en 2013. [NE]
[iii] /10/2021 15:12:41
[iv] Publicado por la Editora Unesp en 2018. [NE]
[V] Sartre, “Jean-Paul Sartre responde”, p.92-3.
[VI] Vemos cada vez más en las ciencias sociales (y no sólo en las universidades norteamericanas) estudios exclusivos dedicados a las “minorías” subyugadas (estudios negros, Estudios afroamericanos, Estudios de género, Estudios feministas, Estudios judíos, Estudios Islámicos etc.), con un programa teórico y militante que vino a sustituir a los estudios transversales (historia, antropología, sociología, filosofía).
[Vii] Véase, por ejemplo, Amselle, L'ethnicisation de la France.
[Viii] foucault, Palabras y cosas, p.398.
[Ex] Ibíd., P.397.
[X] Wolff Notre Humanité, p. 123-5.
[Xi] Cf. además, Parte I, cap. 2, pág. 43.
[Xii] Distinguimos entre la igualdad "de derechos" otorgada a todos los hombres o a todos los ciudadanos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la igualdad "de derecho" (a diferencia de la igualdad "de hecho"), es decir, la que es reconocida por un sistema de normas En términos más simples: “de facto” es lo que es, “de jure” es lo que debería ser.
[Xiii] Con mayor motivo, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) hace referencia a “Dios”, el “Creador” y la “Divina Providencia”. Sobre estas cuestiones históricas o genealógicas, cf. además, Parte II, p.69.