por ALEJANDRO DE FREITAS BARBOSA*
Un inventario de hipótesis para el Brasil contemporáneo
La interacción entre las dimensiones económica y política es uno de los temas más complejos en las ciencias sociales. El hilo conductor de las reflexiones de Albert Hirschman gira en torno a esta problemática relación. El politólogo-economista -de origen alemán, naturalizado estadounidense- siguió en su obra los sucesivos “acoplamientos” y “desenganches” entre estas dimensiones a través de las “alternancias entre autonomía e interdependencia” [1].
En lugar de una relación directa y funcional entre economía y política –que llevaría a la formalización de rígidos modelos teóricos con reducido potencial analítico–, Hirschman recomienda investigar esta intrincada e impredecible conexión a partir de experiencias históricas concretas. Esto es lo que se desprende de sus precisos y sutiles análisis de América Latina, los países desarrollados y Europa del Este.
Este artículo se propone tejer un inventario de hipótesis para el Brasil contemporáneo, a través de un enfoque de largo plazo, con el objetivo de comprender los “trucos de la historia” y cómo la interacción potencialmente contradictoria entre economía y política aparece bajo diferentes perspectivas.
En el período 1945-1964, el país vivió un período de estabilidad democrática con importantes transformaciones económicas y sociales en medio del proceso de industrialización. La democracia tenía algunos resquicios: los analfabetos no votaban, el PCB estaba fuera de la ley y los militares eran convocados con frecuencia para “preservar” la institucionalidad vigente. El proyecto de desarrollo esgrimido por los sectores nacionalistas requirió la ejecución de reformas básicas -incluso al interior del aparato estatal- para promover el desarrollo con inclusión social. Este proyecto fue finalmente derrotado por las élites modernizadoras capitalinas, quienes abrazaron el golpe de 1964 como una forma de lograr la “estabilidad política” para la reproducción ampliada de las fuerzas productivas del capitalismo en el territorio nacional.
El régimen militar creó las condiciones para la subordinación de la dimensión política a los designios de acumulación de capital. La “clase de los otros”, compuesta por los que viven del trabajo y los intelectuales contrahegemónicos, fue purgada del poder. El tecnócrata se convirtió en el pilar del régimen, proporcionando los medios “óptimos” en términos de política económica. Bajo la “autocracia burguesa”, el capital no participaba del régimen como clase dominante, sino como clase dominante. Crédito abundante, exenciones de impuestos, salarios comprimidos, además de mordazas a la prensa, se encargaron de asegurar por la fuerza la “hegemonía” de la clase privilegiada, impulsada por el dinamismo económico.
Incluso antes de la crisis de la deuda externa de la década de 1980, varios empresarios abandonaron el barco. Las propias élites políticas inventaron nuevas siglas para asegurar la persistencia del pasado sobre el presente. En lugar de transición, tuvimos alojamiento. Por otro lado, los movimientos de base, encabezados por el PT, surgieron como un torrente con la esperanza de romper los diques del autoritarismo. Fruto de este cortocircuito entre sociedad y política fue la Constitución de 1988, que, aunque disgustó a griegos y troyanos, se convirtió en el espacio en torno al cual se desarrollarían los conflictos en las décadas siguientes.
Durante la década de 1990, los economistas neoliberales crearon la narrativa de que la Constitución era un impedimento para estabilizar la inflación, el crecimiento económico y aumentar la productividad. Se aprobaron reformas constitucionales para facilitar la entrada de capital extranjero y privatizar sectores hasta ahora considerados estratégicos. Se armó una ofensiva para “enterrar” la Era Vargas. En cuanto a las políticas sociales, prevaleció la implementación gradual de la Constitución – SUS, el financiamiento de la educación con recursos destinados a las diversas entidades de la federación y las prestaciones de seguridad social no contributivas. En cuanto a la legislación laboral, el “mercado” trató de promover la reforma a través de la precariedad.
Por tanto, prevaleció la lógica de que la nueva institucionalidad política y jurídica debía ser cambiada, aplicada gradualmente o incluso eludida por el mercado según los intereses de clase que sustentaban el gobierno de FHC. A pesar de los conflictos sociales, la política se adaptó a la economía, que se mostró incapaz de cumplir lo prometido por los neoliberales.
Desde los gobiernos del PT se asumió que el crecimiento económico y el surgimiento de un nuevo modelo de desarrollo podían y debían beneficiarse de la institucionalidad existente. Hubo una ampliación de las políticas sociales previstas en la Constitución, a las que se sumaron la política de aumento del salario mínimo, la Bolsa Família y la recuperación del poder del Estado, especialmente a través de los bancos estatales. También se instituyeron importantes acciones para reducir las desigualdades en el acceso a la educación superior.
Sin embargo, esta nueva agenda política se vio limitada por el llamado trípode de la política económica. La generación de superávits primarios -practicados a lo largo del gobierno de Lula y del primer gobierno de Dilma- debería contribuir al pago de los intereses de la deuda pública. La apreciación cambiaria permitió que las tasas de interés cayeran, a pesar de que se mantuvieron altas en términos reales. Durante este período se expandió el mercado interno, así como las exportaciones (no sólo .), y la inversión extranjera de todo tipo fluyó hacia el país. Pero las políticas de mayor densificación de los encadenamientos productivos -incluso en los sectores más intensivos en tecnología- y de cambio en el patrón de inserción externa, así como una efectiva planificación estatal, no avanzaron de manera contundente.
Así, a pesar de la importante mejora de los indicadores sociales, no se lograron las condiciones para elevar la productividad y reducir las desigualdades de manera sostenida en el largo plazo. Mantener el trípode de la política económica bloqueó la conformación de un proyecto de desarrollo nacional.
Cualquier cambio en el plan económico requería un reordenamiento de las fuerzas políticas y sociales que apoyaban al gobierno que, en 2010, alcanzó el 80% de aprobación popular. En resumen, la economía no apareció como un obstáculo, ya que generó dividendos políticos en el corto plazo. Por otra parte, una nueva coalición política y social era la condición para superar los dilemas económicos. La opción era no cambiar el equipo que estaba ganando.
Cuando se intentó cambiar la política económica en 2012, se hizo de manera precipitada, sin vetas de consenso y en un contexto de desaceleración. Los dividendos políticos de ayer se evaporaron y el gobierno de Dilma se convirtió repentinamente en el responsable de todos los males del país.
La victoria electoral de 2014 creó las condiciones para el surgimiento de una oposición acérrima, que trascendió el ámbito de los partidos, recibió amplio apoyo de la prensa mayoritaria, las altas finanzas y segmentos del Poder Judicial y del Ministerio Público bajo la bandera de Lava Jato. Esta fue la contraseña para la derrota de todas las fracciones de la clase burguesa previamente anidadas en el seno del poder.
Según el nuevo discurso hegemónico, los avances sociales “populistas” de la década de 2000 y la “corrupción sistémica” estaban en la raíz de la “crisis fiscal”, allanando el camino para el golpe de Estado de 2016. deuda pública/PIB resultó de la caída de la económica entre 2015 y 2016, en un contexto de subida de tipos de interés y fuerte inestabilidad política generada por una oposición ávida de tomar el poder “con todo y con todos”.
Ahora, el discurso que guió el golpe de 2016 invirtió la relación de causalidad. Como la “crisis económica” generó inestabilidad política, la salida del presidente electo, al asegurar el regreso de las reformas fallidas de los años 1990, fue la condición para la reanudación del crecimiento. Por “reformas” se entiende la aniquilación de la carta constitucional en todos sus puntos estratégicos. Como guinda del pastel llegó la ley de techo de gasto, que comprometió el funcionamiento de la administración pública y asfixió el papel del Estado como inductor de inversiones. El magro crecimiento entre 2017 y 2019, en un contexto de tasas de interés aún altas, trajo la crisis fiscal permanente.
Con la llegada del capitán al poder, la agenda de destrucción del Estado y de los derechos unificó a las distintas fracciones de clase de la burguesía. Los neoliberales dieron paso a los “milicianos de mercado”, para usar la imagen de una de las bases de apoyo del gobierno. La erosión de los vínculos de solidaridad económica impulsada por el Estado a lo largo de la historia ha debilitado las relaciones intersectoriales e interregionales que habían construido una estructura económica y social compleja.
El territorio nacional fue desgarrado, convirtiéndose literalmente en tierra arrasada para la conquista extranjera.
En este contexto, ya no es posible emprender un nuevo proceso de acumulación duradera de capital. La acumulación primitiva generalizada de capital es la muerte del capitalismo como proceso dinámico y contradictorio, pues exige la demolición del Estado regulador y del trabajo asalariado con derechos.
La política de demolición –no hay “fascismo”, ni “populismo”, y mucho menos “desarrollismo” capaz de encajar en esta nueva fórmula– impide cualquier perspectiva de desarrollo económico. El odio de clase de las capas sociales medias -individualistas, autoritarias y antiestatales- enterró la democracia burguesa soñada por el presidente obrero, donde todas las clases tendrían su parte divina.
El problema vuelve a ser esencialmente político antes que económico, sobre todo porque no hay ni habrá salida para el capitalismo en Brasil mientras los “milicianos del mercado” estén al mando. Tampoco es suficiente. Si son defenestrados, el “Centrão” asumirá el protagonismo, utilizando pedazos del Estado para distribuir beneficios a los subalternos. La crisis fiscal se prolongará, sin desarrollo, arrojando el discurso neoliberal, al menos en materia de política económica, al basurero de la historia.
Es hora de que la burguesía despierte y comprenda que su sometimiento al oportunismo a través de la “ingeniería de asalto” no asegura la estabilidad política y, en el límite, se vuelve contra sus intereses a largo plazo, como resumió Wanderley Guilherme dos Santos en su último trabajo. [2].
Nos guste o no, esta tarea convincente recae en la izquierda. Se trata de restablecer puentes entre las diversas fuerzas sociales y políticas. Para empezar a reconstruir lo que queda de esta tierra devastada, donde un día se imaginó que el desarrollo económico podía dar sus frutos con la democracia y la reducción de las desigualdades. Es demasiado pronto para tirar la toalla. La historia no parece ofrecernos ninguna alternativa.
*Alejandro de Freitas Barbosa Profesor de Historia Económica y Economía Brasileña en el Instituto de Estudios Brasileños de la Universidad de São Paulo (IEB/USP).
Notas
[1] HIRSCHMAN, Alberto. Autosubversión: teorías consagradas en jaque. São Paulo, Companhia das Letras, 2016, pág. 250, 253-257.
[2] SANTOS, Wanderley Guilherme. Democracia impedida: Brasil en el siglo XXI. Río de Janeiro: FGV Editora, 2017, p, 7-8, 16-17.