El discurso del odio

Paisaje de Itapoan, 1953. José Pancetti, Óleo sobre lienzo, cid 55,00 cm x 38,00 cm
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por JUDITH MAYORDOMO*

Introducción al libro recién publicado

Acerca de la vulnerabilidad del lenguaje

“El fracaso […] es un mal al que están sujetos todos los actos que tienen el carácter de rito o ceremonia: por tanto, todos los actos convencionales”. (Derrida, márgenes de la filosofía).
“Hay más formas de abusar del lenguaje que la mera contradicción”. (JL Austin).

Cuando afirmamos haber sido heridos por el lenguaje, ¿qué tipo de afirmación hacemos? Atribuimos una agencia al lenguaje, el poder de herir, y nos posicionamos como objetos de su trayectoria dañina. Afirmamos que el lenguaje actúa, y actúa contra nosotros, y esta afirmación es, a su vez, una nueva instancia del lenguaje, que busca bloquear la fuerza de la instancia anterior. De esta manera, ejercitamos el poder del lenguaje aun cuando buscamos contener su fuerza, atrapados en una trama que ningún acto de censura es capaz de desentrañar.

¿Nos podría hacer daño el lenguaje si no fuéramos, de alguna manera, seres lingüísticos, seres que necesitan del lenguaje para existir? ¿Es nuestra vulnerabilidad al lenguaje una consecuencia de estar constituidos en sus términos? Si estamos formados en el lenguaje, entonces este poder constitutivo precede y condiciona cualquier decisión que lleguemos a tomar sobre él, insultándonos desde el principio, por así decirlo, por su poder anterior.

El insulto, sin embargo, asume su específica proporción en el tiempo. Una de las primeras formas de insulto lingüístico que aprendes es llamarte algo. Pero no todos los nombres con los que nos llaman son insultantes. Ser llamado por un nombre es también una de las condiciones por las cuales un sujeto se constituye en el lenguaje; de hecho, este es uno de los ejemplos que utiliza Louis Althusser para explicar la “interpelación”. ¿El poder que tiene el lenguaje para herir deriva de su poder interpelativo? ¿Y cómo emerge la agencia lingüística, si es que surge, de esta escena que permite la vulnerabilidad?

El problema del lenguaje ofensivo plantea la pregunta de qué palabras duelen, qué representaciones ofenden, lo que sugiere que nos concentremos en aquellas partes del lenguaje que son enunciadas, enunciables y explícitas. Aun así, el insulto lingüístico parece resultar no sólo de las palabras con las que se dirige a alguien, sino también de la forma de dirigirse a sí misma, una forma -una disposición o un posicionamiento convencional- que interpela y constituye al sujeto.

Una persona no está simplemente restringida por el nombre por el cual es llamada. Al ser llamada algo injurioso, es menospreciada y humillada. Pero el nombre ofrece otra posibilidad: al ser insultado, la persona adquiere también, paradójicamente, cierta posibilidad de existencia social y es iniciada en la vida temporal del lenguaje, lo que excede las finalidades anteriores que animaban ese nombre. Por tanto, la llamada injuriosa puede parecer que restringe o paraliza a quien se dirige, pero también puede producir una respuesta inesperada que ofrece posibilidades. Si ser llamado es cuestionado, la denominación ofensiva corre el riesgo de introducir en el discurso un sujeto que utilizará el lenguaje para rebatir la denominación ofensiva. Cuando el llamado es injurioso, ejerce su fuerza sobre el que hiere. Pero, ¿cuál es esta fuerza y ​​cómo podemos entender sus defectos?

JL Austin propuso que, para saber qué hace que un enunciado sea efectivo, qué establece su carácter performativo, primero hay que ubicarlo en la “situación total del habla”. Sin embargo, no es fácil decidir la mejor manera de delimitar esta totalidad. Un análisis de la concepción de Austin proporciona al menos una razón para esta dificultad. Distingue entre actos de habla “ilocucionarios” y “perlocucionarios”: los primeros son actos de habla que, al decir algo, hacen lo que dicen y cuando lo dicen; los segundos son actos de habla que producen como consecuencia determinados efectos; cuando se dice algo, se produce cierto efecto. El acto de habla ilocucionario es en sí mismo el acto que se deriva de él; el perlocucionario sólo conduce a ciertos efectos que no son lo mismo que el propio acto de habla.

En casos ilocucionarios, cualquier delimitación del acto de habla total sin duda incluiría una comprensión de cómo se invocan ciertas convenciones en el momento de la emisión: si la persona que las invoca está autorizada para hacerlo, si las circunstancias de la invocación son correctas. Pero, ¿cómo delimitar el tipo de “convención” que suponen los enunciados ilocucionarios? Tales declaraciones, que hacen lo que dicen en el momento en que lo dicen, no son sólo convencionales sino, en palabras de Austin, "rituales o ceremoniales". Como enunciados, funcionan en la medida en que se presentan como un ritual, es decir, repetidos en el tiempo y, en consecuencia, en la medida en que su esfera de acción no se restringe al momento mismo del enunciado. El acto de habla ilocucionario realiza su acto en el momento enunciación y, una vez ritualizado el momento, nunca es simplemente un momento único. El “momento” en el ritual es una historicidad condensada: se excede a sí mismo hacia el pasado y el futuro, es efecto de invocaciones anteriores y futuras que constituyen simultáneamente la instancia de la enunciación y la escapan.

La afirmación de Austin de que sólo es posible conocer la fuerza de la ilocución una vez que se puede identificar la "situación total" del acto de habla se ve amenazada por una dificultad constitutiva. Si la temporalidad de la convención lingüística, considerada como ritual, excede la instancia de su enunciación, y si este exceso no es del todo aprehensible o identificable (no se puede narrar con certeza el pasado y el futuro de la enunciación), entonces parece que lo que constituye la “situación de habla total” es la imposibilidad de llegar a una forma totalizada en cualquiera de las instancias.

En este sentido, encontrar el contexto apropiado para el acto de habla en cuestión no es suficiente para evaluar con precisión sus efectos. La situación de habla, por lo tanto, no es un simple tipo de contexto, algo que pueda ser fácilmente definido por límites espaciales y temporales. Ser herido por el discurso es sufrir una pérdida de contexto, es decir, es no saber dónde se está. En efecto, es posible que la lesión de un acto de habla lesivo esté constituida por el carácter impredecible de este tipo de actos, el hecho de dejar fuera de control a su destinatario. La capacidad de circunscribir la situación del acto de habla se ve comprometida en el momento de la llamada lesiva. Ser llamado insultantemente no es sólo abrirse a un futuro desconocido, sino desconocer el tiempo y el lugar del insulto, desorientarse en relación a la propia situación como efecto de ese discurso. Lo que se revela en el momento de tal ruptura es justamente la inestabilidad de nuestro “lugar” en la comunidad de hablantes; podemos ser “puestos en nuestro lugar” por este discurso, pero ese lugar no puede estar en ninguna parte.

La “supervivencia lingüística” supone que un cierto tipo de supervivencia tiene lugar en el lenguaje. De hecho, los estudios sobre el discurso del odio se refieren constantemente a él. Afirmar que el lenguaje duele o, para citar la formulación utilizada por Richard Delgado y Mari Matsuda, que “las palabras duelen” es combinar vocabularios lingüísticos y físicos. El uso de un término como “dolor” sugiere que el lenguaje puede tener efectos similares a los del dolor o lesión física. Charles R. Lawrence III considera que el discurso racista es un “ataque verbal” y señala que el efecto de los insultos raciales es “como recibir una bofetada en la cara. La herida es instantánea”. Ciertas formas de insultos raciales también “producen síntomas físicos que incapacitan temporalmente a la víctima…”.

Estas formulaciones sugieren que el daño lingüístico actúa de manera similar al daño físico, pero el uso del símil sugiere que se trata, después de todo, de una comparación entre cosas diferentes. Consideremos, sin embargo, que esta aproximación bien puede implicar que los dos términos sólo son comparables metafóricamente. En efecto, parece que no existe un lenguaje específico para el dominio del daño lingüístico, que se ve, por así decirlo, obligado a extraer su vocabulario de los daños físicos. En este sentido, parece que la conexión metafórica entre vulnerabilidad física y lingüística es esencial para la descripción de la propia vulnerabilidad lingüística. Por un lado, el hecho de que no parezca haber una descripción “adecuada” del daño lingüístico hace aún más difícil identificar la especificidad de la vulnerabilidad lingüística en relación y en oposición a la vulnerabilidad física. Por otro lado, el hecho de que se utilicen metáforas físicas en casi todas las ocasiones para describir el daño lingüístico sugiere que esta dimensión somática puede ser importante para comprender el dolor lingüístico. Ciertas palabras o ciertas formas de llamar no solo amenazan el bienestar físico; el cuerpo es alternativamente preservado y amenazado por diferentes modos de dirigirse.

El lenguaje sostiene el cuerpo no trayéndolo literalmente a la existencia o alimentándolo; por el contrario, es porque se cuestiona en términos de lenguaje que se hace posible una cierta existencia social del cuerpo. Para comprender esto, necesitamos imaginar una escena imposible, la de un cuerpo que aún no ha recibido una definición social, un cuerpo que, en rigor, no es accesible para nosotros, pero se vuelve accesible con ocasión de una llamada, una interpelación que no “descubre” este cuerpo, sino que, fundamentalmente, lo constituye. Podríamos pensar que, para ser llamados, primero necesitamos ser reconocidos, pero aquí parece adecuada la inversión althusseriana de Hegel: la llamada constituye un ser dentro del circuito posible del reconocimiento y, en consecuencia, fuera de él, en la abyección.

Podríamos pensar que la situación es más banal: ciertos sujetos ya constituidos corporalmente pasan a llamarse así o aquello. Pero, ¿por qué los nombres con los que se llama al sujeto parecen infundir miedo a la muerte e incertidumbre sobre la posibilidad de sobrevivir? ¿Por qué una llamada meramente lingüística debería producir miedo en respuesta? ¿No será, en parte, porque la actual llamada evoca y pone en acción los formadores que dieron y siguen dando la existencia? De este modo, ser llamado no es sólo ser reconocido por lo que ya se es, sino tener la concesión del término mismo por el cual se hace posible el reconocimiento de la existencia. Empezamos a “existir” en virtud de esta dependencia fundamental de la llamada del Otro. “Existimos” no solo porque somos reconocidos, sino porque a priori, Porque estamos reconocible. Los términos que facilitan el reconocimiento son en sí mismos convencionales; son los efectos e instrumentos de un ritual social que decide, a menudo a través de la exclusión y la violencia, las condiciones lingüísticas de los sujetos capaces de sobrevivir.

Si el lenguaje puede sostener el cuerpo, también puede amenazar su existencia. Así, la pregunta sobre los modos específicos en que el lenguaje amenaza la violencia parece estar ligada a la dependencia originaria que todo ser hablante tiene de la llamada interpelativa o constitutiva del Otro. En El cuerpo en dolor [El cuerpo en dolor], Elaine Scarry afirma que la amenaza de la violencia es una amenaza al lenguaje, a su posibilidad de constituir un mundo y producir sentido. Su formulación tiende a oponer violencia y lenguaje, como si uno fuera el inverso del otro. ¿Y si el lenguaje tiene en sí mismo posibilidades de violencia y destrucción del mundo? Para Scarry, el cuerpo no es solo anterior al lenguaje; ella afirma de manera convincente que el dolor del cuerpo es inexpresable en el lenguaje, que el dolor destruye el lenguaje y que el lenguaje puede combatir el dolor incluso cuando no logra captarlo. Scarry muestra que el esfuerzo moralmente imperativo de representar el cuerpo en dolor se ve frustrado (pero no excluido) por la irrepresentabilidad del dolor que trata de representar. En su opinión, una de las consecuencias nocivas de la tortura es que la persona torturada pierde la capacidad de documentar el acto de tortura a través del lenguaje; por tanto, uno de los efectos de la tortura es la eliminación de su propio testimonio. Scarry también muestra cómo ciertas formas discursivas, como el interrogatorio, ayudan y refuerzan el proceso de tortura. En este caso, sin embargo, el lenguaje ayuda a la violencia, pero no parece ejercer tu propio violencia. Esto plantea la siguiente pregunta: si ciertas formas de violencia invalidan el lenguaje, ¿cómo explicamos el tipo específico de herida que el propio lenguaje puede producir?

Toni Morrison se refiere específicamente a la “violencia de la representación” en su discurso del Premio Nobel de Literatura de 1993. “El lenguaje opresivo”, escribió, “hace más que representar la violencia; ella es violencia.” Morrison nos ofrece una parábola en la que el propio lenguaje se representa como una “cosa viva”, una imagen que no es ni falsa ni irreal, indicando algo verdadero sobre el lenguaje. En esta parábola, unos niños juegan un juego cruel al pedirle a una mujer ciega que adivine si el pájaro que sostienen está vivo o muerto. La ciega se niega a responder y desvía la pregunta: "No sé...

Lo que sí sé es que está en tus manos. Está en tus manos".

Morrison elige entonces interpretar a la mujer de la parábola como una escritora experimentada y al pájaro como el lenguaje; ella hace conjeturas sobre cómo

esta experimentada escritora piensa en el lenguaje: “piensa en el lenguaje en parte como un sistema, en parte como un ser vivo sobre el que tenemos control, pero sobre todo como agencia, un acto que tiene consecuencias. Así, la pregunta que hacen los niños, '¿Estás vivo o muerto?', no es descabellada, porque piensan en el lenguaje como algo susceptible de muerte, de borrado”.

Morrison utiliza la conjetura para escribir sobre lo que conjetura el escritor experimentado, una reflexión a la vez sobre y sobre el lenguaje y sus posibilidades conjeturales. Dentro de un marco figurativo, Morrison anuncia la "realidad" del marco en los propios términos del marco. La mujer de la parábola piensa el lenguaje como algo vivo: Morrison nos presenta la realización de este acto de sustitución, el símil por el cual el lenguaje se representa como vida. La "vida" del lenguaje queda así ejemplificada por esta misma representación del símil. Pero, ¿qué tipo de puesta en escena es esta?

Se piensa en el lenguaje “principalmente como agencia, un acto que tiene consecuencias”; un hacer prolongado, una actuación con efectos. Eso es casi una definición. El lenguaje es, después de todo, “pensamiento”, es decir, postulado o constituido como “agencia”. Sin embargo lo és como agencia en la que se piensa; un reemplazo figurativo hace posible el pensamiento de la agencia del lenguaje. Como esta misma formulación se produce na el lenguaje, la “agencia” del lenguaje no es sólo el objeto de la formulación, sino su acción misma. Tanto el postulado como la figuración parecen ejemplificar la agencia en cuestión.

Podríamos sentirnos tentados a pensar que es incorrecto atribuir agencia al lenguaje, que solo los sujetos pueden hacer cosas con el lenguaje y que la agencia tiene su origen en el sujeto. Pero, ¿es la agencia del lenguaje lo mismo que la agencia del sujeto? ¿Hay alguna manera de distinguir los dos? Morrison no solo presenta la agencia como una representación del lenguaje, sino el lenguaje como una representación de la agencia y con una “realidad” incontestable. Morrison escribe: “Morimos. Ese tal vez es el significado de la vida. Pero nosotros Hacemos el lenguaje. Esta es quizás la medida de nuestra vida”. Morrison no afirma que "el lenguaje es agencia", ya que ese tipo de afirmación privaría al lenguaje de la agencia que pretende transmitir.

Al negarse a responder a la cruel pregunta de los niños, la mujer ciega, según Morrison, "distrae la atención de las afirmaciones sobre el poder hacia el instrumento mediante el cual se ejerce ese poder". Asimismo, Morrison se niega a hacer afirmaciones dogmáticas sobre la naturaleza del lenguaje, ya que esto oscurecería la forma en que el 'instrumento' de esa afirmación participa en la existencia misma del lenguaje; la irreductibilidad de todo enunciado a su instrumento es precisamente lo que establece la división interna del lenguaje. El hecho de que el lenguaje no se deshaga de su propia instrumentalidad o, más aún, de su naturaleza retórica, constituye precisamente su incapacidad para anularse a sí mismo al contar una historia, al referirse a lo que existe o en las escenas fugaces de la interlocución.

Significativamente, para Toni Morrison, “agencia” no es lo mismo que “control” ni es una función de la sistematicidad del lenguaje. Parece que no es posible primero aprehender la agencia humana y luego especificar el tipo de agencia que los seres humanos tienen en el lenguaje. "A nosotros Hacemos el lenguaje. Esta es quizás la medida de nuestra vida”.

Hacemos cosas con el lenguaje, producimos efectos con el lenguaje y hacemos cosas al lenguaje, pero el lenguaje también es lo que hacemos. El lenguaje es un nombre para lo que hacemos: tanto “qué” hacemos (el nombre de la acción que realizamos característicamente) como lo que tenemos como efecto, el acto y sus consecuencias.

En la parábola de Morrison, la mujer ciega se compara con un escritor experimentado, lo que sugiere que la escritura es, en cierto sentido, ciega, sin saber en manos de quién caerá, cómo se leerá y usará, o de qué fuentes se deriva. La escena de la parábola es una interlocución en la que los niños se aprovechan de la ceguera de la mujer para obligarla a tomar una decisión que no puede tomar, y la fuerza de este llamado reside en lo que la mujer interpreta como el ejercicio de una agencia que el llamado pretendía negarle. . No toma ninguna decisión, pero llama la atención sobre “el instrumento por el cual se ejerce el poder”, indicando que la elección está en manos de sus interlocutores, los que ella no puede ver. No puede saber, según la interpretación de Morrison, si el lenguaje sobrevivirá o morirá a manos de quienes usan el habla con la fuerza de la crueldad.

Tanto en la parábola como en la interpretación de Toni Morrison, la cuestión de la responsabilidad es central, representada por las “manos” de los niños o, de hecho, quienes heredan la responsabilidad de la vida o muerte del lenguaje. El escritor es ciego; ignora el futuro del idioma en el que escribe. De esta forma, el lenguaje es pensado, por un lado, “principalmente como una agencia”, distinta de las formas de dominación o control, y, por otro lado, por la clausura del sistema.

La analogía utilizada por Toni Morrison sugiere que el lenguaje vive o muere al igual que un ser vivo puede vivir o morir, y que la cuestión de la supervivencia es fundamental para la cuestión de cómo se usa el lenguaje. Morrison afirma que “el lenguaje opresivo […] é violencia”, y no una mera representación de la violencia. El lenguaje opresivo no sustituye la experiencia de la violencia. Ella pone en acción su propia forma de violencia. El lenguaje permanece vivo cuando se niega a “contener” o “capturar” los acontecimientos y las vidas que describe. Pero cuando busca efectuar esta captura, el lenguaje no sólo pierde su vitalidad sino que también adquiere su propia fuerza violenta, una fuerza que Morrison asocia a lo largo de la conferencia con el lenguaje del estado y la censura.

*Judith mayordomo es profesor de filosofía en la Universidad de California, Berkeley. Autor, entre otros libros de Vida precaria: los poderes del duelo y la violencia (Auténtico).

referencia


Judith Mayordomo. El discurso del odio: una política de lo performativo. Traducción: Roberta Fabbri Viscardi.
São Paulo, Unesp, 2021, 284 páginas.

 

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