republica dificil

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por Gabriel Cohn*

En una sociedad que no tiene una base para la igualdad, el término “perdón”, que a simple vista parece lo más inocuo, es en realidad una bomba verbal de efecto retardado.

El Presidente de la República hace un chiste homofóbico sobre un refresco cuyo color no le gusta. Al poco tiempo, dada la mala repercusión de su pronunciamiento, se declaró arrepentido y pidió disculpas. ¿Acto aislado, que involucra a una figura pública notoriamente bocón? Lejos de ahi. Envuelto en este episodio encontramos uno de los rasgos más expresivos del lenguaje cotidiano de sociedades como la nuestra, en una versión muy ampliada. Esta es la expresión “lo siento”, utilizada para evitar o mitigar relaciones potencialmente conflictivas.

El término "lo siento", que a primera vista parece la cosa más inofensiva, es en realidad una bomba verbal retrasada. Revela mucho sobre la sociedad en la que se usa, también en comparación con otras. Es característico de este tipo de recurso verbal contener mensajes ocultos. En nuestro caso, son dos. Uno indica la posición social por la que se orienta cada uno de los interlocutores y el otro indica el sentir exacto de quienes lo emplean.

En una sociedad como la brasileña, la expresión, o fórmula, “perdón” parece obvia, pero tiene un significado complejo. A todos los efectos, el Presidente de la República puede permitirse disculparse y decretar desde lo alto de su autoridad que el asunto está cerrado, le duela a quien le duela, como diría el presidente oligárquico Fernando Collor. Si preguntaste, fue respondido, no juegas con autoridad. Sin embargo, hay más significados involucrados en el uso de esa fórmula. En general, esta fórmula tiene otro componente oculto importante. Su uso implica la capacidad del interlocutor dominante de proclamar, por sí mismo, quién puede aceptar o no una disculpa.

En condiciones marcadas por la jerarquía y con un fuerte déficit de relaciones igualitarias, “perdón” es un término vacío para el superior y amenazante para el inferior. No significa culpabilidad anulada, sino pena perdonada. En este tipo de sociedad, la cuestión de la disculpa es inseparable de la del castigo. Se puede adelantar que la eficacia social de la excusa se debe a esto. En realidad, en una sociedad como la nuestra, la posibilidad del castigo está en el centro, moldea todas las relaciones. Esta es la clave. Entre otras consecuencias, esto se traduce en un patrón oligárquico de relaciones sociales (o, en el mejor de los casos, en lo que podemos llamar “democracia señorial”) en el que la huida del castigo, en la forma exacta de la impunidad, está directamente ligada a la proximidad de la poderoso. . Cuando se involucran en relaciones sociales estratificadas, la excusa aceptada por quienes están en una posición superior implica su disposición a no castigar “esta vez”, reforzando así su superioridad. En estas condiciones, abstenerse de la pena es una concesión, y quien se excusa recibe una garantía momentánea de impunidad. Lo que, además, facilita la aceptación de la reiterada impunidad que se observa en los poderosos. La abstención del castigo por parte del poderoso, al ser una concesión, no opera como un acto de justicia, sino que representa un favor, un acto de discrecionalidad, una concesión selectiva, no generalizada (para ti hago esto, te ofrezco en este momento el sentimiento de impunidad).

Esto da lugar a dos consecuencias de peso en la vida social. En primer lugar, crea una situación modelo, en el sentido de que elimina la responsabilidad de ambas partes. Quien pide o concede una disculpa está eludiendo el acto responsable, capaz, justamente, de responder por sus actos. Esto quiere decir que en las sociedades marcadas por la norma de la apología, la responsabilidad vale poco, cuando no se desprecia como signo de falta de habilidad en la vida social. Entonces, como una consecuencia más profunda de ese patrón, se daña el pilar mismo de la vida social, que es la reciprocidad.

Un ejemplo impresionante de esta conexión entre el castigo y la distancia social a través del uso de excusas lo brinda un episodio que tuvo lugar hace dos años. Senador Onyx Lorenzoni es juzgado por mantener “fondos para sobornos”, pero queda impune. ¿Por qué? Dejemos la explicación al entonces ministro de Justicia, Sergio Moro. No hay razón para condenarlo, por dos razones. Primero, que admitió el crimen y pidió disculpas. Segundo, porque el ministro confia en el. El ejemplo no podría ser más perfecto, y por sí solo admitiría un extenso comentario. Desde nuestro punto de vista aquí, el dato más inquietante de este hecho no concierne directamente a la actuación del Ministro (de Justicia, conviene recordarlo) sino a la respuesta de la sociedad a su conducta. Sin respuesta, excepto quizás en pequeñas "burbujas" en Internet. Un hecho ejemplar susceptible de indignación, ejemplo extremo de soberbia y desprecio por la justicia en el personaje público que más debería defenderla, y que merecería indignación y rebeldía en la sociedad, fue absorbido como si nada. Claramente, a nadie se le pasó por la cabeza que un Ministro de Estado no es un mero asistente del jefe de gobierno, mucho menos un particular, sino en el sentido más fuerte del término un servidor público, reacio a los vínculos personales, más aún cuando exhiben rasgos señoriales (yo soy la justicia y la aplico como me parece). Ese incidente sirve como indicador extremo del grado de absorción por parte de la sociedad de la profunda afinidad que históricamente se ha generado en ella entre la idea de excusa y la de impunidad. Tal afinidad de ambos se presenta a la sombra de la idea matriz de castigo, quizás la expresión simbólica más fuerte de los rasgos culturales (es decir, aceptados y practicados) característicos de la formación social brasileña. Y tiene sentido argumentar que esta trinidad está en el centro mismo de nuestra cultura política, relacionada, por el contrario, con la idea de “favor”, ejemplarmente explorada por Roberto Schwarz.

“Quién puede mandar, quién no puede obedecer”. Suena a frase trivial, pero el secreto de su amplia aceptación se debe al bloqueo socialmente generado y culturalmente transmitido de la cuestión del origen y la legitimidad de tal poder. El grado de penetración de estas concepciones se manifiesta en expresiones aparentemente insignificantes de la vida cotidiana, que sustraen su automatismo a la circunstancia de presentarse como vacíos, puramente formales. Es en este carácter formal, sin embargo, donde reside el secreto de su eficacia social, cuando se ocultan sus significados más profundos. Considere la expresión "por favor". Nada podría ser más educado y amable, dicen los desprevenidos. En el fondo, latente en este sobre formal, resulta que tal expresión, como otras similares, significa lo contrario de su valor nominal. “Por favor” indica lo contrario, es un imperativo autoritario disfrazado. Más que una concepción vacía, esconde una advertencia, “de lo contrario tendrás un problema”.

Algo similar ocurre con esa expresión, en principio mucho más civilizada, “lo siento”. En los países de habla inglesa y la tradición histórica, el término correspondiente es "lo siento", en Francia se usa "desolé". En el caso del inglés y el francés, el mensaje social es que hay igualdad entre los que hablan y los que escuchan, y eso agota el tema. Por eso mismo, el mensaje en términos de lenguaje puede ser, como es, brusco y despreocupado por los posibles sentimientos del otro. La pregunta es muy objetiva, como un empujón lingüístico, algo así como “déjalo ir”. No hay mayores consecuencias para nadie, todos están al mismo nivel y se entienden. Son ciudadanos, como dirían los ingleses, y republicanos, como dirían los franceses. En estos casos, la bomba de efecto retardado se reduce a un empujón simbólico.

Mucho cambia la cosa cuando la sociedad implicada no tiene una base favorable a la igualdad, como la nuestra. En este caso, la expresión integra una oración incompleta, que oculta su complemento, siempre anunciado por un “pero”, algo así como “pero nada puedo hacer”. Construido en la expresión es una expectativa de reconocimiento. El punto fundamental en este punto es que la expectativa es mutua, en rigor el sentido de la expresión es que ambas partes sufren y esperan reconocimiento por ello. Sin embargo, esto no agota el problema. Ambos lados sufren, pero el sentimiento de una parte es real, mientras que el de la otra, que “lo siente mucho”, es derivado, en el límite sólo formal. Donde parecía haber un acto de reconocimiento mutuo, la asimetría de posiciones vuelve a infiltrarse.

Algo similar ocurre con otro término igualmente erosionado por el uso, “gracias”. Aquí la propia historia del término es directamente relevante para superar el velo de olvidos y equívocos que encierra. Su origen está en las prácticas sociales de las sociedades aristocráticas, cuando el acto de un hidalgo en nombre de otro del mismo nivel social (no se dice obligado a un lacayo) genera una obligación para el favorecido. Y este reconocimiento se traduce en la expresión “gracias”, es decir, sé que debo corresponder. En esta situación, no existe la igualdad general en la sociedad, sino, por el contrario, el carácter restringido y excluyente de esta forma de actuar (sólo nosotros somos iguales). Esta manifestación del cumplimiento del deber de proporcionar conductas equivalentes en el futuro encuentra la respuesta más adecuada entre iguales en la expresión “por nada”, que por común aceptación señala su contrario, por lo que vale. La erosión de fórmulas en este sentido acompaña el declive de la sociedad cortesana y da paso a expresiones más maliciosamente ambiguas como el cortante “no por eso” (es decir, por muchas otras razones). Sin embargo, este caso es diferente en un punto especial. Aunque al menos en un principio se respetó el principio de reciprocidad, ahora este principio se mantiene subrepticiamente oculto bajo una fórmula vacía (esa te la debo). Esto quiere decir que queda algo que al menos invoca la reciprocidad plena en las sociedades no aristocráticas, marcadas por estándares más democráticos, que prometen, desprovistas de la garantía de cumplimiento propia del mundo de la aristocracia, la generalización de modos de vida igualitarios.

De esta forma, tal residuo histórico pierde sustancia y acaba surtiendo efecto precisamente del lado que se imaginaría superado. Consiste en reservar el uso más equitativo para unos pocos y buenos y nunca para todos. En esto adquiere un carácter inequívocamente formal, simulando lo que sabe ficticio.

Cabe señalar que este patrón de relaciones sociales lleva consigo un desdoblamiento de suma importancia en este conjunto de fórmulas, que en sí mismo merecería especial atención. Su carácter específico consiste en que es una referencia social efectivamente generalizada en sociedades como la nuestra y que se convierte en un componente tácitamente aceptado de las relaciones sociales, hasta el punto de prescindir de la verbalización. Esta es la poderosa, aunque oculta, fórmula “finge”, por la que se instala en el lenguaje cotidiano la misma falta de responsabilidad que integra el efecto de fórmulas que actúan explícitamente en las relaciones cara a cara. Su eficacia deriva de la circunstancia de que actúa como extensión de los demás, al insinuar una especie de validez general cuando se aplica indistintamente a todos, en una perversa alusión a una ficticia igualdad democrática como ella misma.

La advertencia de la naturaleza de este juego de espejos que implica el conjunto de fórmulas que hemos visto aquí (y que constituyen un sistema) puede servir para iluminar rasgos no baladíes de los dilemas de la peculiar realización de modos de vida democráticos en nuestro país. República difícil.

*Gabriel Cohn es profesor emérito de la FFLCH-USP. Autor, entre otros libros, de Weber, Fráncfort (Azogue).

 

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