Diego de Silva Velázquez

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por PAULO MARTÍN*

Comentario sobre la obra del pintor español

Los antiguos griegos usaban el verbo poesía para designar la acción de manufactura y también la de producción intelectual. Y estas actividades no estaban restringidas al universo físico mundano. Los mismos dioses podrían ser agentes de este mismo verbo. Hesíodo dice en Los trabajos y los días"primero los inmortales, que moran en el Olimpo, hicieron la raza dorada de los hombres articulados"(trabajo y dias. Prensa de la Universidad de Harvard. 1995.p.10-11 vv. 109-110). Puede inferirse, por tanto, que ciertos hombres son el resultado de la acción de poesía de los dioses, su poesía (poiesis) – después de todo, los dioses los hicieron, athanatoi poiesan.

Apropiándonos de este verbo tanto en lo que se refiere a la acción humana de producción intelectual como en lo que es resultado de la acción divina, podemos decir con seguridad que Diego Velázquez, pintor sevillano, nacido el 6 de junio de 1599 y muerto el 6 de agosto de 1660, es poeta y poesía Su capacidad productiva, cuando pinta, lo convierte en un poietes, y para hacerlas, pinturas únicas y especialmente realizadas, sólo pudo ser, un poiesis.

Velázquez pintor es poeta y poesía. Esta afirmación excluye toda posibilidad de atribuirle cierto genio, cualidad capaz de producir inexplicablemente una obra que es icono de la inspiración divina (Platón, Puro, 532a-534a. Consulta. 1988. págs. 40-51), algo que asocia la obra de arte al innatismo y, por tanto, desvinculada de una propuesta productiva, basada en la ars, entonces humano. En este sentido, el pintor sevillano iconiza la modo de pensar de una época cuyo núcleo son los protocolos capaces de producir efectos artísticos, a menudo enigmáticos, pero absolutamente predecibles para quien observa de cerca los objetos y los textos, constituyendo el sistema estandarizador y normalizador que regula la práctica artística e instruye a su espectador o a su lector (docere). Es imposible no entender a Velázquez sin tener en cuenta que es producto de un ambiente en el que “regímenes de representación discursiva y no discursiva [están] ordenados por la retórica aristotélica y latina e interpretados por la teología política católica” (JA Hansen, “Leer y Ver: Supuestos de Representación Colonial”, págs. 26-27).

Tal vez, esta característica aleja actualmente al objeto producido de la recepción, de los espectadores de hoy. Invariablemente, las lecturas que se hacen de las representaciones del siglo XVII aplican categorías éticas (en contraposición a las émicas) a la obra, es decir, aquellas que proyectan el mundo del observador sobre el objeto observado, en este caso, no discreto. La ignorancia de las reglas los vuelve ineptos (no apto). son tontos (no socio) cuando se confronta con su “poesía”, mediada por la agudeza y el ingenio (ingenio). Y esto provoca tres posibilidades de actitud: una limita la importancia de la obra, relegándola al Erebus de las obras incomprendidas, otra propone una lectura anacrónica que habla más del observador que de la obra observada, y la tercera proporciona deleite (borrar), mediaron redobló la atención en su observación. Despreciar su valor es impensable y hablar de nosotros y no del pintor no es el caso, por lo que nos queda desvelar algunos de sus enigmas. Para, quizás, acercarse a los espectadores del siglo XVII y, desde allí, valorar el ingenio de este pintor, discreto y prudente, que bien representó este arte en la época.

El enigmaticismo del siglo XVII es algo formidable, ya que presenta proposiciones que no son inmediatas, retóricamente observadas. Se basan en construcciones metafóricas, que no son más que el resultado de una operación analógica de términos distantes. Así, el pintor propone que el espectador lea las pinturas “no sólo por una conexión temática sino también por su articulación pragmática, a la que se subordinan los temas” (JA Hansen Sátira y Engenho. Cía das Letras. 1989. pág. 34). Lo que se ve, en planta, puede no ser lo que se pretendía que apareciera, de modo que casi siempre nos encontramos ante una proposición del tipo “A es igual a B, si y sólo si, A es diferente de B”. Sin embargo, lo que puede decirse de inmediato, también sirvió a la propuesta inicial de producción para que haya una acumulación en este arte, una superposición de mensajes y, de ahí, le toca a la recepción observar su evidente, limitada y aburrida superficie o añadir a este/s otro/s subliminal/es, enigmático/s, metafórico/s y, en consecuencia, complejo/s. Depende del observador activarlos simultáneamente. Dos productos ejemplares de esta concepción en Velázquez son Las Hilanderas e Las Meninas.

Figura 1 – Las Hilanderas o La Fábula de Aracne (Museo del Prado, Madrid)

Las Hilanderas superficialmente puede ser simplemente la figuración de una hilandería. Podría ser simplemente la representación de un espacio de trabajo, un punto de partida común en Velázquez y algo muy común en esta cultura, como explicó Antonio Maravall. Por no hablar, por supuesto, de la observación formal y técnica de las habilidades del pintor en cuanto al movimiento, la luz, el claroscuro, la profundidad y la sombra. Siempre según el historiador, siguiendo la estela de Max Weber, el cuadro nos revela así una mentalidad de la época que valora la “producción industrial” (La cultura del barroco, 1997. Edusp. PAG. 162.). Lo que nos lleva a imaginar que el artista se preocupó por la representación de estratos de la sociedad cuyo modo de vida se distingue por la vida de personajes ilustres y cortesanos.

Sin embargo, me parece poco probable que esta fuera la única propuesta de Velázquez, o incluso que se comprometiera con ella, ya que el lienzo trae consigo una serie de elementos que operan una segunda mirada no tan superficial y, por tanto, más aguda. Comenzando con su nombre efectivo Las Hilanderas o la Fábula de Aracne. El nombre, por tanto, nos remite al mito greco-latino: la historia de Aracne, una excelente tejedora lidia, que había aprendido su arte de Palas Atenea y que, por su orgullo -quería rivalizar con la diosa-, fue castigado habiéndose transformado en araña (Ovidio. Metamorfosis. Editorial 34. 2019. págs. 317-327. vv. VI, 1-145).

Teniendo el mito como centro, el lienzo presenta tres planos distintos que interactúan. El primero representa el taller donde trabajan cinco mujeres. Dos de ellos, metáforas del mito: sobre la roca de la izquierda, Palas Athena; el otro, a la derecha, manipulando los hilos, Aracne. Velázquez adapta el mito a la modo de pensar de 17. Al fondo, hay un vestíbulo, al fondo del lienzo, bien iluminado, en el que están representadas tres mujeres más, dos de las cuales miran al tercer plano y una, al primero y, en consecuencia, a nosotras, los espectadores. Estas mujeres parecen establecer una conexión entre nosotros y el tercer plano, entre la realidad metafóricamente figurativa, el mito mismo y nosotros, los observadores. Cabe mencionar que en el tercer y último plano, se encuentra un tapiz que no es más que una reproducción en tapiz de un cuadro: el secuestro de europa. Éste nos ofrece un aporte en el contexto del mito, está relacionado con Aracne, es uno de sus tapices; en cambio, retóricamente, es una alusión, una emulación, al fin y al cabo, su autor es Tiziano Vecellio (muy respetado por Velázquez). Vamos a ver:

Figura 2: El rapto de Europa de Tiziano (Dulwich Picture Gallery, Londres)
Figura 3 – Detalle del tercer plano de “Las Hilanderas”

Se puede decir mucho más sobre esta pintura, pero en realidad nos brinda algo importante para observar a un Velázquez. Muestra que una visión banal purificada solo por el gusto no es suficiente para comprenderlo. El mismo hecho se aprecia en su principal y más famoso cuadro: Las Meninas.

Figura 4 – Las Meninas (Museo del Prado, Madrid)

En una primera observación, Las Meninas no parece ser nada excepcional. Una mirada a la vida cortesana, la familia real, en el centro de la cual se encuentra la Infanta Margarida y sus doncellas. Sin embargo, también se observa la representación del reverso de un cuadro y su pintor. un autorretrato de Velázquez pintar y ver, quién sabe, quién está siendo representado. Ciertamente, este modelo no es la Infanta, como ya lo es en Las Meninas, en el primer nivel de observación, esta es tu foto, la que estamos viendo. ¿Quién sería entonces? Nosotros para verlo? Tal vez. O simplemente, el que en el acto de pintar observa, como nosotros, la escena a la vez que es modelo del cuadro que pinta el pintor. De ser así, este cuadro es único, ya que representa a todos indistintamente, simplemente de pie frente a él. Esto es, Las chicas es la imagen de quien no está en la imagen, al menos inicialmente.

Sin embargo, el observador más atento notará la presencia de un espejo al fondo de la cámara y en él notará la presencia de una imagen del Rey Felipe IV y la Reina Mariana. Serían, por tanto, los observadores de la escena, los que originalmente ocuparían el lugar que nos está reservado en la observación. Así, a la vez, son observadores, espectros y figuración en curso, una imagen enigmática elaborada por el pintor del cuadro.

En este sentido, son esenciales las palabras de Michel Foucault: “Quizás en este cuadro de Velázquez está, por así decirlo, la representación de la representación clásica y la definición del espacio que abre. En efecto, trata de representarse a sí misma en todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visible, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que recoge y exhibe, se indica imperiosamente por doquier un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta, de aquel a quien se parece y de aquel a cuyos ojos no es más que una semejanza. Este mismo sujeto, que es el mismo, fue elidido. Y finalmente, liberada de esta relación de encadenamiento, la representación puede tener lugar como pura representación.” (Las palabras y las cosas. Martín Fontes. 2000. 20-21)

El espejo, por cierto, siempre ha sido un elemento cautivador de representación, aunque partamos de la proposición platónica (Platón. La republica. Gulbenkian. 1987. págs. 452-453. 596b), donde se propone la imitación de todas las cosas del mundo a partir de él. Sería el artefacto esencialmente mimético capaz de reproducir fielmente todo lo que existe. De esta manera, el eikones, las imágenes producidas, si no satisfacen a Platón no son ciertas, son precarias ciertamente son fundamentales para entender el proceso de mimetismo Aristotélicamente observado y, en este sentido, curiosamente, una preocupación de las artes miméticas, no sólo en la pintura.

Velázquez usa el espejo al menos dos veces más, la primera en La venus del espejo, que parte de la aplicación de un lugar común, ya que emula a Tiziano (Venus de Urbino, Galleria degli Uffizi, Florencia) que, a su vez, emula a Giorgione (adoración latente, Gemäldegalerie Alte Meister, Dresde). El espejo, por tanto, tiene una figura aguda, ya que refleja lo que ya habían pintado los italianos y, por tanto, concentrándose en lo nuevo, presenta a la diosa de espaldas y no de frente como en el caso de Tiziano y Giorgione.

Figura 5 – La Venus en el espejo (National Gallery, Londres)

El segundo uso del espejo -y en este caso es una posibilidad- se produce en la pantalla. Cristo en la Casa de Marta y María con una nitidez tan significativa como la de las imágenes ya leídas.

Figura 6 – Cristo en la Casa de Marta y María (National Gallery, Londres)

Es notable en el caso de Cristo en la Casa de Marta y María, una lectura de (los evangelios, una traduccion. Taller Editorial. Lucas, 10.38-42. 2020. pág. 328-329), sus innumerables capas de significado. Primero, el tema se subordina al primer plano del cuadro, en él, al fondo, precisamente tenemos a Jesús, María arrodillada y Marta quejándose del trabajo al que ha sido sometida, como leemos en Lucas. En primer plano, hay dos mujeres: una trabajando y la otra avisando. El contraflujo visual del primero nos lleva a entender que las dos mujeres son el reflejo cotidiano del pasaje del Evangelio. Así, la mirada de Marta, que está en primer plano a la derecha, nos atrapa sobrecogedoramente. Uno tiene la impresión de ser el blanco de una atención iconizada, sin embargo, en realidad, el blanco es Cristo que para nosotros no es más que una imagen, un ícono del ingenio del pintor. También es importante tener en cuenta que el dedo índice de María señala al espectador de la escena donde debería estar su atención: la esquina derecha del lienzo: ¿una ventana, una abertura en la pared o un espejo? Cualquiera de las posibilidades. Pero prefiero que sea un espejo. Una vez más, Velázquez nos avergüenza, ya que nos sitúa como observadores ideales de la escena. En Las chicas como reyes y ahora como el mismo Jesucristo. El espejo detrás de las mujeres desvía la mirada de Marta hacia Cristo que está frente a ella, y también espectralmente detrás de ella, como si denotara su ubicuidad.

Según Maravall, esta enigmática forma de representar el mundo está fundamentalmente ligada a la noción de que hay que demostrarle a la gente de la época que todo se rige por el protocolo, por tanto todo lo que se les señala es ilusorio, se rige por el conocimiento. y prudencia: “Por eso son tan importantes las técnicas empleadas para subrayar la condición aparente e ilusoria del mundo empírico. Se comprende el gran desarrollo que adquieren y su papel decisivo en todas las formas de comunicación con una audiencia. En el arte, los efectismos a los que se recurre para producir un cierto grado de indeterminación sobre dónde acaba lo real y empieza lo ilusorio corresponden al esquema que acabamos de hacer. Entre los efectos de este tipo –para explicarnos a qué nos referimos– citaríamos como ejemplos algunas pinturas fundamentales de Velázquez, como Las Meninas ou Cristo en la Casa de Marta y María. Observemos que ahora no se trata del virtuosismo ingenuo de copiar algo con tal realismo que nos lleva a creer que lo que es sólo una imagen pintada es una cosa real y viva. El ensayo de Velazque es mucho más complejo: se trata de multiplicar una imagen dentro de otras, tan funcionalmente articuladas que incluso producen cierta incertidumbre sobre el momento en que, en este juego de imágenes, lo representado se traslada a lo real.” (A Cultura do Barroco. Edusp. 1997. p. 316-7)

Otro tema que nos intriga en Velázquez es el acercamiento entre dos tipos antagónicos de composición. Uno público y elevado y el otro privado y bajo, el primero virtuoso, el segundo vicioso, que responden a una ética absolutamente propia de la época. Uno compite con el elogio, el otro con el reproche. Esta dicotomía se hace absolutamente visible y obvia cuando observamos, lado a lado, la dedicación de Velázquez a pintar no solo a miembros de la casa real de España y otros nombres ilustres del siglo XVII, sino también a personajes comunes y corrientes de la vida cotidiana. Vamos a ver: Retrato del Papa Inocencio X y como el Retrato del enano Francisco Lezcano.

Figura 7 – Retrato del Papa Inocencio X (Galleria Doria-Pamphili, Roma)
Figura 8 – Retrato del enano Francisco Lezcano (Museo del Prado, Madrid)

Estas oposiciones, es decir, de perfección e imperfección, también pueden ser provocadas por la presencia simultánea de lo elevado y lo vulgar. Y ambos son asombrosos. En este sentido, los famosos lienzos: El triunfo de Baco o los Borrachos e El acantilado de Vulcano.

Figura 9 – El Triunfo de Baco o los Borrachos (Museo del Prado, Madrid)

 

Figura 10 – La fragua de Vulcano (Museo del Prado, Madrid)

En el caso de anomalías, según José López-Rey (Velázquez – Obra completa. Tasén. 1998 pág. 129-30), estos estarían al servicio de la figuración de la naturaleza humana y sus distorsiones. Además, es importante decir que estas personas tenían un puesto en el mundo cortesano, servían para romper el hastío, el hastío, el cansancio, que proporcionaba el mundo de las apariencias, regido por los protocolos.

La simultaneidad de imágenes vulgares y elevadas podría responder a la preocupación del siglo XVII por las ruinas, que sin duda están asociadas a la fugacidad de la vida. Al proponer a Baco junto a los borrachos o Apolo junto a los herreros, Velázquez expone el contraste entre lo divino inmortal y lo humano mortal en el que el primero representaría la perennidad -es un dios-, y los otros lo más fugaz -el humano-. No es de otra manera que la megalocefalia de Las chicas en contraste con el virtuosismo real de la Infanta Margarida, sus doncellas y sus fantasmales padres.

Tales observaciones sobre Velázquez indican sólo algunas características que no deben pasarse por alto cuando entramos en contacto con la pintura de este artista. Prueban que, si una de sus preocupaciones era representar la fugacidad de la vida, Velázquez logró construir una representación real de lo más perdurable, su arte. Ars longa, uita breuis.

*Paulo Martín es profesor de Letras Clásicas en la USP. Autor, entre otros libros, de Imagen y poder (EDUSP).

La primera versión de este texto fue publicada en Periódico, Cuaderno de sábado, p.1. 25 de junio de 1999.

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