por VLADIMIR SAFATLE*
Consideraciones sobre la obra del cineasta canadiense
“La enfermedad es el amor de dos criaturas alienígenas entre sí” (David Cronenberg).
Quien sigue el cine de David Cronenberg sabe cómo sus imágenes son atravesadas por cuerpos animados por un goce que los lleva al límite de la descomposición. Son cuerpos en continua mutación de sus formas, de sus límites, de sus propiedades. Cuerpos que se convierten en objetos de intervención de todo tipo, de múltiples utopías de unión entre lo maquínico y lo humano, pero intervenciones que normalmente son obra del azar o expresan la no sumisión del goce a la voluntad, expresan el continuo desajuste de las máquinas.
Por eso en tantos momentos nos encontramos en sus películas con el clásico tema de la mutación que se sale de control. Como si fuera algo del orden de un encuentro imposible que no sólo transforma, sino que pone a los cuerpos en una dinámica errante que debe lidiar en todo momento con impulsos de autodestrucción.
Esta autodestrucción aparece como destino, en varios momentos de sus películas, porque no existe un orden social actual que pueda dar lugar a la no sumisión de los cuerpos. Hay múltiples escenas en sus películas que muestran la búsqueda de crear lazos sociales que se sitúan al margen de la vida social hegemónica. La comunidad de entusiastas de los accidentes automovilísticos de Choque, el grupo de jugadores de videojuegos, de existe, la iglesia catolica de Videodromo.
Siempre hay nuevos lazos que no duran mucho porque nosotros mismos somos parte de lo que debe ser destruido. ¿Qué dice Max Renn, el protagonista de Videodromo, muestra al final de la película, cuando, en una suerte de asunción de una misión político-teológica, enuncia: “Viva la nueva carne”, levanta el arma que tiene en sus manos y se dispara en la cabeza.
El uso desplazado de las formas
Esta conciencia de que somos el lugar donde opera el gesto violento de rechazo de nosotros mismos permea, principalmente, la forma de su cine o, incluso, permea la relación de Cronenberg con el cine. Lo que se presenta en la dimensión del concepto se realiza también en las múltiples dimensiones de la forma. Porque sabemos cómo, en buena medida, Cronenberg pasó a la historia del cine como alguien que llevó al extremo lo que podríamos llamar el uso desplazado de las formas.
La gran mayoría de sus películas se desarrollan empujando los límites de las formas establecidas por la tradición de la historia del cine. Se aprovechan de estructuras narrativas desgastadas de géneros como el terror, el cine de acción o la ciencia ficción para pervertir sus referentes centrales. Como dice el propio Cronenberg: “Yo 'protegía' mis películas a través del género”.
En este sentido, el mejor ejemplo sigue siendo la película La mosca: uno nueva versión aparentemente banal de uno de los clásicos del género y que se convierte en el relato de la lenta agonía de la pérdida de la identidad a través de la mutación del cuerpo, impulsada por el surgimiento de un goce que se despliega en el umbral de la confusión entre humanidad y animalidad. En la película, seguimos al científico Seth Brundle cuando comienza con el deseo de desmaterializar su cuerpo y teletransportarlo. Este deseo de desmaterialización será el detonante de un proceso en el que vemos al protagonista pasar de la euforia del encuentro con un goce nunca antes visto hasta que la conciencia de ese goce va acompañada de una continua descomposición de sí mismo y su expulsión de el mundo de los humanos.
El cuerpo que antes parecía susceptible de ser desmaterializado se desnuda en su devenir animal bruto. Una vez más, no quedará nada más que el suicidio. Una película desconocida de 1979, Cromosoma III / The Brood, también lleva esta lógica al extremo. Un psiquiatra hace que sus pacientes somaticen su ira y frustración. Nola, que acaba de divorciarse, da un paso más y da a luz a una serie de pequeños monstruos asesinos que se vengan de los miembros de su familia. Con este guión de película de serie B, Cronenberg crea una especie de Medea producida en laboratorio que revela, en la maternidad, una forma cruda de horror.
En cierto modo, podemos decir que conocemos al menos dos estrategias hegemónicas y antagónicas del modo crítico de operar en el campo cinematográfico. El primero se encuentra en nombres como Godard, Straub-Huillet, Alain Resnais, pero también de otra forma en una tradición que tiene sus nombres más expresivos en Luís Buñuel y Raoul Ruiz. Consiste en llevar al extremo el lenguaje cinematográfico, liberando la narratividad de un vector acumulativo y teleológico, con sus estructuras causales de principio, medio y final.
Tomemos el caso de Resnais. La suya es una afirmación como: “Cuando veo una película, me interesa más el juego de sentimientos que los personajes. Imagino que podemos llegar a un cine sin personajes psicológicamente definidos, en el que circularía el juego de los sentimientos. Como en una pintura contemporánea, el juego de las formas se vuelve más fuerte que la historia” (Resnais, 1961).
Para entrar en este juego por caminos más fuertes que la historia, en este circuito de afectos que no se pueden pensar desde personajes psicológicamente definidos, basta recordar El año pasado en Marienbad. Como él, Resnais nos proporcionó la imagen de un mundo en el que ya no éramos sujetos, al menos en el sentido tradicional que le damos a ese término. Ya no nos encarnábamos en personajes portadores de narraciones llenas de conflictos psicológicos que parecían descritas en una novela de Balzac.
Ya no habitamos el tiempo lineal de una historia, sino el tiempo simultáneo, en el que pasado, presente y futuro se derrumbaban continuamente. Un tiempo en el que no se avanza, sino en el que se circula. Tiempo en el que la circulación del juego de los afectos produce repeticiones que nos hacen repetir los mismos gestos, pronunciar las mismas palabras para, sólo así, habitar varios instantes.
Esta repetición, que intriga a más de un espectador marienbad, es la búsqueda de movimientos imperceptibles que anunciarían otra percepción. Este mundo de otros tiempos y movimientos, que se presentaba en un gran hotel, que también podía ser un sanatorio o un balneario termal, era un gesto de despedida a las ideas que se nos habían quedado grabadas, configurando nuestra forma de ver y filmar. . Ideas que produjeron nuestro cine.
Por supuesto, este no es el modelo de forma crítica que anima la trayectoria cinematográfica de David Cronenberg. Como recordará el crítico de cine Serge Grunberg, con David Cronenberg entramos en un momento de la historia del cine en el que la sustancia de lo que era la “película B” se convierte, por motivos comerciales, en el material dominante (Grunberg, 2000, p. 32). . Estas llamadas películas de serie B (terror, pornografía, ciencia ficción) parecen ser la transposición más directa o, si se quiere, una intervención industrial más directa en el circuito libidinal de los sujetos.
Si en nueva ola se caracterizó, entre otras cosas, por su elaboración basada en los clichés del cine de Hollywood (Jadeante, de Jean-Luc Godard, es un ejemplo privilegiado en este sentido), todo sucede como si David Cronenberg representara una operación que va más allá, que captura el subsuelo de la producción cinematográfica. Underground que es, de hecho, el eje de la producción cinematográfica como negocio. Para que te hagas una idea, según datos de WebRoot, solo en EE.UU. se realizan 68 millones de búsquedas al día para acceder a películas pornográficas. Una industria que moviliza US$ 97 mil millones al año. A modo de comparación, el mayor beneficio que ha proporcionado una película en la historia del cine proviene de Avengers: Endgame e Avatar con US$ 2,7 mil millones.
Así, el proceso de creación de David Cronenberg consistirá aparentemente en preservar el lenguaje cinematográfico, utilizando elementos provenientes directamente de los sectores más industrializados y fetichizados de su producción. salir se apropia del universo de los videojuegos, Videodrome se apropia de la películas snuff y pone a Debbie Harry, la cantante de rubia, como protagonista sadomasoquista. Hay varias películas que parten del universo del cine de terror. quien lo vio Rabioso tal vez recuerden a la actriz principal, Marilyn Chambers: la misma de las orgías de Detrás de la puerta verde, el primer éxito de taquilla, junto con Garganta profunda, de la entonces emergente industria pornográfica.
Pero esta preservación en realidad tiene como objetivo exponer cómo el lenguaje cinematográfico está enfermo. De ahí la idea de Grünberg de decir que, con David Cronenberg, nos encontramos con el “gran cine enfermo” (Ibíd., PAG. 35). En este sentido, vale la pena recordar Rabioso, de 1977 porque es, sobre todo, una especie de venganza, de inversión cinematográfica. Años antes, Chambers había sido secuestrado, llevado a un club llamado puerta verde, para terminar deshaciéndose de su resistencia y participando en una orgía en la que fue penetrada por todos.
Em Rabioso, se somete a una cirugía que terminará por proporcionarle una especie de pene violento que sale de una cavidad en su axila y penetra en el cuerpo de todos, infundiendo una incontrolable sed de sangre. “La” actriz porno ahora invierte los papeles, sale de su escena original y, mientras disfruta, contamina a todos con el descontrol que alcanza el canibalismo. Como si la industrialización global del sexo producida por el advenimiento de la industria del porno duro a principios de los años setenta, como si esa desublimación represiva que ahora ya no necesitaba esconderse en cuartos oscuros necesariamente iba a producir algo que las imágenes fetichizadas ya no podrían controlar.
Esta estrategia, que podemos encontrar en otros cineastas como David Lynch, consiste en reconocer que tales patrones lingüísticos industrializados, es decir, constituyentes de los núcleos de mayor circulación de la industria cultural, no son sólo expresión del estereotipo de las formas, sino también y principalmente la gramática que socialmente inscribe nuestros deseos, que socialmente produce nuestras fantasías. Por tanto, una posible estrategia de la forma crítica consistirá en producir extrañamiento en esta gramática que inicialmente nos parece tan familiar a nuestro deseo.
Haciéndola atravesada por un goce que explota sus límites, que continuamente produce monstruosidades y anomalías. Como si se tratara de imitar el funcionamiento real de la vida biológica: produciendo monstruos y anomalías en todo momento. Usar las manos de la contingencia para crear encuentros que son invitaciones a la simbiosis.[i] Hasta que tales monstruosidades se conviertan en el embrión para el desarrollo de nuevas formas. Porque, al fin y al cabo, como protagonista de Escalofríos: “La enfermedad es el amor de dos criaturas alienígenas entre sí”.
Figuras de cuerpos insumisos
En este sentido, no es casualidad que el punto más sensible de esta gramática industrial de nuestros deseos se refiera precisamente a la sexualidad y que es precisamente por este camino que comienzan y se propagan las anomalías. Un poco como los protagonistas de Gemeos, quienes son empujados fuera de sus circuitos controlados por ginecólogos e investigadores del cuerpo femenino debido a su encuentro con Claire Niveau, una mujer que tiene una rara anomalía en el útero y una explosiva sexualidad sadomasoquista. Este encuentro modifica el sistema de reparto y las distinciones de personalidad entre los dos hermanos gemelos, los lleva a una lucha entre perder el control de sí mismos y el intento violento de restaurar el control, aunque eso signifique remodelar el cuerpo femenino a través de instrumentos quirúrgicos a mujeres mutantes. Al final, los dos hermanos se derrumban y se suicidan.
Recordemos cómo en estas películas no hay lugar para el erotismo, con sus acuerdos tácitos en busca de un placer cada vez más completo y armonioso. El placer se somete al cálculo, al ajuste, a la enunciación consciente y al autocuidado. Lo que tenemos aquí es, por el contrario, algo que siempre acaba rompiendo ese orden económico. De hecho, ni siquiera hay lugar para algo similar a la pornografía con su funcionalización y ritualización de las imágenes sexuales.
Un hecho que Jacques Rancière entendió muy bien cuando dijo, respecto a Crash: “Al negar la etiqueta pornográfica aplicada a su película, David Cronenberg contrapone sus escenas sexuales a las habituales historias de amor y seducción del cine, que en el fondo, dice, son escenas de violación. Podríamos responder que la historia de amor tiene, de hecho, en común con la crueldad sádica, que siempre, por pequeña que sea, se basa en la desigualdad de dos deseos. En cambio, lo que define la escena pornográfica es la suposición de que los actos de uno son precisamente el objeto del deseo del otro. Así, la pornografía ilustra a su manera la versión liberal del contrato social. Esto se debe a que desarrolla su imperio visual al ritmo de la evolución del neoliberalismo consensuado” (Rancière, 1997).
Hay una anécdota sintomática al respecto. Al comienzo de su carrera, David Cronenberg necesitaba dinero y decidió hacer una audición para filmar películas eróticas. Tiempo después, el productor lo llama en la esquina y le dice un poco avergonzado: “Sabemos que tienes un sentido de la sexualidad muy desarrollado, solo que no sabemos de qué tipo es”. Lo que no podía ser diferente, ya que vemos, de hecho, un goce obsceno, pero en un sentido radicalmente diferente de “obscenidad”. No en el sentido supuestamente moral, sino en el sentido visual: algo fuera de la escena, algo que no compone una escena, algo que rompe esta “versión liberal del contrato social” con su economía de producción. Algo que, de hecho, es profundamente improductivo, empuja a los sujetos al campo de la antiproducción.
En cierto modo, tal derrumbe se produce porque, como dirá David Cronenberg en una entrevista dedicada a la difusión de Crash: "el sexo es una fuerza potente sin propósito". Al estar habitados por esta potente fuerza sin finalidad, ya que sabemos desde Freud que el sexo sólo se somete a imperativos de reproducción después de un largo proceso mediante el cual el polimorfismo infantil se organiza a partir de la primacía genital, los cuerpos serán insumisos. Porque no hay lugar de existencia posible para algo sin finalidad en una sociedad marcada por la funcionalización extensiva de todo, de todos. Pero la pregunta que tal vez quede es: ¿hacia dónde irán los cuerpos insumisos? ¿Dónde pueden vivir?
Señalemos que este es un tema que, en cierto modo, acerca el cine trágico de Cronenberg a lo que sería su opuesto, a saber, el cine burlesco. En ambos casos, el personaje central es siempre un cuerpo insumiso, aunque los regímenes expresivos de esta insumisión sean diferentes. Tomemos, por ejemplo, el caso de Jacques Tati. Recuerdo este caso porque sería interesante ir constituyendo poco a poco una tipología de los cuerpos insumisos.
En Tati siempre hay un cuerpo que no se somete a los gestos funcionales del mundo del trabajo, que se niega a someterse a la maquinaria industrial, aunque esté constantemente rondando con repeticiones que se afirman en su no sumisión a las funciones. Este es el objeto central de sus películas. Un cuerpo que no tiene lugar, por lo que está constantemente desordenando todo, tropezando con el paisaje, destruyendo todo a su alrededor con una rabia que es a la vez violenta e hilarante. Cuerpo produciendo caos generalizado. El único lugar donde vive este cuerpo sin destruir el entorno que lo rodea es fuera del mundo del trabajo, la circulación de bienes, servicios. Ocurre, de hecho, en el orden de las interacciones de las clases populares, ya anárquico en su normal funcionamiento.
En este sentido, recordemos lo que dice Serge Daney sobre el cine clásico: “La escenografía del cine clásico consistía en colocar obstáculos en el estudio, luego las luces, luego los rieles de la cámara y, por último, los actores. Los grandes actores de este cine son simplemente los que menos obstáculos tropiezan. O que sí les gusta Cary Grant, con una elegancia cuyo secreto, éste también, se pierde” (Daney, 2007, p. 230).
A partir de aquí, Dalila Martins recordará cómo el cine burlesco no es más que el arte de tropezar con la escenografía, de ser un anti-Cary Grant. Porque el clasicismo de los lugares asegurados, de la visibilidad segura e integral se basó en una ilusión que la brutalidad de la Segunda Guerra destrozó definitivamente. Por eso se constituirá otro régimen de imágenes, del que forma parte un cine como el de Tati.
El cine de la furia de, en todo momento, tumbar la escenografía, destrozar lugares, exponer que la escenografía, con su orden de cosas, es una piel muy limitante. Y se trata de hacerlo con la furia infantil de quien, al mismo tiempo, lo derriba todo y sabe hacer que el mundo no se vuelva contra sí mismo, de quien todo lo destruye y aun así sabe ganarse la complacencia del mundo. Porque ese cuerpo insumiso se posa siempre como la figura inofensiva del “agregado”, de los que viven con poco, de los que se preservan en los márgenes, de los que construyen lazos insólitos con los demás, sabiendo despertar en ellos el deseo infantil. por un tiempo sin función y sin producción.
Y no será la menor de las ironías constatar cómo Tati, por su tamaño físico, altura y amaneramiento, se asemejaba al cuerpo oficial del poder, es decir, al de Charles De Gaulle que, en su momento, encarnaba la dimensión monárquica de la república. Como si se tratara de crear un cuasi-doble que nos hiciera ver el cuerpo de poder como algo irrisorio.
Es claro que la no sumisión de David Cronenberg es de otra naturaleza, al igual que otra es la modalidad de los lazos que se tejen a partir de tal no sumisión. Algo de esta naturaleza puede explicarse si recordamos frases como: “Es necesario que yo transforme la palabra en carne”. A través de esta declaración, David Cronenberg define la esencia de su cine. Una afirmación que hay que entender en todo su rigor. Detrás del cuerpo está la carne, y ahí es donde nos quiere llevar David Cronenberg.
La carne es lo que queda del cuerpo después de que lo despojamos de las imágenes que lo rodean. Porque la piel del cuerpo está compuesta de imágenes formativas. Aprendemos a ver nuestros cuerpos comparándolos con la fascinante imagen corporal del otro, tomando esas imágenes como propias. Ser cuerpo es estar atrapado en la mirada del otro. De esta manera, se establece un universo especular donde yo soy la imagen de otro y viceversa. Volver a la inconsistencia de la carne es, como ya nos ha mostrado Maurice Merleau-Ponty, salir de ese registro imaginario donde priman las relaciones narcisistas tan presentes en el tema del doble (Merleau-Ponty, 1961). Un tema absolutamente recurrente en Cronenberg, ver las relaciones narcisistas que estructuran Gemeos e M. Mariposa: película donde René Gallimard está tan fascinado por sus propios ideales femeninos que es incapaz de darse cuenta de que los está proyectando en un hombre.
colisión y capital
Terminemos deteniéndonos en dos películas de David Cronenberg que representan de manera ejemplar el potencial crítico inherente a su experiencia cinematográfica: Crash e cosmópolis
Cuando Crash salió, el sociólogo Robert Kurz escribió un pequeño texto polémico donde intentaba descalificar la película como si estuviéramos ante una estetización fetichista del fetichismo de la mercancía, pero una estetización marcada por la inversión de la euforia en la imposición melancólica del accidente. De ahí afirmaciones como: “En “Crash”, con toda buena voluntad, no se vislumbra ningún momento trascendente. Los personajes son tan poco fiables como la realidad. ¿Será esta entonces una película sobre el fetichismo de la modernidad o una película fetichista? ¿O tal vez incluso una reflexión fallida sobre el fetichismo? Quizás, sin embargo, se trate del arte de mostrar por qué una conciencia del mundo fetichista, cristalizada en un vacío crítico absoluto, ya no es incapaz de representar según moldes artísticos” (Kurz, 1998, p. 30).
Esta crítica que denuncia el supuesto “vacío crítico absoluto” de David Cronenberg es sintomática. Ignora, por un lado, la fuerza de una crítica del fetichismo que pasa por la saturación del objeto fetichista y la destitución de su seguridad fantasmática. En un dispositivo que ya hemos visto varias veces en la historia del arte contemporáneo, la saturación acaba produciendo la diferencia.[ii]
Por otro lado, al reducir lo que podríamos entender como un “momento trascendente” a la exposición de un horizonte radicalmente diferente en relación con los sujetos y el mundo, termina cayendo en una mistificación más grave que la que supuestamente denuncia. Porque nos lleva a creer que tendríamos a nuestra disposición, ya en la situación actual, las imágenes de nuestra emancipación, las imágenes de la vida liberada de los resultados de la colonización del imaginario social por los procesos de reproducción material del capitalismo. Estas imágenes tendrían, por arte de magia, la capacidad de preservarse de la contaminación por el fetiche en una época marcada precisamente por su generalización implacable.
Antes hablé de cómo Jacques Tati supo producir la imagen cómica del cuerpo insumiso, apoyándose en las figuras de los que caen al margen, de los que quedan en el talante anárquico de las clases populares. Sin embargo, la belleza de sus películas, para nosotros, proviene del descubrimiento de una época que ya no está abierta para nosotros. Hecha hoy, esta levedad y sublimidad (que es también la levedad y la sublimidad de Chaplin, de Keaton, de Jerry Lewis) se convertiría en una burla. Algo de ella se ha conservado, pero con una intensidad muy diferente, marcada con una mezcla de humor y melancolía, en las situaciones involuntariamente cómicas de los personajes desplazados de Jim Jarmusch.
Entre Tati y nosotros creció otra forma de cine: aquel del que se nutre la producción de Cronenberg. Tal forma eliminaba cualquier posibilidad de margen que pudiera expresarse en la accesibilidad del lenguaje del humor popular. Pues colonizó los márgenes, organizó la transgresión, llevó la imaginación de la industria a puntos a los que, hasta entonces, sólo se podía llegar bajo la sombra segura de la oscuridad.
En este contexto, operaciones como las movilizadas por Cronenberg son profundamente realistas y materialistas. Ciertamente, no sigue otro camino posible: el marcado por el empuje brutal hacia la incomunicabilidad y el deshilachamiento. Pero es realista al exponer que la circulación pura del fetiche no es capaz de sostenerse en su propio circuito, que está obligada a mover procesos que pueden producir colisiones, pueden transformar las colisiones en la forma bruta de un real que, como Hal recuerda a Foster sobre ciertos caminos del arte contemporáneo, serán la expresión de un “realismo traumático”.
En ese sentido, cosmópolis puede funcionar como una especie de punto final que explicita, de forma retroactiva, la tensión que impregna una larga serie de producciones de David Cronenberg. Basada en el libro del mismo nombre de Don DeLillo, vemos un día en la vida de un joven yuppie en su limusina. Mientras especula contra las monedas, pierde fortunas sin siquiera cambiar su apariencia, Eric Packer busca cruzar la ciudad insurgente de Nueva York para cortarse el pelo con el peluquero suburbano de su infancia. En el camino, Packer ve a empleados, distribuidores y amantes desfilar por la limusina. A diferencia de los coches de Crash, que se descomponen todo el tiempo, este es un auto que se siente invulnerable, completamente seguro y enorme.
En un momento, Packer le da la bienvenida a Vija Kinski, su "jefe teórico" en su limusina. Dentro de la limusina de Packer, su jefe de teoría da una conferencia sobre el carácter fascinante de la dinámica contemporánea del capitalismo. Al mismo tiempo, afuera, un levantamiento anticapitalista llena el aire de las calles de Nueva York con gases lacrimógenos, sangre a palos y gritos policiales. Un hombre acaba autoinmolándose, añadiendo olor a carne quemada. Sin embargo, nada de esto parece cambiar el rumbo de las ideas de Kinski, su ritmo pausado de alguien que ha descubierto las maravillas del budismo zen al estilo de las celebridades de Hollywood, así como su interés por el mundo desde el punto de vista especulativo de los especuladores. .
Para ella, “el dinero ha cambiado. Toda riqueza se ha convertido en su propio objeto. Toda la enorme riqueza ahora es así. El dinero ha perdido su calidad narrativa, como antes la pintura” (DeLillo, 2003, p. 79). Dentro de la limusina de Packer, alrededor de computadoras con información de las bolsas de valores de todo el mundo: así celebra Kinski la nueva etapa del capitalismo financiero. Por primera vez en toda la película, Packer presta atención a otra persona que está hablando estas líneas.
Que el dinero haya tenido alguna vez una cualidad narrativa es algo que sólo podría defenderse a condición de ignorar cómo el capitalismo siempre ha estado animado por la referencialidad de las dinámicas cada vez más abiertamente autónomas de autovalorización del capital. Pero hay que concederle a la cabeza teórica del joven especulador Packer que las máscaras se han vuelto completamente obsoletas. Ya no necesitamos imaginar que el dinero tiene una cualidad narrativa, que cuenta la saga de la producción material de los bienes y su crecimiento, de la creatividad visionaria y su recompensa al mérito, del compromiso ascético con el trabajo animado por la ética protestante.
Es la ausencia destructiva de cualquier cualidad narrativa lo que debería fascinarnos en la circulación contemporánea de la riqueza monetaria. Al menos este es el canto que se debe enseñar. Como si fuera posible transformar la pulsión de muerte en un flujo financiero sin trabas. Debemos, en el sentido del deber moral-superyoico, Nosotros solemos, dejémonos fascinar por esta autonomía que parece estar dotada de la capacidad de desencarnar todo en un fluir continuo, de destruir la corporeidad que define la unicidad de los objetos y actividades, que habla sólo de sí misma, que parece seguir la voz encantada de un Clement Greenberg de las finanzas.
Voz cantada: “La propiedad ya no tiene ninguna conexión con el poder, la personalidad y la autoridad. No con exhibicionismo, vulgaridad o buen gusto. Porque ya no tiene peso ni forma. Tú mismo, Eric, piensa. ¿Qué compraste por ciento cuatro millones de dólares? Había decenas de habitaciones, vistas incomparables, ascensores privados. Ni la sala giratoria ni la cama computarizada. Ni la piscina ni el tiburón. ¿El espacio aéreo? ¿Sensores de control y software? No, ni siquiera los espejos que te dicen cómo te sientes cuando los miras por la mañana. Gastaste ese dinero en el número en sí. Ciento cuatro millones. Eso es lo que compraste. Y valió la pena" (Ibíd., P. 80).
Sólo un cineasta como David Cronenberg sería capaz de filmar este automovimiento del capital transformado en modo de operación del deseo. Cine al servicio de la crítica social que sabemos. Pero sabemos poco sobre el cine como una exposición trágica del cruce entre la vida económica y la economía psíquica. De hecho, como hemos visto, David Cronenberg siempre fue sensible al carácter marcial del deseo que sólo se manifiesta cuando choca con su punto de exceso.
Sin embargo, con cosmópolis, recordó cómo estos sujetos acosados por su propio goce no son el punto de inadaptación en la vida social. Son el verdadero núcleo de trabajo del capitalismo contemporáneo. Son la encarnación de una unidad monetaria que ha perdido su cualidad narrativa para realizarse como puro movimiento, por no decir nada más que su propia cantidad, para llevar a cabo la desmaterialización final, para someter el cuerpo a la perfecta actuación del músculo. grasa, para realizar la aceleración de lo que se empieza a contar en nanosegundos, la aceleración de la descomposición del tiempo en instantes inconexos.
De modo que el capital construyó su propia versión del goce, su propia versión de la anarquía creativa. Por un momento, parece que la pulsión que se vuelve contra el orden sería el motor mismo que hace funcionar el orden: “un espectro acecha al mundo”, dicen los carteles electrónicos en las calles de Nueva York: “El espectro del capitalismo”.
Pero durante la película, Packer perderá su fortuna de la misma manera que la ganó: en el ritmo implacable de la especulación. Verá su matrimonio terminar de la misma manera que perdió su fortuna: ninguna reacción. Así hasta que se dirige a la casa de quien quiere asesinarlo, como si esperara encontrar una fuerza superior a él, una violencia que pudiera detener todo el proceso. Pero allí encuentra solo rivalidad masculina elemental que impulsa los deseos de destrucción. Ninguna oposición real, ninguna fuerza exterior. La peor violencia viene de sí mismo, el tiro que le da en la mano lo hace él mismo.
Una verdadera crisis nunca es solo económica, sino también política y, sobre todo, psicológica. Crisis no sólo de los modelos, sino también de sus contrapuntos. Crisis que nos enseña el significado de esta otra frase que Eric Packer escuchará de un amante, frase que necesitará toda la película para entender: “Estás empezando a pensar que dudar es más interesante que actuar. Dudar requiere más coraje”.
colisiones de capital
Pero terminemos mirando hacia atrás Crash. Cuando JG Ballard escribió Crash, afirmó querer inventar una nueva forma de pornografía. Esto debe entenderse como una nueva forma de escribir la visibilidad exhaustiva del deseo. Esta visibilidad exhaustiva es materia de Crash.
Basta analizar la forma narrativa de uno de los primeros párrafos de la novela, que comienza con la fijación de Vaughan en un accidente automovilístico que le habría ocurrido a Elisabeth Taylor: “En su visión de un accidente automovilístico con la actriz, Vaughan estaba obsesionado con las múltiples heridas e impactos, por el cromo agonizante y los mamparos que se derrumban de los dos autos que chocan de frente en un complejo de colisiones infinitamente repetidas en películas a cámara lenta, por las heridas idénticas infligidas en sus cuerpos, por la imagen del parabrisas niebla-brisa de niebla alrededor de su rostro al romper su superficie teñida como una Afrodita no-muerta, por las fracturas expuestas de sus muslos impactados contra los soportes del freno de mano, y sobre todo por las heridas en sus genitales, su útero atravesado por el heráldico pico de la marca. el productor, su semen se derramaba a través de las señales luminosas que registraban para siempre la última temperatura y el nivel total de gasolina en la máquina” (Ballard, 2009, p. dos).
Nótese el ritmo de la descripción, sin pausas, una sola oración ocupando todo el párrafo. Como si se tratara de crear un flujo continuo de imágenes que van desde los cadáveres hasta el coche reducido a la condición de chatarra. Como si se tratara de un tiempo detenido propio de los choques, esos mismos choques que parecen paralizar flujos, romper movimientos y producir una nueva forma, construida a partir de heridas e impactos. Percibimos esta escritura que busca hacer del accidente una forma posible de encuentro entre máquina y humano. Ya no existe el encuentro de la máquina como extensión de las capacidades humanas, como promesa de desarrollo y progreso a través del fortalecimiento de la capacidad humana para intervenir en un mundo desencantado de las exigencias de la producción. Lo que tenemos es la “colisión”, el crash que es el crash del choque entre coches, pero también es el crack de la bolsa y el hundimiento de la economía.
Pero tratemos de tener en cuenta que caída esto es exactamente. En un texto para la revista del automóvil De cadena, JG Ballard (“Autopia”, 1971; véase Ballard 2009) afirma que la imagen fundamental del siglo XX no es el hombre en la luna o Churchill haciendo la V de la victoria tras el final de la Segunda Guerra Mundial, sino “un hombre en un automóvil, vehículo de motor, conduciendo por una carretera de hormigón hacia algún destino desconocido” (Ibíd., PAG. 245). La carretera como expresión pura del siglo, con toda su velocidad y violencia. Como no podía ser de otra manera, pues se trata de entender que el punto fundamental de una sociedad está dado por la forma en que organiza los flujos y los movimientos, la forma en que opera la circulación. Es decir, más importante que saber qué intercambian las sociedades, es saber cómo intercambian, a qué velocidad, a qué ritmo e intensidad.
Y el ritmo automovilístico es el ritmo del rozamiento y la velocidad, de la aproximación de puntos en el espacio a través de un fluir aparentemente sin trabas que, en varios puntos, produce colisiones.
De esta manera, a través del automóvil, JG Ballard proporcionó una bella metáfora de una sociedad fascinada por el universo de la circulación. Como los automóviles, cosas dentro de la vida social, los objetos de nuestro deseo circulan cada vez más rápido hasta chocar. Se vuelven equivalentes y crean una extraña zona de indiferencia, de desidentidad, hasta que aparece el choque con la fuerza de las crisis redentoras. Como si el shock fuera lo único capaz de romper la indiferencia de la circulación.
La sociedad del automóvil es la mejor metáfora de una sociedad para la cual la circulación es el hecho social total. En medio del auge del automóvil, de ciudades diseñadas para fluir sin trabas (como Brasilia o Los Ángeles), un momento antes de la primera gran crisis del petróleo, en medio de la construcción de paisajes automotrices (ya que la velocidad construye paisajes, borra contornos y crea relaciones), JG Ballard decide dirigir su atención a lo que detiene el flujo, a lo que congela los cuerpos en una escena fría y clínica, como esta que describe la imagen que James Ballard (protagonista de la novela) ve justo después de su primer accidente automovilístico, en el que choca con el Dr. Remington: “Todo lo que pude ver fue la unión inusual de sus muslos, abriéndose para mí en su forma deformada. No fue la sexualidad de la posición lo que se me quedó grabado en la cabeza, sino la estilización de los hechos espantosos que nos rodeaban, los extremos de dolor y violencia ritualizados en ese gesto de sus piernas, como la pirueta exagerada de una niña con retraso mental. una vez vi representando una obra de Navidad en una institución” (Ibíd., P. 14).
La descripción es casi clínica, sin exposiciones psicológicas de sensaciones, salvo la analogía con algo que, inicialmente, está fuera del universo de las inversiones libidinales, a saber, una pirueta de una niña con un trastorno mental. Como dice el protagonista, lo que le hace fijarse en la escena no es la sexualidad de la escena, sino la posibilidad de estilizar lo que parece contrario a toda estilización.
Pero esta frialdad es sólo una segunda forma de recuperar una sexualidad que parece pugnar por ir en otra dirección, ajena a la dirección de los flujos libidinales organizados por los procesos de gestión de nuestro goce. Porque es una sexualidad que busca puntos de colapso, que busca colisiones. O que pretende hacer que el tiempo sexual rompa la circulación perfecta de la sociedad de servicios. Como este acoso que hace James Ballard a una azafata en el aeropuerto, impulsado por la forma de sus faldas y el fuselaje de los aviones. Una sexualidad que parece querer volver a esos escenarios en los que la máquina, la tecnología, ya no está al servicio de los humanos, sino al servicio de lo que parece incapaz de reproducirse.
una historia llena de baches
En este sentido, recordemos cuál es la base narrativa de la novela. La historia cuenta los caminos de la pareja Catherine y JG Ballard hacia un goce que se describe a través de la frase que cerrará la película: “tal vez el próximo”. Esta frase no existe en la novela. Pero ella es central en la película. Porque la película busca dar un giro más en la crítica. Como si entre principios de la década de 1970, cuando se escribió el libro, y 1996, cuando aparece la película, algo hubiera sucedido. Algo así como el fin del sueño automovilístico, la crisis del petróleo, la congestión en lugar de la velocidad. La parálisis en lugar de las promesas de circulación en un Autobahn Alemán.
Como dirá James, en la película, mirando los marginales junto a su apartamento: “Parece que hay tres veces más coches ahora que antes del accidente”. Porque el accidente es una forma de hacernos dar cuenta de lo mucho que la promesa de la velocidad se ha convertido en un bloqueo. Así, si el libro comienza inmediatamente describiendo cómo muere Vaughan y sus escenas de goce, la película necesita comenzar con esta imposibilidad materializada en “tal vez el próximo.
Esta imposibilidad se suspende por primera vez cuando James conoce a la esposa del que mató (Dr. Remington). Tendrán sexo por primera vez en un auto similar al que mató a su esposo, esto luego de casi involucrarse en otro accidente. Sólo así se produce por primera vez el goce. Después de eso, Remington llevará a James al mundo arreglado por Vaughan. Mundo de réplicas de accidentes automovilísticos de celebridades.
Un mundo en el que se entremezclan dos flujos fundamentales de libido: las imágenes de celebridades que “corren el mundo” en un espacio aparentemente despejado y la circulación de automóviles con sus colisiones. Porque nuestra sociedad no olvida la forma en que sus celebridades, ese tipo de ideas conformadoras que brinda la industria cultural, parecen caminar irresistiblemente hacia el choque, hacia la colisión.
En torno a estas puestas en escena reales hay una especie de comunidad de personas marcadas y atravesadas en sus cuerpos por el placer del accidente. Otra clase social, gente que vive en carros, en casas semiabandonadas. Otra organización de la vida, frágil, sin más perspectiva de duración. Una comunidad que hace del accidente una forma de “reconstrucción del cuerpo humano por la tecnología”, como diría Vaughan.
Esta reconstrucción se lleva a cabo rompiendo los cuerpos, rompiendo su unidad, la funcionalidad de sus miembros y órganos, incluso si, después del accidente, los miembros no podrán ser utilizados, las partes del cuerpo estarán sujetas a una interacción dolorosa con la tecnología, aberrante los movimientos aparecerán como los únicos posibles. Finalmente, una reconstrucción que se hace a través de la apertura de otros cortes, zonas erógenas, orificios, en una exposición del cuerpo libidinal que puede desbordarse en todas direcciones a ritmo de accidentes.
A partir de ahí, Vaughan entra en la vida de Catherine y James, primero a través de la dimensión de las fantasías. Es su presencia fantasmal la que permitirá, por primera vez en la película, que Catherine venga con James. Hasta entonces, su relación abierta, la circulación constante, hecha por los dos, nunca parece conducir a ningún encuentro. El primer encuentro efectivo se producirá a través de la confusión producida por Vaughan. En primer lugar, la confusión de género. Es a través del discurso de Catherine forzando la imaginación de James hacia una relación homosexual que los dos finalmente pueden disfrutar. Es bajo la apariencia de Jane Mansfield que aparecerá el conductor del próximo accidente simulado.
Sin embargo, esta presencia fantasmal no dura mucho. Pide un paso cada vez más explícito al acto, como si se tratara de mostrar no sólo la profundización a través de una “psicopatología benevolente que nos llama”, como diría Cronenberg, sino también un desgaste. Los accidentes funcionan tanto como simbiosis traumáticas en las que se mezclan vivos y muertos, entre carne y aluminio, entre lo humano y lo maquínico, como fetiches. Simbiosis en las que incluso la muerte es una oportunidad para continuar el fluir de la libido y el goce. Ni siquiera la muerte funciona como un tope.
Pero también se trata de fetiches que atraen y desgastan. Aumentan en intensidad al mismo ritmo que pierden fuerza. Al final, encontramos a James provocando, en el auto recompuesto que alguna vez fue de Vaughan, un accidente con el auto de su propia esposa, que es arrojado fuera de la carretera, medio muerto. Él logra lo que Vaughan estaba tratando de lograr. Mientras ella se desvanece, mientras su cuerpo se debate entre la vida y la muerte, él intentará tener sexo con ella. La respuesta que dará a su deseo, la respuesta a este punto máximo de puesta en escena fetichista, no podría ser de otra manera: “Quizás la próxima vez”. Y así terminan los sueños de la sociedad de una circulación infinita. Terminar este sueño es una de las mayores tareas de todo cine fiel a su contenido.
*Vladimir Safatle Es profesor de filosofía en la USP. Autor, entre otros libros, de Modos de transformar mundos: Lacan, política y emancipación (Auténtico).
Publicado originalmente en la revista Discurso vol. 51, núm.o. 2.
Referencias
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Daney, S. (2007). la rampa. São Paulo: CosacNaify.
DeLillo, D. (2003). cosmópolis. São Paulo: Compañia das Letras.
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Merleau-Ponty, M. (1961). Le visible et l'invisible. París: Gallimard.
Rancière, J. (1997). "El avión en tierra firme". Folha de São Paulo, 26 / 01 / 1997.
Resnais, A. (1961). “Entrevista a André Labarthe y Jacques Rivette”. Cahiers del cine, No. 123, septiembre de 1961.
Safatlé, V. (2016). El circuito de los afectos. Belo Horizonte: Auténtico.
Notas
[i] A este respecto, me permito referirme al último capítulo de mi libro El circuito de los afectos.
[ii] Véase al respecto, por ejemplo, la interpretación de muerte en america, de Andy Warhol, realizado por Foster (1997).