dar el alma

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por JOSÉ PEDRO PAIVA*

Comentario al libro de Adriano Prosperi

En diciembre de 1709, Lucia Cremonini, una joven residente en Bolonia, dio a luz a un niño. Era hijo de una brevísima y extemporánea relación que tuvo con un cura, durante el Carnaval de ese año. El día del parto, el recién nacido fue asesinado. Lucía confesó el crimen atroz y violento. Había sido un acto de necesidad, para evitar la pérdida de honor. Esto, en los estratos más humildes de la sociedad, no se heredaba, no venía en la sangre de la cuna. Lucía no podía verla perdida y destruida para siempre. No le sirvió de nada. En enero de 1710 fue ahorcada en Piazza Maggiore de Bolonia. En el espacio de aproximadamente un año, de un Carnaval a otro, la plaza donde había actuado se convirtió en el escenario donde una multitud contempló su muerte.

Todo ello obra en el expediente que permitió a Adriano Prosperi recrear este drama en dar el alma (Compañía de las Letras, 2010). De allí partió hacia una tentadora investigación sobre el infanticidio, la vida, el bautismo, el alma, la justicia, el perdón. Este, como estaba escrito, es el acto que puede “anular todo el pasado” y, como bien recuerda el autor, evitar errores tan comunes en los planteamientos de novelas y películas históricas, sentimiento que, como todos los demás, también tuvo una historia

Además de estos temas amplios y decisivos, se abordaron otros de proyección más circunscrita. La siguiente lista no las agota: las masacres perpetradas contra comunidades judías bajo la acusación de haber realizado rituales en los que mataron a un niño cristiano; los sábados de las brujas; celibato sacerdotal; las celebraciones de carnaval; la forma de comportarse la mirada; relaciones entre los sexos; el rol pasivo esperado de las mujeres en las relaciones con los hombres; catequesis e instrucción en general (incluida la de los afectos); la experiencia del momento del embarazo; la perfección del cuerpo humano y las “monstruosidades”; el destino de los niños asesinados sin bautismo; las prácticas y debates médico-teológicos acerca de la cesárea, entendida no como un simple acto médico, sino como un procedimiento religioso cuya función era “dar un alma” a una criatura (es decir, bautizarla para ser salvada) ; prácticas abortivas y teorías sobre el desarrollo fetal y los orígenes de la vida humana; la escenificación ritual de una pena capital; la memoria social de los ritos; la práctica de “consolar” a los condenados a la pena capital. En el fondo, a partir del caso específico de Lucía Cremonini, y en el ejercicio de su comprensión, la investigación se tornó caleidoscópica, transformándose en un abordaje que aborda lo que podría considerarse una utopía: la elaboración de una Historia total (pese a tener ya propuesto por Karl Marx, en términos diferentes a los aquí practicados).

Este estudio es de verdadera historia comparada, y visita ejemplos de Inglaterra a Alemania, de Suecia y Dinamarca a Italia, tocando, entre otros, China, el folclore eslavo e incluso África. En incursiones que con enorme lucidez y bien fundamentadas atraviesan el tiempo, desde la Grecia clásica (siglos VI-V a.C.) hasta la actualidad, con fijaciones decisivas en la época romana y en los años clave de la patrística medieval, para escuchar voces que se proyectaron perdurablemente a lo largo Civilización del oeste.

Otra marca muy fuerte es la profunda articulación de la Historia, no exclusivamente de Lucía, con la vida. Prosperi recuerda con admirable belleza y sensibilidad cómo la Historia no puede limitarse a reconstruir el pasado. Necesita “abrazar” la realidad, sabiendo que fue fijada en el tiempo, no sujeta a alteración. Pero ese tiempo dejó huellas que pueden ser “abrazadas”, es decir, “comprendidas”.

En el juicio de Lucía, los jueces quisieron reconstruir el crimen, dejando de lado cuestiones fundamentales: ¿por qué actuó así, qué significaría el alma para esa joven y para sus contemporáneos? etc. En este libro ya partir de la decodificación de signos, el autor no se limita a reconstruir la historia de un crimen, “inclinándose sobre los hombros de los jueces”. Fue más allá para entender lo que pasó. Para saber quién fue Lucía y cómo una historia singular puede dejar de ser vista como un episodio banal e irrelevante, para ser pensada como algo único, como “un color destinado a no reaparecer jamás”.

Este es un libro en profundo diálogo con el presente. Un tiempo de vertiginosa producción de información, que relega cada vez más a un segundo plano (lamentablemente) la suspensión del tiempo que demanda el acto de pensar. Pero también un presente donde hay misterios que siguen perturbando la conciencia de la experiencia humana: la muerte y la vida. Y es precisamente en el contexto de los candentes debates en muchas sociedades contemporáneas sobre la interrupción voluntaria del embarazo, la ingeniería genética, la clonación, la preservación embrionaria, la eutanasia o incluso la pena de muerte, que surge este estudio.

No como una respuesta mediática y de moda, dirigida al efímero universo del espacio informativo del que se alimenta, en general, la opinión pública. Pero como resultado de quienes reconocen la complejidad del mundo, el desafío instigador de su conocimiento y la profunda contaminación del presente por el pasado. En el fondo, se trata de la conciencia de quienes saben que sin la Historia es imposible comprender cabalmente lo que uno es en cada presente, y cómo la creciente desvalorización de la misma Historia que se instala en las sociedades occidentales -de la que también son responsables los historiadores- (quizás los principales culpables)-, está destruyendo poco a poco las posibilidades que aún quedan de pensar constantemente en lo que somos, entendiendo por qué nos hemos vuelto así.

Para comprender este impacto del pasado sobre el presente, bastará recordar la perdurable importancia de una decisión de la Congregación del Santo Oficio Romano del 4 de marzo de 1679. Condenaba a los defensores de la legalidad del aborto inducido ante la fase en que se consideró que El feto tenía alma, lo que llevó a un aumento del rigor de las posiciones de la Iglesia sobre el tema y estuvo en la génesis del surgimiento de una contradicción interna en el propio discurso católico, como acertadamente señala Prosperi. Se sostenía que un niño no bautizado no tenía alma, y ​​se defendía que desde las etapas iniciales de la concepción la criatura estaba animada, lo que justificaba la negación de la anticoncepción. Fue esta ambigüedad la que prestó especial atención a otra palabra: persona. ¿Cuándo un ser se convierte en persona?

La arquitectura del libro es sorprendente y original, a pesar de estar marcada por las huellas de un relato narrativo. Todo estuvo muy bien pensado, aprovechando las preciosas fuentes italianas, las sugerencias de la “microhistoria”, el acercamiento a los contextos en los que se inscriben y determinan las elecciones individuales. La obra consta de tres partes. El primero se llama “La historia” y consta de tres capítulos. Uno para explicar el caso judicial de Lucía. Los dos restantes se dedicaron al análisis de la historia del infanticidio. Comienza aclarando que la madre no siempre fue la protagonista de la acusación de infanticidio. Termina tratando el paso del infanticidio del pecado al crimen.

Fue en la Modernidad europea –en la continuación de un debate abierto en el mundo romano, según algunos presionados por el cristianismo que nacía en él (pero recordando que Ovidio ya había condenado el infanticidio practicado por mujeres que querían conservar su belleza) –, que se fraguó, a raíz del “derecho de familia romano, el avance acelerado de los poderes del Estado hacia el control del embarazo y la natalidad”, un conjunto de medidas penales cada vez más severas contra la práctica del infanticidio. Esto sucedió al mismo tiempo que tanto la Iglesia como el Estado pretendían circunscribir la sexualidad dentro del matrimonio. Ahora bien, cuando el pecado dio paso al delito judicial, éste tuvo un solo protagonista: la mujer, madre sin tener marido legítimo. Y los castigos previstos eran de la más severa violencia, insufribles para la sensibilidad actual.

En 1405, Francesca de Pistoia fue sentenciada a muerte. Recorrió todo el camino hasta el patíbulo montada de espaldas en un burro y cargando una bolsa con el bebé que había matado alrededor del cuello. Otros fueron enterrados vivos, empalados, quemados, en espectáculos diseñados para disuadir a través del terror, receta utilizada también en los autos de fe inquisitoriales aplicados a los herejes. Un patrón que empezó a cambiar en el Siglo de las Luces, cuando algunos autores, entre ellos Goethe, abrieron las puertas a un camino que sustituía la dureza del castigo de la madre infanticida, por un intento de comprender la angustia y el sufrimiento de quienes arrebataban la vida a los niños.

El autor es muy consciente de la dificultad de hacer una historia del infanticidio, debido a la escasez de huellas que estos hechos han dejado en el tiempo. Así, la indagación se hizo más por la elaboración de “esquemas” e inventario de “problemas”. También aquí, el libro tiene una enorme importancia como camino hacia las posibilidades de la Historia, asumiendo una dimensión muy instructiva e incluso pedagógica.

La segunda parte se titula “Los actores: personas y no personas” y está compuesta por dos grupos de seis capítulos cada uno. Esta es una parte absolutamente fascinante del libro. Como problema historiográfico y como arquitectura y concepción del relato. Se pretendía saber más sobre los protagonistas, pero ante la escasez de fuentes que hablaran de ellos, se preguntó a la sociedad y qué se puede saber de ella en situaciones similares. Así se construyó una trama en dos tiempos, pensada a partir de los pasos del proceso que da título a los capítulos, en una construcción creativa, original y de rara belleza. Para hablar de la madre y sus motivos, el “pequeño niño” que tuvo una vida microscópica pero que existió. Todo hecho a partir del nombre y sus relaciones, siguiendo la sugerencia de Ginzburg y Poni en un trabajo clásico sobre “microhistoria”.

La tercera parte se titula “Justicia”. En tres capítulos se analiza la sentencia del proceso, el seguimiento de las horas finales de Lucía y el significado de todo el ritual de ejecución, así como el proceso individual y comunitario de arrepentimiento y perdón asociado a un acto de condena a muerte.

Todo esto está servido por una erudición imperial que va desde Aristóteles hasta Habermas. Qué es de esperar de un autor que ocupa un lugar único en la historiografía italiana y que ya ha producido obras ineludibles, algunas de las cuales, curiosamente, no se indican al lector en la brevísima y hasta incorrecta presentación biográfica que se hace en el libro. Incorrecto, ya que Prosperi es profesor en la Scuola Normale Superiore (Pisa) y no en la Universidad de Pisa. Es incomprensible no mencionar la monumental Tribunali della coscienza. Inquisidor, confesor, misionero (1996). Por cierto, si en general la traducción es de buen nivel, hay detalles que corregir: “obstetras” por “parteras”, en portugués no se dice “portar um nome” (p. 103), ni “cortejo ” por “cortejo” (p. 132), no había “vicepárrocos” sino coadjutores (p. 242).

Otras críticas son acertadas. Es extraño que al referirse a la dulzura que caracterizó a las inquisiciones española y romana respecto a la represión de la brujería, no se hiciera referencia a la más dócil de todas en esta materia: la portuguesa. No siempre se comprende la justificación de algunas incursiones, que quizás van un poco más allá de la necesidad de contextualización que reclamaba la historia. Por ejemplo, el debate postridentino, entre catolicismo y protestantismo, sobre el celibato sacerdotal no es imprescindible para comprender las posiciones del sacerdote que mantuvo relaciones con Lucía. El mayor problema, pero imposible de resolver tal como fue concebido el trabajo, es la falta de una compartimentación más clara del conocimiento aquí revelado. Esta no es una obra para principiantes y al repasarla para encontrar información específica, se requerirá que el lector tenga una gran memoria o realice una cuidada y personal cartografía de los temas tratados.

Paradójicamente, a pesar de la genialidad del libro, al final de la lectura parece que, objetivamente, el historiador puede saber menos sobre la vida de Lucía que sobre el día que precedió a su muerte y el momento de su ejecución. Ese momento, donde también se hizo evidente el profundo desfase entre el estado de necesidad que la llevó a cometer infanticidio y la resignación y piedad con que dijo “Jesús” antes de morir. Aunque esa palabra fuera fruto de una “teatralidad obligada”.

Porque, por paradójico que parezca a los ojos de la cultura sobre la muerte que hoy domina, al morir así, Lucía se redimió. Murió para salvarse a sí mismo y purificar la comunidad, como había sucedido con la muerte de su Cristo. Lucía “devolvió su alma”, tal como la había dado al comienzo de su vida a través del bautismo. Y así terminó un ciclo que el autor aprovechó, en la muerte/al final, para volver al principio de la historia, para volver al principio del libro y para situar al lector ante la más central de todas las cuestiones: dar el alma.

* José Pedro Paiva es profesor del Instituto de Historia y Teoría de las Ideas de la Universidad de Coimbra y autor de Brujería y superstición en un país sin caza de brujas: 1600-1774 (Editorial Noticias).

Publicado originalmente en Revista de reseñas no. 11 de marzo de 2011,

referencia


Adriano Prósperi. dar el alma. Sao Paulo, Companhia das Letras.

 

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