por DIEGO DOS SANTOS REIS*
En la vía pública, manos, fusiles y revólveres policiales realizan la perforación que derrama sangre negra sobre el asfalto caliente, en callejones y callejones donde la vida negra fluye entre los desagües de la miseria y el olvido.
Después de las celebraciones del noviembre negro y del mes que, en nombre de Zumbi y Dandara dos Palmares, recuerda, denuncia y exige reparaciones históricas a la población negra brasileña, parece prevalecer un cierto silencio tras el evento, con respecto a la población negra (un )conciencia nacional. Sin embargo, reinan imágenes asociadas a la violencia, el genocidio, el caos y los nunca aislados casos de racismo que, de norte a sur, atraviesan el territorio americano. Casos que desgarran familias y comunidades, aniquilan sujetos y destruyen posibilidades de vida plena y digna, como garantiza la Carta Constitucional brasileña.
Imágenes de control, como enuncia Patricia Hill Collins, que refuerzan prácticas de dominación, criminalización y violencia, física y simbólica, encaminadas a estigmatizar y legitimar sus propias operaciones de muerte. Si la muerte ocupa un lugar fundamental en esta producción imagética, es en la medida en que constituye el punto de partida, desde la perspectiva de la supremacía blanca, de lo que es el destino natural y original del cuerpo negro, que de la muerte-en-vida a la muerte lo fáctico pasaría de un estado de no-ser a desaparecer, como el desvanecimiento de la imagen de un fantasma –entre mundos, miedos y formas de dejarse guiar por lo negativo.
En la vida, sin embargo, la oscura conciencia del ser, del vivir y la terquedad toman forma, rostro, nombre y figura de lo que, siendo, se empeña en desmantelar los mundos de muerte de la blancura y sus mecanismos de asfixia, desencadenados por diferentes caminos. En la vía pública, manos, fusiles y revólveres policiales realizan la perforación que derrama sangre negra sobre el asfalto caliente, en callejones y callejones donde la vida negra fluye entre los desagües de la miseria y el olvido; en caminos privados, por manos de verdugos y capataces que llaman al amor (?) la enfermedad que extirpa, subyuga y liquida la vida de las mujeres, especialmente de las negras, encontradas en bolsas negras, ríos, frías tejas, inmovilizadas en fotos que imprimen, a diario, pequeños rectángulos de periódicos ensangrentados (¿hasta cuándo?).
Cosechadas, entre promesas de amor eterno y la eterna disculpa de policías y jefes de Estado, desaparecen, en blanco y negro, historias, relatos y memorias de quienes, masacrados, son condenados sin indagaciones, mientras co- los principales son condecorados en ceremonias oficiales y no oficiales.
Pienso en estos rostros mientras escribo y veo la sonrisa, los surcos en la piel, las marcas y largas líneas de vida – interrumpidas. Pienso en las vidas negras que importan, dicen, y sin embargo siguen siendo conscientemente exterminadas por manos apocalípticas mientras, en las escuelas, tratamos de hacer cumplir la ley de la vida, la ley de la justicia y la enseñanza de la historia y la cultura de quienes, ante nosotros, en la diáspora, con su sudor hicieron cumplir la contraley del mundo de los hombres injustos.
Después de 20 años de promulgación de la Ley 10.639/03, silenciosa o complaciente, la conveniencia sigue blanqueando los itinerarios formativos. Pero el poder del grito negro desafía el silencio reinante. Combate, retumbar, estremecer y desarreglar los ritos (funerarios) de relatos lineales, pomposos y heroicos que no mencionan a Dandara, Aqualtune, Marielle, Lélia y Sueli, porque, allí, el pacto sagrado es blanco, en masculino.
Nuestra conciencia es ciencia, sudor y ruedas. Es súbito, desafío y capoeira, vaivén con los arreglos, institucionales o no, organizados durante siglos para transportar los cuerpos en tumbeiros, caveirões y coches fúnebres, para quienes la muerte se vuelve pena capital y no parte de la existencia y del mundo compartido con la ascendencia. Incluso la muerte fue saqueada. Y enterrados en fosas poco profundas, sin nombre, placa o documento de identificación, para que la indigencia devorara, con su afilado pico, la carne putrefacta de quienes soñaban con casa propia, graduación y familia numerosa, como Kethlen Romeu y su hijo, asesinado en el vientre.
La venganza sigue siendo un desafío en la diáspora. Venganza hasta la última gota de vida, el desafío en las 52 semanas y 1 día de conciencia negra, que hacen un año. En él, todos los días se dedican a deshacer el pacto desastroso. Cada día está dedicado a la memoria de lo que, reprimido, no se satisface con un solo día o mes del año. Emerge, día a día, porque nació en una zona de emergencia. Contra la virulencia, insurgente, maneja resistencia en la conciencia negra de la lucha por lo que es, fue y será. Todos los días del año.
*Diego dos Santos Reyes Es profesor de la Universidad Federal de Paraíba y del Programa de Posgrado Humanidades, Derechos y Otras Legitimidades, de la Universidad de São Paulo.
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