Cómo escribir sobre Horacio González

Imagen: dominio público.
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por RICARDO FORSTER*

Se fue, quizás, el último de los grandes intelectuales argentinos

Cómo escribir, mientras la tristeza recorre el alma, sobre alguien que hizo de la escritura un arte sublime. Eso transformó su pasión argentina en una aventura intelectual construida desde la intensidad de un lenguaje único, laberíntico, exuberante y una belleza que desafía la inteligencia de los lectores. Cómo escribir sobre alguien que hizo de la enseñanza una experiencia capaz de cautivar a miles de alumnos. Cómo escribir sobre alguien que le dio un nuevo significado a la palabra “profesor”, reuniendo, en su largo y prolongado camino universitario, a varias generaciones de discípulos que disfrutaron de su generosidad.

Cómo escribir sobre alguien que vivió con una intensidad y un compromiso desbordante la larga travesía de un país siempre en estado provisional, de crisis y esperanza. Cómo escribir sobre alguien que cultivó la amistad como si fuera una obra de arte, atravesada por interminables conversaciones, escucha persistente y comprensiva, complicidades capaces de conjurar hasta concebir mil proyectos para revistas, cátedras, espacios políticos, congresos contraacadémicos.

Cómo escribir sobre alguien que construyó su carrera acumulando bibliotecas enteras en su colección de lectores implacables; de alguien que hizo de la erudición un gesto de humildad mientras dejaba sin aliento a sus entusiastas lectores, intentando seguir las huellas de sus investigaciones, que podían atravesar geografías muy diversas. Cómo escribir sobre alguien que hizo del peronismo el tema desbordante de sus interminables indagaciones, que supo cuestionarlo con inigualable perspicacia y originalidad, al mismo tiempo que lo vivió en la plenitud y desesperación de la pasión política.

Cómo escribir sobre alguien que nunca renunció a la copiosa lengua ya la escritura –algunos dirían “barrocos”, creyendo que lo menospreciaban– y que nunca menospreció la inteligencia de sus lectores ni buscó sustraerles su dimensión emancipatoria. Cómo escribir sobre alguien que prefirió el anacronismo a las modas pasajeras, que prefirió las causas perdidas a los artificios legitimadores. Cómo escribir sobre alguien que sintió en su propia piel la tragedia de nuestro tiempo y que buscaba la clave que le permitiera descifrar el misterio de nuestra deriva histórica.

Cómo escribir sobre alguien que construyó un estilo único, inclasificable e imposible de imitar porque, lo sintió y lo expresó, un estilo es el cuerpo del escritor, su encarnación, su idiosincrasia, su personalidad y su concepción del mundo. Cómo escribir sobre alguien que llegó a la Biblioteca Nacional, la de Groussac y Borges, y la cambió para siempre, convirtiéndola en un eje de la vida cultural y un espacio vital en el que los libros, satisfechos, se sintieron partícipes de un festín de lecturas , música, exposiciones, presentaciones, debates políticos, simposios internacionales de cine, teatro, poesía, filosofía, arquitectura, ciudades y cualquier otro tema y cuestión que cayó en el radar de un hombre incansable a la hora de realizar el edificio diseñado por Clorindo Testa la más espléndida para dejar volar la cultura cada vez más alto.

Cómo escribir sobre alguien que habitó los bares de Buenos Aires, que hizo de ellos un lugar imborrable, un espacio de encuentro de amigos, de conversaciones engalanadas por la serenidad nocturna, convertida, para él, en su lugar de lectura y escritura, en su propio útero materno.

Cómo escribir sobre Horacio González sin detenerse en cada una de las épocas de su vida, en cada uno de los lugares que frecuentó y en esos espectros –sus amigos, como Roberto Carri, David Viñas, León Rozitchner o Nicolás Casullo, por mencionar algunos pocos – con los que nunca dejó de hablar. Quizás con Horacio, el último de los que constituyeron un mundo intelectual, político y cultural que se disipó. Un mundo en el que la pasión por la revolución se entrelazaba con la búsqueda de la palabra justa capaz de dar a un poema, novela o ensayo su fuerza y ​​esplendor. Un mundo en el que el plebeyo de ideal justiciero se encontraría con la red refinada de un lector de talla. Un mundo que recorrió su infancia y adolescencia Villa Pueyrredón con sus inolvidables conferencias parisinas sobre “retórica y locura”, en las que elaboraba una teoría de la cultura argentina.

Cómo escribir sobre alguien que, como sabiamente dijo Mauricio Kartún, “es como un relámpago, en un breve instante ilumina un territorio y, cuando desaparece, la imagen se inscribe dentro de ti”. Eso es lo que produce Horacio en quienes lo escuchan. Su discurso discurre en espiral por un revoltijo de ideas e imágenes que siguen fluyendo en quien lo escucha, aunque el tiempo de la comprensión no deja de demorarse. Un rastro que persiste, que no se borra, que nos hace recorrer el camino sin tener prisa por llegar al destino. Con Horacio, seguimos los rastros de una búsqueda que nunca termina. Adentrarse en sus libros es una experiencia prodigiosa, una aventura en la que nunca se vuelve al punto de partida. Es una diversión feliz.

Veo a Horacio hablando frente a un numeroso público, mirando un punto lejano, dejándose llevar por la ondulación de sus frases, buscando la conclusión de un pensamiento que se va calentando poco a poco y que acaba creando un ambiente único y atmósfera enigmática, en la que cada uno de los que están pasando por la aventura de escucharlo siente que algo de esta inteligencia prodigiosa lo toca y lo inspira. Con Horacio González se va quizás el último de los grandes intelectuales argentinos. Alguien que supo combinar la pasión política, la sed de emancipación y de igualdad, el cultivo de la amistad construida como si fuera una torre de babel en la que se mezclan agradablemente todas las ideas y todos los lenguajes, y el incorruptible maestro de las causas nobles destinado a galopar sin destino cierto ni garantía de éxito. Con Horacio González se ha ido una parte importante de nuestro mundo. Sin sus palabras, sin su escritura, la época se vuelve más oscura e indescifrable.

* Richard Foster Es profesor de filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Autor, entre otros libros, de Sociedad de invierno: el neoliberalismo: entre las paradojas de la libertad, la fábrica de subjetividades, el neofascismo y la digitalización del mundo (Akal).

Traducción: Fernando Lima das Neves.

Publicado originalmente en el diario Pagina 12 .

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