por ALEXANDRE KUBRUSLY BORNSTEIN*
Si es cierto que el neoliberalismo establece y genera formas específicas de sufrimiento, también lo es que el pensamiento crítico puede transformarlas en armas.
“Quiero esa esquina torcida como un cuchillo para cortar tu carne”
(Belchior)
1.
Fue precisamente en 2013 cuando me pareció una buena idea montar una productora de vídeos. Éramos tres estudiantes de Comunicación en los últimos semestres de la universidad, y ya con nuestra primera trabajador independiente. Los tres habíamos asistido intensamente a las manifestaciones que marcaron este año. Que el clima de indignación y protesta, el ambiente de gas pimienta y gases lacrimógenos fueran el terreno fértil donde germinó esta idea es algo cuanto menos curioso, en mi opinión.
Después de todo, ¿no fue sólo después de 1968 y su conmovedora crítica del modelo de trabajo disciplinario que el neoliberalismo finalmente encontró el espacio para prosperar? Parte de esta operación consistió en la apropiación, por parte del neoliberalismo, de valores que antes se movilizaban en la crítica al modelo de trabajo capitalista. Estos conceptos apropiados, a su vez, formaron el nuevo espíritu neoliberal y guiaron la forma en que se reconfiguraron las relaciones laborales.
De esta manera, la crítica a la alienación del trabajo, la burocratización de la vida, la disciplina de los oficios encontró su respuesta en la formulación del sujeto neoliberal: el autoempresario, que es flexible, creativo y satisface las demandas. Mediante esta operación, el discurso neoliberal adquiere un tono crítico en relación con el discurso capitalista que lo precedió. De aquí proviene buena parte de su fuerza, así como su astucia.
En ese contexto, parte de nuestra energía de insatisfacción, de revuelta, se dirigió hacia este empeño: abrir nuestro propio negocio. En un deseo de insumisión, de autonomía. En un deseo de creación. La idea inicial, la verdad es que no era tener una empresa, sino una cooperativa, en la que todas las decisiones se tomaran de forma conjunta, por consenso, incluidas, por supuesto, las relativas a salarios, costes y otras operaciones financieras.
No vale la pena entrar en detalles de lo que ocurrió durante los siguientes ocho o diez años. Baste decir que, debido a la constante dificultad de obtener ingresos suficientes para sustentarnos, nos regodeamos en tonterías empresariales y de marketing. Después de todo, para gestionar una empresa tenemos que ser pragmáticos, tenemos que entender cómo funciona el mercado, tenemos que ser competitivos, tenemos que hacer ciertas concesiones.
De la simple masacre de la vida cotidiana se sustituyen las palabras. Tenemos que incorporar términos como sobreentrega o fingir proactivamente que no entendemos su verdadero significado. Tenemos que dejar de lado palabras como trabajador o explotación. Debimos estar muy distraídos para no darnos cuenta de que las palabras siempre han traído mundos consigo. Que cambiar la palabra trabajador por empresario tiene sus consecuencias. Tenemos que acostumbrarnos a plazos cada vez más cortos y a jornadas laborales cada vez más largas.
Definitivamente tenemos que desdibujar la línea que separa el tiempo de trabajo del resto de nuestras vidas. Tenemos que ver esta precariedad como una ganancia en libertad. Tenemos que olvidar por completo cuál es el significado de esta palabra. Tenemos que acostumbrarnos a escucharlo con el significado invertido en boca del enemigo. No debemos percibir esta operación mediante la cual nos roban las palabras y, sin ellas, perdemos la capacidad de estructurar nuestros pensamientos.
El resultado, además de mucho trabajo y reuniones interminables, no fue más que una cierta melancolía que poco a poco fue arraigándose en mí. En el momento exacto en que todos los cánticos de marketing y emprendimiento finalmente me convencieron de que había total convergencia entre mi deseo y los intereses del “cliente”, en ese preciso momento me faltaban fuerzas para levantarme de la cama.
El desánimo, en ese momento, era mi lado más auténtico. Un movimiento involuntario dentro de mí de rechazo, de negación. Más allá de cualquier argumento, más allá de todo recurso visual y sonoro: eso no. La melancolía no era un autosabotaje: una forma de enmascarar el miedo al fracaso en un mercado competitivo, como sugirió mi psicólogo. Como si se tratara de una especie de retraimiento infantil en un mundo austero. No, la melancolía era síntoma de una cierta dimensión de inconformismo, de rechazo de ese modelo enfermizo de felicidad, de libertad que nos ofrecen.
La certeza de la pobreza de nuestro pensamiento. La certeza de la mezquindad de nuestra capacidad de enunciación, de nuestra imaginación. La certeza de la existencia de ideas que aún no han sido nombradas. La certeza de que otros, que hemos olvidado, todavía tienen novedades por venir. La certeza de que hay mucho más que pensar, hay mucho más que vivir.
2.
El punto de inflexión se produjo hacia 2022, al final de la pandemia, año en el que decidimos de una vez por todas hacer de la productora una empresa funcional. Fue el año en el que más energía pusimos en este proyecto y precisamente cuando, al menos para mí, el proyecto finalmente llegó a su fin.
Por esa época, a través de algunas figuras académicas que tienen cierta presencia en Internet –especialmente Vladimir Safatle y Christian Dunker– me encontré con un viejo conocido, del que sólo recordaba vagamente. Figura descolorida, apagada, dejada de lado, sin importancia, parcialmente olvidada o dejada para más adelante. Resulta que debajo de todo el polvo y el moho redescubrí un viejo conocido: el pensamiento crítico. Éste que siempre me ha acompañado desde pequeño (hijo de docentes de izquierda), tan presente en 2013, y que en mi aventura emprendedora tenía que quedar de lado.
Al principio me sorprendió mucho. De hecho, mi primera reacción ante este contacto, incluso en 2020, fue una negativa vehemente. Fue durante la pandemia, estaba atrapado en casa y la casa estaba sucia, desordenada y en mal estado. Me encontré, quién sabe cómo, con un discurso de Vladimir Safatle en Internet sobre la retracción de la izquierda, nuestra pérdida de capacidad crítica. Pintó un cuadro en el que asistimos a una especie de domesticación de nuestro discurso, transformado poco a poco en un cuchillo desafilado e inútil.
La fuerza con la que resonaron en mí estas ideas se explica quizás, al menos en parte, por la enorme resonancia con la historia aquí descrita: la cooperativa que se convierte en empresa, la crítica que se pierde en la corriente del flujo hegemónico. Quería escuchar más y más a ese tipo, hasta entonces desconocido. El deseo era tal que, curiosamente, operé un verdadero bloqueo en relación a la figura. No quería saber más. Quizás haya algo en qué pensar aquí.
Ese momento en el que redescubrí algo que era profundamente querido para mí, algo que tenía – como luego quedó claro – potencial de transformación en mi vida y mi reacción fue de rechazo. Un poco como mi gato que, tras mudarse recientemente de un apartamento estrecho a una casa más grande con jardín, árbol y techo, contrariamente a todas las expectativas, se encerró en el armario. “Piedras que sueñan con martillos neumáticos”, dijo el poeta. ¿Por qué diablos soñamos con martillos neumáticos? Me pareció, por la fuerza de la resonancia de aquel encuentro, que iba más allá de lo razonable. De ahí mi bloqueo.
Pero siempre hay algo que se escapa.
Algo que demuestra que las ideas definitivamente no se pueden descartar. Una vez que circulan tienen consecuencias, nos piensan, nos moldean. Entonces pude ver que cuando se olvidan cosas importantes, es sólo para que luego vuelvan con más fuerza. Para que regresen con toda la brutalidad que marcó su suave y silencioso olvido, como no siempre la violencia se hace con ruido.
Y fue a través del pensamiento crítico que esta misma dimensión de inconformismo, que era causa de la melancolía, se transformó en algo más. Palabras olvidadas recuperadas, nuevas aprendidas y otras rechazadas. El bloqueo inicial dio paso a una intensa investigación. Porque, si es cierto que el neoliberalismo establece y genera formas específicas de sufrimiento, también lo es que el pensamiento crítico puede transformarlas en armas.
Esta es la imagen que tengo ahora: estudiando como quien afila un cuchillo. Para que esta dimensión del inconformismo no se convierta en melancolía o rabia ciega, sino en un cuchillo afilado, preciso, que tiene dirección, que conoce a sus enemigos.
*Alexandre Kubrusly Bornstein Está cursando una maestría en Comunicación Social en la UFRJ..
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