Clarice Lispector - La mirada vertiginosa

Imagen: Andrés Sandoval
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por GILDA DE MELLO Y SOUZA*

Comentario al libro “A Maçã no Escuro”

No será difícil señalar en la literatura femenina la vocación por la minuciosidad, el apego al detalle sensible en la transcripción de la realidad, características que, según Simone de Beauvoir, derivan de la posición social de la mujer. Conectada a los objetos y dependiendo de ellos, atada al tiempo, en cuyo ritmo se sabe inscrita fisiológicamente, la mujer desarrolla un temperamento concreto y terrenal, moviéndose como una cosa en un universo de cosas, como una fracción de tiempo en un universo temporal. . La suya es una vida reflexionada, sin valores, sin iniciativa, sin grandes acontecimientos, y los insignificantes episodios que la componen, en cierto modo, sólo cobran sentido en el pasado, cuando la memoria, seleccionando lo que el presente agrupa sin elección, fija dos o tres monumentos que destacan en primer plano.

Así, el universo femenino es un universo de recuerdo o de espera, todo vivo, no desde un significado inmanente sino desde un valor atribuido. Y como el paisaje que se despliega más allá de la ventana abierta no se lo permite, la mujer busca sentido en el espacio confinado en el que termina la vida: la habitación con los objetos, el jardín con las flores, el corto paseo hasta el río o la cerca. La visión que construye es, pues, una visión miope, y en el terreno que abarca la mirada inferior, las cosas muy próximas adquieren una luminosa nitidez de contornos.

Fue esta miopía la que Clarice Lispector, en su última y admirable novela, transfirió, de manera muy curiosa, de la aprehensión de la realidad a la aprehensión de las esencias y del tiempo. Indiferente a la apariencia exterior, busca penetrar en lo oculto y secreto de las cosas, en lo oculto y secreto de las cosas, en las emociones, en los sentimientos, en las relaciones entre los seres; indiferente a la organización de los acontecimientos en un amplio esquema temporal, donde pasado, presente y futuro son etapas de una secuencia, concibe un tiempo fraccionario, compuesto por pequeños segmentos de duración que, recomponiéndose incesantemente, sólo se pueden ver de muy cerca y en un santiamén.

Para ella, el flujo temporal es sólo esa suma de instantes, y la preocupación por fijar el “momento urgente del ahora”, se traduce en el propio estilo, en la constancia con que el término “instante” vuelve obsesivamente a su pluma y, sobre todo, con la que hace un uso exhaustivo de todos los adverbios y locuciones temporales que, no pocas veces, afean su bella prosa por su continua repetición: “entonces” – “ahora” – “después” – “de repente” – “un instante más allá”. ” – “inmediatamente” – “después de un instante” – “un paso más adelante” – “brevemente” – “por un breve segundo” – “en el siguiente instante” – “en ese momento” – “mientras tanto” – “ mientras tanto " - "en ese momento" - "en ese intervalo" - "en esa fracción de segundo".

Lo que pretende el novelista es aprehender el instante ejemplar, esa minúscula porción de duración capaz de iluminar toda una secuencia de actores con su sentido revelador; sino aprehender a simple vista, sin subterfugios, “en una mirada de vértigo”. Su técnica será, por tanto, muy diferente a la de otros creadores que, también preocupados por el momento significativo, lo dilatan, lo expanden para aprehender mejor su significado. Es el caso de Eisenstein, en el cine, que en las antológicas escenas de la escalera de Odessa, en El acorazado Potemkin, y la apertura del puente, en Octubre, monumentalizó el instante, creando un tiempo ficticio y dramático. De esta forma, lo que tienes ante tus ojos es un instante visto bajo el microscopio, un tiempo reducido que nunca fluye: los soldados bajando ininterrumpidamente las escaleras, el puente que nunca termina de abrirse.

Un instante, por tanto, en el que se niega la instantaneidad, del mismo modo que el microscopio niega, en la estructura imprevista de una lámina de tejido, la realidad que aprehende el ojo desnudo. Aquí, la duración insignificante se convierte en duración significativa, en un tiempo diseccionado que el ojo puede aprehender y medir libremente. Nada mais diverso da atitude orgulhosa de Clarice Lispector que, aceitando a aposta, se debruça atenta sobre o fluir do tempo, procurando sujeitar à palavra “esse instante raro” – em que “ainda não aconteceu”, “ainda vai acontecer”, “quase ya sucedió". “Su deseo es transmitir al lector la sensación de 'estar presente en el momento en que ocurre lo que ocurre', pues está convencido de que 'miradas de cerca las cosas no tienen forma, y ​​que vistas de lejos las cosas no son y que para cada cosa hay sólo un instante.” Es, pues, lo que se podría llamar una “novelista del instante”, en el sentido, por ejemplo, en que hay novelistas del presente y novelistas del memoria. Y con el escaso tiempo que media entre el ser y la nada, teje toda su narrativa.

Está en la página 129 d'La manzana en la oscuridad que encontramos lo más característico de la manera del novelista de aprehender el sentido de las cosas; aquella en la que mejor expresa la filosofía del momento, de la que el libro es una aplicación exhaustiva: “Y la cosa se hizo de manera tan imposible, que en la imposibilidad yacía el puño de la belleza. Son momentos que no se narran, suceden entre trenes que pasan o en el aire que despierta nuestro rostro y nos da nuestro tamaño final, y luego por un momento somos la cuarta dimensión de lo que existe, son momentos que no cuentan. Pero quién sabe si es ese anhelo como pez con la boca abierta que tiene el que se ahoga antes de morir, y luego se dice que antes de sumergirse para siempre un hombre ve pasar toda su vida ante sus ojos; Si naces en un instante y mueres en un instante, un instante es suficiente para toda la vida”.

Para Clarice Lispector, un momento será suficiente para toda la narración. Y tu tarea será, precisamente, narrar esos “momentos que no se narran”, resaltar los “momentos que no cuentan” y que solemos perder, porque suceden con la guardia baja. – Sin embargo, sólo ellos son significativos, pues revelan lo más profundo de nosotros, nuestro “tamaño final”. Su objetivo será (aplicando su propia imagen reveladora) captar, en un destello lúcido, todo el sentido de la vida, "con ese anhelo de pez con la boca abierta que tiene el que se ahoga antes de morir".

Sin embargo, si tu aspiración es detener el momento, ¿cómo no negar su fugacidad? Porque si lo que define al instante es ser efímero, al fijarlo estamos negando su verdad esencial, transformándolo en un eco, una resonancia de sentido, como “el dolor (que) queda en la carne cuando la abeja ya está lejos” . Si nuestra percepción del mundo está siempre rezagada en relación con el constante devenir, ¿cómo podemos aprehender el instante, esta especie de embarazo del presente, si lo que acabamos de aprehender ya ha sido proyectado en el pasado, “como cuando un reloj deja de hacer tic-tac y solo entonces nos avisa que antes tocaba”?

¿Cómo fijar el instante, si desde el momento en que sorprendemos la realidad ya no es la realidad que buscábamos, sino su propia negación? “Por ejemplo, un pajarito estaba cantando. Pero desde el momento en que Martim intentó hacerlo realidad, el pajarito dejó de ser un símbolo y de repente dejó de ser lo que se podría llamar un pajarito”. ¿Cómo aprehender la realidad, si el mismo acto de aprehensión destruye mágicamente el objeto percibido, despojándolo de toda su riqueza diferenciadora? “Como quien no pudiera beber agua del río sino llenándose el hueco de las manos – pero ya no sería el agua silenciosa del río, no sería su movimiento frígido, ni la avidez delicada con que el agua tortura piedras (...) Sería el cóncavo de sus propias manos.”

Así descifrado en el nivel subterráneo de la palabra, de las agudezas verbales, de las imágenes, La manzana en la oscuridad revela una tensión desgarrada entre una aspiración (captar el instante) y la imposibilidad de realizarla (el instante es inaccesible); revela la constante oscilación entre el intento y la renuncia. Y creo que es la desesperación ante la difícil tarea que se ha propuesto realizar, y cuya dificultad la novelista proclama con cierto orgullo –porque “en la imposibilidad está la dura empuñadura de la belleza”– lo que la lleva a perseguir una realidad. que se le escapa de los dedos, no sólo con las locuciones del tiempo -como ya hemos visto- sino con las imágenes que va multiplicando ininterrumpidamente, con las comparaciones enlazadas, casi siempre de una belleza deslumbrante. A cada obstáculo opone un nuevo ejemplo, una nueva metáfora, una astucia verbal distinta, disimulando una trampa en cada rincón de su prosa, donde esta cazadora de colibríes intenta aprisionar lo más esquivo e impreciso.

Y como la realidad es fugaz y cambiante, al describir un rostro no deja de ser el detalle indefinible al que se apegará la novelista, no pretendiendo, por ejemplo, sorprender el color de los ojos de su personaje, sino el hecho de que sean “positivos”. ”, “conocido” o “afectado”; sin tratar de precisar los rasgos de la fisonomía, pues son “tanto más indecisos cuanto se podría imaginar que podrían desmontarse para formar otro conjunto, tan prudentes en no estar definidos como el primero”. Para Clarice Lispector, hay una profunda complejidad en todas partes que la apariencia busca camuflar, y por eso siempre está dando la vuelta a la realidad, sospechando que es al revés de la trama que podrá descifrar, al fin y al cabo. , el juego oculto de los hilos , la laboriosa combinación de colores, la verdad secreta de las figuras. Desconfía de todo, incluso de las palabras, cuyas gastadas connotaciones, siempre por debajo de la riqueza de los sentimientos, trata de compensar con nuevas combinaciones: “No era odio, era amor al revés, e ironía, como si ambos despreciaron lo mismo”.

En este juego de búsqueda insaciable de ajuste entre expresión y contenido, realmente añade una dimensión insospechada a la gama de sentimientos humanos, una sutileza que casi nunca es arbitraria, siempre reveladora. Y como describe las cosas al revés, cuando se vuelve hacia la realidad exterior, prefiere no detenerse en lo que aprehenden los sentidos, sino en lo que se les escapa, evitando que las zonas de luz se pierdan en la imprecisa zona de sombra donde los contornos se sumergen. Intenta sentir “el olor seco a piedra exasperada que tiene el día en el campo”, o “la aguda falta de olor que es propia del aire muy puro y que permanece distinta de cualquier otra fragancia”. Intenta discernir en la noche la “urdimbre secreta con que se mantiene la oscuridad”, o acostumbrar el oído “a la música que se escucha en la noche y que está hecha de la posibilidad de algo chirriando y de la delicada fricción del silencio. contra el silencio”. Y desarrollará su agudeza de tal manera que será capaz de distinguir entre este silencio nocturno, hecho de expectación y alarma, y ​​el silencio desolado y despiadado del sol de mediodía: “El silencio del sol era tan total que su oído, inutilizado, experimentó con dividirlo en etapas imaginarias como un mapa para poder abarcarlo gradualmente”.

Lo inaccesible, lo inexpresable, lo que no tiene olor ni color, lo que aún no ha sido dicho... El libro de Clarice Lispector es una lucha contra el instante fugaz, un esfuerzo desesperado por detener el tiempo, por fijar el instante en una mirada, definir lo que no se puede definir, sorprender el sonido sordo del silencio, devolver a la luz las formas que la oscuridad disuelve. Por eso (en la escala de los sentimientos) cuando se enfoca en el amor, no acompaña su lenta metamorfosis, prefiriendo estar presente en el momento en que florece.

Absorta, con el rostro ladeado, Ermelinda deshuesa el maíz. Es una tarde, “en medio de la desocupación del campo”. A lo lejos, Martim aparece y desaparece del campo visual de la niña. Ella lo mira trabajar, distraída, pero de repente se siente viva, “como si disfrutara de un desmayo y un calor (…) Los martillos del hombre laten como un corazón en el campo. Su rostro inclinado hacia el maíz no vio a Martim. Pero a cada martillazo le daba al cuerpo de aquella niña, tan vago, un cuerpo. Ermelinda sintió una bochornosa blandura contra la que, sin motivo alguno, luchó, levantando la cabeza con cierto orgullo. Es cierto que su desafío no pudo sostenerse por mucho tiempo, y poco a poco la pesada cabeza volvió a inclinarse pensativa (…) Fue entonces cuando levantó la cabeza y miró al aire con cierta intensidad. Porque algo suave e insidioso se había mezclado con su sangre, y recordó cómo se hablaba del amor como si fuera veneno, y asintió sumisamente. Era algo dulce y lleno de incomodidad. Que ella, cómplice, reconoció con torturada dulzura como una mujer que, apretando los dientes, reconoce altanera la primera señal de que el niño va a nacer. Por eso, con alegría e impasible resignación, reconoció el ritual que se estaba realizando en ella. Luego suspiró: era la gravedad que había estado esperando toda su vida”.

El pasaje es largo, pero habría sido difícil citar la mitad. Porque es en este amor que aún no existe, que acaba de revelarse, y se ofrece al personaje como presencia pero aún no como contacto o participación de dos seres; que por ahora es sólo una promesa de amor, es en él que el novelista ubica el momento de plenitud. Para ella, lo que importa es, en efecto, el ritual de la espera, la laboriosa preparación para el “instante en que una mujer pertenecerá a un hombre”, el universo mágico que crea la espera.

La comunicación con el objeto amado, lejos de llevar el sentimiento a su punto de saturación, lo destruirá, lo hará desmoronarse, descomponerse: “Y ella, ella miró al extraño. Antes había existido en la muchacha una silenciosa calidez de comunicación entre ella y él, hecha de súplicas, dulzura y una especie de confianza. Pero ante él, para su sorpresa, el amor parecía haber cesado. Y arrojada a la situación que ella había creado, sintiéndose sola e intensa, si se quedó allí fue solo por determinación (...) Y en el momento en que él finalmente se paró justo frente a ella, ella lo miró con resentimiento como si él fuera no el que ella esperaba, y solo le habían enviado un emisario con un mensaje: "El otro no pudo venir".

Así, del mismo modo que la percepción destruye la realidad en constante devenir –y el pajarito que concretizamos ya no es un pajarito, el agua del río que aprisionamos en nuestras manos no es más que el cóncavo de nuestras propias manos–, también la relación entre el sexos, una vez explotado, tiende a anularse. Y si todo trae consigo la levadura de su destrucción, es natural que el amor aparezca también, para el personaje femenino de Clarice Lispector, como querer y no querer (“¡Había querido tanto tener un amante! Quería más”); como un sentimiento del que sólo tomamos plena conciencia cuando ya se perfila su pérdida: “Entonces, porque Ermelinda sólo supo que lo amaba cuando el hombre dio un paso y pensó que se iba. Asustado, extendió una mano para sujetarlo”.

Es cierto que, para el novelista, la imposibilidad de comunicación no es propia del amor, sino de las relaciones entre los seres en general. En el libro, los personajes viven como en pie de guerra, midiéndose constantemente con los ojos, aceptando la ira mutua “como enemigos que se respetan antes de matarse”. Pero es entre el hombre y la mujer que el malentendido se agudiza. De tal manera que, en los escasos momentos en que se perfila la comunicación, el ritmo de abandono y repliegue, de entrega y contención, organiza los movimientos en un ballet grotesco y caricaturesco, como si cada gesto contuviera en sí mismo el gesto opuesto, el suyo propio. negación: “Martim tendió una mano impulsivamente, pero como la mujer no esperaba el gesto, se sorprendió al extender la mano. En esa fracción de segundo, el hombre, sin ofender, retiró la mano – y Vitória, que ya adelantaba la suya, mantuvo inútilmente el brazo extendido, como si hubiera sido su iniciativa buscarlo, en un gesto que de repente se convirtió en uno de apelación.- La mano del hombre. Martim, al notar con ambas manos extendidas, apretó cálidamente los dedos helados de la mujer, que no pudo contener un movimiento de retroceso y miedo.

– ¿La lastimé? él gritó.

- ¡No no! ella protestó aterrorizada.

Luego se quedaron en silencio. La mujer no dijo nada más. Definitivamente algo había terminado”.

En el libro de Clarice Lispector, todo deriva de su filosofía del momento. Es ella quien rige su universo imaginario y explica sus tics verbales, su atracción irresistible por las imágenes y las comparaciones, por lo impreciso e indefinible. Es ella quien explica su actitud hacia el amor, su melancólica convicción de desacuerdo entre las personas. Pero al apoyarse atentamente en el momento ejemplar, el novelista intenta sorprender, más allá del vuelo de la hora y de la irremediable soledad entre seres, la trayectoria de un hombre. Por tanto, cambiando ahora de perspectiva, es necesario abandonar el sentido de la novela en el plano oculto del estilo, buscándolo en la realidad más aparente de la trama, las acciones y el comportamiento de los personajes.

La trama es sencilla. – Habiendo cometido un crimen, Martim huye de la ciudad y llega a una hacienda, propiedad de Vitória, una mujer soltera que comienza a envejecer. Interesado en refugiarse allí, accede a realizar, a cambio de alojamiento y comida, los trabajos rudos que Vitória está dispuesta a asignarle. Además de ella, en la finca vive una pariente suya, Ermelinda, una mujer joven y viuda, y la cocinera mulata con una hija pequeña. La llegada de Martim perturba el aislamiento en que viven las mujeres y, poco a poco, cambia el ritmo de vida apacible de Vitória y Ermelinda, la presencia inquietante del hombre destaca los problemas personales de cada una. Impulsado por el instinto, Martim, una tarde, acaba poseyendo a la mujer multada y, poco después, cediendo al asedio de Ermelinda, se convierte en su amante.

Para Vitória, también enamorada del extraño, el amor se revela en forma de tortura; tortura que impone a Martim a través de tareas cada vez más arduas, ya sí mismo, a través de la resignación. Por orgullo, y quizás por miedo a sus sentimientos, acaba denunciándolo a la policía. Pero el interludio en la hacienda, los trabajos humildes que se ve obligado a realizar, el contacto cotidiano con la tierra y los animales, la experiencia ajena y la meditación sobre el crimen, significan para Martim el aprendizaje de la vida, que encarcela, finalmente, Poner un final.

Cuando comienza el libro, Martim está huyendo y poco a poco, y de manera confusa nos damos cuenta de que asesinó -o intentó asesinar- a su esposa. Sin embargo, el crimen en sí no tiene la menor importancia, no es un acto concreto cuyos móviles nos interesan, sino un crimen abstracto, el último intento de un hombre enajenado por conquistar la libertad. El crimen se concibe entonces, paradójicamente, no como una barrera o una derrota, sino como “el gran salto ciego”, “la victoria atónita”, el último gesto libre a partir del cual Martim puede, por fin, construir con sus propias manos su destino. Como un punto de inflexión, el gran "acto de ira" separa la existencia condenada de la existencia elegida; es el colmo del mal, desde el cual será posible la inocencia: “A partir de ese momento tendría la oportunidad de vivir sin hacer el mal porque ya lo había hecho: ahora era un inocente”.

Contradictoriamente, por tanto, el crimen significa la ruptura de todos los compromisos, la destrucción del orden establecido, la posibilidad de construir un nuevo orden: “Una vez destruido el orden, ya no tenía nada que perder, y ningún compromiso podía comprarlo. Podría ir en contra de un nuevo orden”.

Así, el héroe que nos propone Clarice Lispector es el personaje totalmente inconexo, el hombre que renunció a todo lo que lo define como hombre, “un hombre en huelga” de su propia humanidad, y cuya inocencia se expresa en el abandono del pensamiento y de la palabra: “Pero ahora, quitada la capa de palabras de las cosas, ahora que había perdido el lenguaje, por fin estaba de pie en la tranquila profundidad del misterio”.

Y creo que aquí la novelista se enfrenta al mayor problema de todos los que se propuso superar. Continúa, como vemos, en su habitual empeño por describir las cosas al revés, concibiendo el crimen como un gesto libre y aplicándose a darnos un hombre a través de su propia negación, es decir, a través de la ausencia de lenguaje y de pensamiento. Es cierto que de la dificultad construye algunas de las mejores páginas de la novela, inventando una existencia autónoma para su héroe, una realidad que no le proporciona la perspectiva del novelista, ni del personaje, ni de un testigo, sino que está ahí, teniendo lugar ante nuestros ojos.

Así, en la huida inicial de Martim hacia la noche, no nos da una descripción de la huida de un hombre hacia la noche; o una interpretación de la huida por parte del narrador, mediante el análisis, por ejemplo, del miedo o de la espera – lo que sentimos es la oscuridad misma, aprehendida por un hombre asustado que huye y se deja guiar por la aguda contracción de los sentidos. Es cierto que no siempre logra crear esta existencia en la acción o, mejor, este acto de meramente existir, sin “tener la menor intención de hacer nada con el hecho de existir”, este peso de presencia que tiene “el sabor ese lenguaje tiene”. está en tu boca”. Y a las páginas bellas, como las de Martim en el baldío, de Martim en el establo, entre las vacas, se contraponen otras menos alegres (como el discurso a las piedras), que desmienten la realidad del “hombre en huelga".

Recapitulando, se puede decir, por tanto, que es del crimen de donde nace Martim, pasando a existir en estado de inocencia, libre de todo y todo sometimiento. Y, de hecho, somos testigos del nacimiento del héroe. Clarice Lispector comienza la novela con una parte oscura, de penosa acomodación en la oscuridad (La fuga nocturna de Martim); cortándolo con violencia, se produce una ruptura de luz (el amanecer), que hace que una secuencia se alterné en la sombra con otra en la luz más cruda. De esta forma, probablemente quiera ofrecer una poderosa metáfora del nacimiento, porque al despertar, Martim recibe en sus ojos, como un recién nacido, el peso del día: “Y una luz brutal lo cegó como si hubiera recibido un ola de agua salada en su rostro. mar". El héroe acaba de nacer. Solo, a pleno sol, a la intemperie, habiendo salido de la oscuridad, habiendo “depuesto las armas como un hombre”, sin más ataduras que lo retengan, sin pensamiento ni palabra, emprende por sí solo la aventura de la libertad. .

Sin embargo, aquí como en otros libros del escritor, el deseo de conservar la libertad a toda costa, de evitar cualquier sujeción, lleva inevitablemente al hombre a buscar nuevas sujeciones. Lentamente “el vasto vacío de sí mismo” comienza a llenarse y Martim, que había destruido a duras penas todos los lazos, vuelve a atar laboriosamente los lazos rotos. Poco a poco vuelve su pensamiento: “en su sueño despierto, a veces un pensamiento ya centelleaba en él como una astilla de piedra”; y, gradualmente, por etapas, se restablece el contacto con el mundo.

Primera comunicación con las piedras; luego el acercamiento a las plantas, al que se llega después de un día de trabajo, “guiado por la obstinación de un sonámbulo, como si lo llamara el temblor incierto de la aguja de una brújula”. Refugiado en el baldío, busca atento el sentido de la vida, observando con la boca entreabierta las plantas polvorientas, las “hojas muertas en descomposición”, “los gorriones que se confunden con la tierra como si fueran de tierra”. Y habiendo alcanzado él mismo el embotamiento de una planta (“su compacta ausencia de pensamiento era un embotamiento – era el embotamiento de un avión”), Martim puede pasar, al escenario de los animales: “Así fue como lo nuevo y confuso paso de la Una mañana el hombre salió de su reinado sobre la tierra, a la penumbra del corral donde las vacas eran más duras que las plantas”.

Este contacto, sin embargo, es más doloroso, y en la puerta del establo Martim vacila, “pálido y ofendido como un niño cuando de repente se le revela la raíz de la vida”. No es fácil para él “liberarse finalmente del reino de los ratones y las plantas y alcanzar el aliento misterioso de los animales más grandes”. Pero pronto, aceptando la “gran transfusión tranquila” que se produce entre él y los animales, está maduro para el próximo contacto, con sus compañeros. La potencia física de la mulata será el último momento de este aprendizaje inicial, del que saldrá como hombre.

Superada la etapa de contacto, Martim se entrega a la alegría de vivir y trabajar. La plenitud alcanzada, el breve momento de perfección es, sin embargo, pronto destruido por el creciente sentimiento de inutilidad de su gesto: “lo que había experimentado era sólo la libertad de un perro desdentado”. Además, a medida que restablece los contactos con el mundo, abandonando el “desierto de un solo hombre” donde se exilió voluntariamente; A medida que acepta el pensamiento de vuelta, se impone la necesidad de nombrar las cosas y llamar crimen a su crimen. Pero antes de asumir la responsabilidad de la culpa, Martim pasa por la experiencia del miedo.

Fue entonces cuando Clarice Lispector, que se había centrado en los personajes individualmente o en parejas, los organizó, por primera vez, en una experiencia común. Desde el comienzo de la novela la sequía ronda; y si sirvió para reforzar la tensión de los seres, la incomunicabilidad de las relaciones y el clima de espera en que se mueven las personas, la llegada de la lluvia corresponderá al cese definitivo de las tensiones, cuando todo lo que estaba embalsado estalla: en Martim, la gran miedo a la culpa, en Vitória, ya vieja, el miedo de su propio cuerpo aún vivo; en Ermelinda, el miedo a la soledad ya la muerte.

En una noche tormentosa, Martim indefenso se vuelve hacia Dios y las dos mujeres buscan ansiosamente el apoyo del hombre. Después, habiendo llegado al punto de saturación, todo estará en su sitio. La bellísima descripción de la naturaleza apaciguada tras la tormenta marca el final de la trayectoria de cada personaje. La meditación sobre el crimen también ha terminado. Martim ya sabe “lo que quiere un hombre”, y partiendo de la necesidad de ser rechazado, llega al deseo de ser nuevamente aceptado por los demás: “se le humedecieron los ojos con el deseo de ser aceptado”. El lento aprendizaje de la humanidad le ha enseñado que no podemos renunciar a los demás, porque “los otros son nuestra inmersión más profunda”.

El hiato que se abrió con el crimen se cierra. No importa que, por un momento, el mundo de los valores establecidos, que Martim ha abandonado y al que va a volver a entrar, parezca odioso, simbolizado por la figura del profesor que viene a arrestarlo. Ahora, como quien acepta las reglas del juego, aceptará incluso las frases hechas y la respetabilidad convencional, pues ha aprendido que comprender o amar es una actitud, “como si ahora, extendiendo la mano en la oscuridad y cogiendo una manzana, reconoció en sus dedos tan torpes por amor a una manzana”. La trayectoria que tomó, de la rebelión a la sumisión, le mostró que la libertad es imposible; ningún gesto podrá comprarla, porque la vida del hombre es una vida de constante agregación, y siempre se vuelve, con avidez, al estrecho círculo de las adicciones, a los seres, a los sentimientos, a la injusticia. La historia de Martim es en realidad la historia de una conversión: conversión a la condición de hombre.

La complejidad de los problemas planteados en La manzana en la oscuridad, la densidad lograda en el análisis de determinados sentimientos y situaciones y, sobre todo, la gran originalidad de su universo verbal, hacen del libro de Clarice Lispector uno de los más importantes de los últimos años. Sin embargo, si la peculiar manera (analizada en la primera parte de este estudio) de la novelista de aprehender la realidad a través de vislumbres es la responsable de la perfección de tantos pasajes verdaderamente antológicos, es también el principal obstáculo con el que deberá luchar a la hora de construir un conjunto orgánico.

Em La manzana en la oscuridad, los momentos significativos e intensos se alternan, de manera discordante, con los pasajes discursivos, llenos de consideraciones innecesarias. El libro, como la percepción de Clarice Lispector, vale pues los momentos excepcionales, sin poder organizarlos dentro de la estructura novelística. La agudeza que le lleva a penetrar tan hondo en el corazón de las cosas es que tal vez le dificulta aprehender el todo. Pues en su visión miope ve con admirable nitidez las formas próximas a sus ojos, pero, al levantar los ojos, ve que los planos lejanos se confunden, y ya no distingue el horizonte.

*Gilda de Mello y Souza (1919-2005) fue profesor de estética en el Departamento de Filosofía de la USP. Autor, entre otros libros, de ejercicios de lectura (Editorial 34).

referencia


Clarice Lispector. La manzana en la oscuridad.

Publicado originalmente en la revista Comentario, Río de Janeiro, 1963.

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