por MARÍA RITA KEHL*
Comenta una selección de crónicas del escritor que cumpliría 100 años el 10 de diciembre
La primera edición, de José Olímpio, es de 1971. El título, Lista de cronistas modernos, revela la edad del libro. ¿Cuánto tiempo hace que llamamos “moderno” a lo nuevo? Lo que se llamó moderno no se hizo eterno, como quería Drummond, sino (para muchos), anacrónico. ¿Somos nosotros? En lugar de volvernos eternos, nos hacemos contemporáneos de nosotros mismos. y conservadores.
El elenco del siglo pasado mencionado en la portada es denso: Drummond, Bandeira, Ruben Braga, Paulo Mendes Campos, Fernando Sabino – y sólo dos mujeres, Rachel de Queiroz y Clarice.
La crónica es una forma literaria muy elegante; Sin consultar a los universitarios, me atrevería a decir que la crónica es un comentario sobre una escena (entre lo sucedido y lo imaginado) que el autor, sin embargo, se ahorra explicarnos. La nota de la primera edición se vale del comentario de Mário de Andrade –“cuento es todo lo que llamamos cuento”– para evitar definir la crónica. El lector no necesita una definición para convencerse de que Clarice Lispector es una cronista de primera.
¿De qué tratan las crónicas? De nada, ese es el arte de la crónica. Son banalidades cotidianas, observaciones pasajeras de hechos domésticos y urbanos. ¿Por qué urbano?
Nada impide, en principio, que exista la crónica rural. Pero no: la ciudad es el escenario que permite estas observaciones, de paso, sobre una pequeña parte de la vida de personas anónimas. La crónica tiene gracia porque es un fragmento de asombro ante lo que parece familiar, pero no lo es. Pero también puede inspirarse en lo que sucede, eventualmente, también dentro de la familia.
Si es cierto que Clarice Lispector era melancólica en el sentido griego de la palabra (frente al sentido freudiano[ 1 ]), sus crónicas conducen al lector por el asombro de la autora ante hechos aparentemente banales, pequeños acontecimientos de la vida, del mundo. Como los melancólicos, esta escritora también se sitúa en la vida de forma paradójica: trata de mirar las cosas desde fuera, porque no pertenece, o no quiere pertenecer, a nada. Sin embargo, no puede escapar a su propia sensibilidad: todo “la hace moverse como un demonio”[ 2 ]. Siente un poco de pena por todo y por todos, incluso cuando está impaciente o irritado. Un almuerzo “obligatorio” estropea el sábado que uno quería estar descomprometido, y ahí iba, de mala gana, a comer y beber. “Bebimos sin placer, a la salud del rencor[ 3 ].
Pero la invitada/autora se sobresalta, y luego se conmueve, por la dedicación con la que la anfitriona trata de complacer a sus invitados: “¿Entonces esa mujer dio lo mejor de sí, sin importar quién?[ 4 ]En cierto modo, este comentario toca a la narradora sin conmoverla. "Quería ser comido tanto como nosotros queríamos comerlo". Por eso come. Sin piedad, sin pasión, sin esperanza, y en este punto comienza a asombrar al lector: ¿no es realmente así como se come? Pero no para el narrador. Para el narrador, comer así es casi como ultrajar a la anfitriona que la obligó a ese sábado que no quería. Así que comió, como debía; porque la comida era buena pero no anhelaba. “Comí sin ninguna nostalgia[ 5 ]”. Por qué, este.
La segunda crónica trata de la breve historia de Lisette, la monita que la escritora compró en una calle de Copacabana y, esta vez de buena gana y no por vergüenza, se la llevó a sus hijos. Lisette duró tres días y murió, pero antes de eso el narrador la miró profundamente a los ojos y estuvo seguro de que no soportaría esta existencia de mono. ¿Por qué morir? “Una semana después, el [hijo] mayor me dijo: '¡Te pareces tanto a Lisette!' 'A mí también me gustas', le respondí”.
Más adelante, allí la empujan a otro evento social, en este caso imaginario: un té…” que ofrecería a todas las sirvientas que he tenido en mi vida. Un té de damas, "pero no se mencionaría a las criadas"[ 6 ]”. Y luego sigue la imaginación de las conversaciones de los sirvientes a la hora del té, entre las cuales destaco la que me parece más astuta: “No, señora, trivial. Solo sé hacer comida pobre.[ 7 ].
El narrador melancólico, embargado unas veces por una santa rabia, otras veces por lo que el Renacimiento llamaba la haine melancolía[ 8 ], también puede dejarse llevar fácilmente por la simpatía, si no la piedad, que el otro le inspira.
Otras veces, más raramente, se deja llevar por la admiración. Como cuando vas a un baile flamenco, ese en el que, como en ningún otro, “se pone al desnudo la rivalidad entre el hombre y la mujer”.[ 9 ]”. No es difícil imaginar que el temperamento paradójico de la narradora, que resiste hoscamente a la ternura en la que ya intuye que sucumbirá, produzca el mismo movimiento ambivalente en cada una de estas crónicas. De ahí, quizás, su mayor sensibilidad a las ambivalencias de la vida. El baile flamenco es “severo y peligroso (…) cuesta entender que la vida siga después de él: ese hombre y esa mujer van a morir”[ 10 ]. Pero esta observación no puede ser definitiva, o no lo sería Clarice Lispector. Vuelve la ambivalencia por todo lo alto y finaliza triunfalmente el párrafo: “Quien sobreviva se sentirá vengado. Pero siempre solo. Porque solo esta mujer era su enemiga, solo este hombre era su enemigo, y se habían elegido el uno al otro para el baile.[ 11 ].
No debió ser fácil para Clarice ser esta mujer, tan devastada por la indignación, el asombro y la ternura. Capaz de imaginar, en un cuento escrito en XXX, al ama de casa aburrida que mastica una cucaracha tratando de sentir algo; y, en su última obra, inventando a una niña tan humilde, tan pobre de espíritu y tan resignada, que sólo sabe comer pan con mortadela y escuchar el radio reloj. Bueno: quizás para inventar la triste vida de su Macabea, Clarice no necesitó tanta imaginación: nació en Ucrania, en una familia muy pobre cuya madre -como si la pequeña desgracia fuera una tontería- se había quedado paralizada precisamente después dar a luz a esa hija. No es posible saber si la mezcla de dureza y ternura que atraviesa sus textos proviene de su historia de vida. Pero tampoco es una hipótesis a descartar.
Sus crónicas aman la paradoja. Hay un coatí doméstico que se piensa a sí mismo como un perro, y que al final de cada día mira el cielo preguntando a las estrellas el por qué de su nostalgia, siendo “feliz como cualquier perro”.[ 12 ]”. Al visitar Brasilia, en 1962, imagina a Lucio Costa y Oscar Niemeyer como “dos hombres solitarios” – sólo así logra explicar su vocación de inventar una ciudad que el visitante descontento define como “el asombro inexplicable (…) cuando Morí, un día abrí los ojos y era Brasilia[ 13 ]”. ¿Qué impresión podría ser más cruda, qué impresión podría ser más cierta sobre la inhóspita capital construida en medio de la nada?
Porque eso le sucede al melancólico, de ahí la asociación renacentista entre la melancolía y el llamado hombre de genio. La melancolía, de la Edad Media a la era freudiana[ 14 ], se caracterizaría por ser alguien de sensibilidad agudizada, temperamento lábil e inteligencia brillante, capaz de oscilar entre momentos de gran euforia y genialidad y otros de apatía y/u odio contra el mundo y contra sí mismo. De ahí el mayor riesgo de suicidio entre los melancólicos.
De ahí, en Clarice Lispector, la fina sensibilidad a todas las manifestaciones de lo inadaptado, como la muy pelirroja con hipo (“¿Qué hacer con una pelirroja con hipo?[ 15 ]?”). O la idea brillante y descartada de una fiesta solo para amigos que ya no son amigos. Su primera intuición de Macabea puede haber venido de una de estas crónicas, “Una italiana en Suiza”: se trata de una joven monja que abandona el convento, pero que no sabe cómo vivir la vida fuera de él. ¿Cuál es el punto de disfrutar de su nueva libertad... en Suiza?
Clarice era quizás esa mujer, capaz de saltar todas las paredes y luego preguntarse qué había de interesante en el exterior.
*María Rita Kehl Es psicoanalista, periodista y escritor. Autor, entre otros libros, de Desplazamientos de lo femenino: la mujer freudiana en el paso a la modernidad (Boitempo).
referencia
Carlos Drummond de Andrade y otros. Lista de cronistas modernos. Río de Janeiro, José Olimpio.
Notas
[ 1 ] No hay lugar para explicaciones teóricas en esta breve reseña. Solo señalo que la diferencia entre la melancolía antigua y la moderna es que para los griegos la sensibilidad melancólica está asociada a lo que llamamos “genio” mientras que para el psicoanálisis la melancolía designa el sufrimiento del sujeto que inconscientemente odia a alguien que ya ha sido objeto de un gran afecto. – y con eso, también se odia a sí mismo.
[ 2 ] Conocido verso de Carlos Drummond de Andrade en el Poema de siete caras.
[ 3 ] Página 35.
[ 4 ] P. 36.
[ 5 ] Pág.37.
[ 6 ] mi grifo
[ 7 ] P. 204.
[ 8 ] La rabia melancólica.
[ 9 ] Pág.252.
[ 10 ] P. 253.
[ 11 ] Ditto.
[ 12 ] Pág.181.
[ 13 ] P. 133.
[ 14 ] En 1920 Freud escribió luto y melancolía, uno de sus ensayos más importantes, en el que rescata la melancolía de la antigua asociación con la personalidad del genio y propone una relación entre la falta de gusto por la vida que caracteriza al sufrimiento melancólico y la falta de alegría con que la madre habría recibido a ese hijo. Las oscilaciones entre la euforia y el odio (principalmente contra sí mismo) que sufre el melancólico freudiano tendrían su origen en la relación ambivalente entre la madre y el hijo, provocando, evidentemente, una ambivalencia también en el amor del hijo por ella. En 19xx, André Green hizo una importante contribución a la teoría freudiana con su libro La madre muerta.
[ 15 ] P. 83.