Civilizaciones y capitalismos

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por OSVALDO COGGIOLA*

Los supuestos políticos e ideológicos de la historiografía del siglo XX

La “revolución historiográfica” del siglo XX vino de otros campos del saber, principalmente dentro de las ciencias humanas, pero no solo de ellas: la climatología y la biología, por ejemplo, también tuvieron una fuerte influencia. El siglo anterior, que recibió el sobrenombre de “Siglo de la Historia”, había preparado, aunque sea de manera negativa, sus premisas.

El aspecto decisivo fue que, en la segunda mitad del siglo XIX, la sociología francesa, el historicismo alemán, el utilitarismo inglés de Jeremy Bentham y el empirismo lógico de John Stuart Mill en Inglaterra, terminaron en la fundación de lo “social” o “ ciencias humanas”, absorbiendo en ellas la economía, la filosofía, la historia y hasta la geografía: “En el paso del siglo XIX al siglo XX, el orden del pensamiento, del saber y de las representaciones fue sacudido por la naciente sociología. La imagen del 'hombre', de la existencia humana, se transformó profundamente. Esta revolución sin muertos ni barricadas cobró sin embargo muchas víctimas, empezando por la filosofía. Frente a la idea de autonomía y la unicidad irreductible de los hechos sociales, concluyendo el desarrollo de los enfoques objetivistas del espíritu humano, la filosofía se vio acorralada y obligada a redefinirse, abandonando a la sociología, al menos temporalmente, el terreno de la moral y que de condiciones y posibilidades de conocimiento.[i]

Max Weber, Georg Simmel, Ferdinand Tönnies en Alemania, Émile Durkheim y Gabriel Tarde en Francia fueron los exponentes más conocidos de esta “revolución sociológica”. El positivismo de Auguste Comte, la teoría y el movimiento que acuñó el término “sociología”, fue, sin embargo, su formulación inicial. El método general propuesto por Comte consistía en observar los fenómenos, oponiéndose por igual al racionalismo hegemónico y al idealismo –a través de la promoción de la primacía de la experiencia sensible–, el único capaz de producir a partir de datos concretos (positivo) ciencia verdadera, sin ningún atributo teológico o metafísico, subordinando la imaginación a la observación, y basada únicamente en el mundo físico o material. Antes y durante esta “revolución”, y fuera del espacio institucional en el que tuvo lugar, Karl Marx (que sólo en el pasado mostró un desprecio descuidado por la sociología comtiana) adoptó un ángulo diferente y original.

La era del capital, para él, proporcionaba la clave para una reformulación completa de la historia conocida: “La sociedad burguesa es la organización histórica de la producción más desarrollada, más diferenciada. Las categorías que expresan sus relaciones, la comprensión de su propia articulación, permiten penetrar en las relaciones de articulación y producción de todas las formas de sociedad desaparecidas, sobre cuyas ruinas y elementos se construyen, y cuyas huellas no superadas llevan consigo. desarrollándose todo lo que antes sólo estaba esbozado, que adquiere así todo su significado. La anatomía del hombre es la clave de la anatomía del mono”. La contemporaneidad, lo “nuevo”, tenía para Marx la clave para esclarecer lo “viejo”, de la historia pasada, lo que hacía natural considerar que “la historia marcha hacia atrás, pero el hombre –quiéralo o no– la interpreta en reversa, el presente hacia el pasado, en virtud de su situación histórica concreta”.[ii]

Esto significaba proyectar sobre el pasado criterios de interpretación que ese mismo pasado necesitaba para interpretarse a sí mismo, aunque la idea de una “correspondencia” (articulación objetiva) entre desarrollos económicos, sociales, políticos y culturales era bastante antigua: “La ley de la correspondencia fue descubierta en la antigüedad, de manera parcial, y se encuentra en muchas de las obras más importantes de las ciencias sociales producidas posteriormente. En términos generales, postula que los diversos niveles de la actividad social humana forman una totalidad, en la que las transformaciones operadas en un nivel, económico, político, ideológico, repercuten en otros niveles, generando cambios correspondientes, que tienden a mantener la coherencia de el todo

Tucídides explicó, de manera análoga a la de muchos autores de nuestros días, los procesos históricos en función de las fuerzas económicas, y afirmó que el surgimiento de caudillos políticos llamados tiranos, que reemplazaron a los monarcas hereditarios en la etapa madura de la polis griega, fue el resultado del desarrollo económico. Historiografía griega del siglo V a.C. C. ya mostró conciencia de la relación entre los procesos económicos y políticos”.[iii] La sociedad burguesa reemplazó, en nuevos términos, la correlación entre economía, sociedad, civilización y cultura. Las resoluciones de esta ecuación variaron y cambiaron con el tiempo.

Los primeros “científicos sociales” de la era moderna se dieron cuenta de que la vida social constituía la posible resolución de la carácter distintivo griego o el "espíritu de las leyes" de Montesquieu ("Varias cosas gobiernan a los hombres; el clima, la religión, las leyes, las máximas de gobierno, los ejemplos del pasado, las costumbres, los modales; y así se forma un espíritu general, como resultado de todo esto "),[iv] al igual que William Robertson,[V] contemporáneo y compatriota de Adam Smith, en 1790: “En toda investigación sobre la acción de los hombres mientras están juntos en sociedad, el primer objeto de atención debe ser su modo de subsistencia. Según las variaciones de ésta, sus leyes y políticas serán diferentes”. El paso de la noción de “método de subsistencia” a la de modo de producción estuvo marcado por la exposición realizada por Antoine Barnave a partir del análisis del conflicto entre agricultura y comercio en la época moderna,[VI] allanando el camino para una nueva inteligibilidad de la historia, una ruptura con las visiones anteriores y, también, la expresión de una crisis del conocimiento histórico.

La obra de Karl Marx no fue, por tanto, un rayo caído del cielo, sino la ejecutora de la conclusión crítica de un vasto desarrollo previo. Sintetizando la concepción marxista, Emmanuel Terray definió: (1) El modo de producción, como la combinación de una base económica y las correspondientes superestructuras políticas e ideológicas; (2) La base económica del modo de producción como relación determinada entre los diferentes factores del proceso de trabajo: fuerza de trabajo, objeto de trabajo, medio de trabajo -relación que debe ser considerada bajo una doble relación: la de la transformación de la naturaleza por el hombre -y desde este punto de vista aparece como un sistema de fuerzas productivas- y el control de los factores de producción -y desde este ángulo aparece como un conjunto de relaciones de producción; (3) La superestructura jurídico-política como conjunto de condiciones políticas e ideológicas para la reproducción de esta relación.[Vii]

Para Pierre Vilar, “un modo de producción es una estructura que expresa un tipo de realidad social total, que engloba elementos, en relaciones cuantitativas y cualitativas, que se rigen por una interacción continua: (1) Las reglas que rigen la realización por el hombre de los productos de la naturaleza, y la distribución social de estos productos; (2) Las reglas que rigen las relaciones entre los hombres, a través de agrupaciones espontáneas o institucionalizadas; (3) Las justificaciones intelectuales o míticas que [los hombres] dan a estas relaciones, con mayor o menor grado de conciencia y sistematización, los grupos que las organizan y aprovechan, y que imponen a los grupos subordinados”.[Viii]

Estas ideas constituyeron una ruptura con la concepción imperante en la época en que fueron formuladas. El método historiográfico hegemónico del siglo XIX, influido tanto por la vieja tradición historiográfica como por el positivismo, se centró en buscar una historia “fiel a los hechos”. Marx, criticándolo, proponía que la forma en que el hombre producía su vida material condicionaba todas las dimensiones de su vida, sin, sin embargo, proponer un esquema reduccionista válido para todas las sociedades humanas, “adornadas de tal o cual rasgo específico. Marx renunció a definir un modelo de este tipo; en lugar de abordar la sociedad como un objeto dado y en la forma en que se presenta, analizó los procesos de producción y reproducción de la vida social, creando así el terreno necesario para abordar científicamente "la lógica especial del objeto especial", el concreto contradicciones lógicas y el desarrollo de una determinada formación social”.[Ex]

En cambio, en el siglo XIX, la historiografía seguía siendo una disciplina cuyo objeto era un pasado indiferenciado, basado más en la erudición que en la teoría. En los libros de texto universitarios,[X] en el cuadro sinóptico que cubría el conjunto de estudios históricos, se enumeraban como “ciencias auxiliares de la historia”: geografía, cronología, arqueología, epigrafía, numismática, diplomacia, paleografía, genealogía, heráldica. Ni una palabra sobre economía o sociología.

Los proyectiles disparados contra la historia “fáctica” o positivista procedían de otras áreas del saber. A finales del siglo XIX, el filósofo inglés Herbert Spencer buscó generalizar las leyes darwinianas de la evolución a todos los aspectos de la actividad humana, lo que le valió el sobrenombre de "padre del darwinismo social" (aunque nunca postuló nada parecido a la eliminación de la “más débil”), siendo, ciertamente, liberal hasta las últimas consecuencias.[Xi] Fue el primer filósofo en vender más de un millón de copias de sus obras durante su vida, lo que da una idea de su gran influencia.

La individualización de la sociedad fue la base del pensamiento liberal. El liberalismo político, surgido en el siglo anterior, se basó en la necesidad de equilibrar los sentimientos humanos guiados por la irracionalidad: la superación del feudalismo y el jusnaturalismo ayudaron a las primeras declaraciones de derechos individuales; la “pasión liberal” se centró en la formulación de los derechos fundamentales del individuo. El surgimiento de una burguesía capitalista, y la reivindicación de sus derechos políticos frente al Antiguo Régimen, acompañó la génesis de los derechos individuales, formulando un credo filosófico y político en el que la desconfianza en el poder partía de la constatación de que su ejercicio era necesariamente corruptor y abusador.

La reacción contra el individualismo liberal, a partir del último cuarto del siglo XIX, tomó la forma de la defensa de la “comunidad nacional” como supuesta portadora de intereses superiores a los del individuo (“ciudadano”) considerado aisladamente, y fue manifiesta abiertamente en Francia, en el enfrentamiento entre republicanos liberales versus nacionalistas (monárquicos o republicanos) durante el “Caso Dreyfus”, en la última década de ese siglo. Partiendo de esta idea, los principales ideólogos del nacionalismo galo –Maurice Barrès, Charles Maurras– defendieron la culpabilidad del oficial judeo-francés, aunque fuera inocente, en defensa del ejército francés como garante de la unidad y la defensa nacional, de la Patria entendida como O loci naturaleza del hombre, de “preservación social” y “seguridad nacional” (sic: el concepto tendría una larga historia), conceptos superiores a las rechazadas abstracciones racionalistas liberales de “verdad” y “justicia”: ideas, en tanto que razonamiento; necesitan ser multiplicados por su fuerza sentimental. En el fondo de todo hay un estado de sensibilidad”; así fue como Barrès, un escritor reconocido como escritor de talento, fue “basado filosóficamente” incluso por sus enemigos políticos, la oposición nacionalista-comunitaria (laica o religiosa) al liberalismo republicano. Buscando dotar al nacionalismo comunitario de una base política popular, en 1898 Barrès se autoproclamó “nacionalsocialista”, combinación de términos que harían historia y tragedia, en las décadas siguientes, en otras latitudes europeas, sin escatimar en Francia.

Frente a Max Weber de antemano e inconscientemente, Charles Maurras llega a escribir: “Impregnado de judaísmo, el verdadero protestante nace enemigo del Estado y partidario de la rebelión individual”. El catolicismo de Maurras era falso: personalmente, era agnóstico y formado filosóficamente en la escuela positivista de Comte (incluso fue condenado por el Papa). El antisemitismo vulgar estaba lejos de ser una prerrogativa exclusiva de los nacionalistas o de los católicos antiliberales. El economista liberal inglés John A. Hobson, crítico del imperialismo en su propio país, y nada católico, afirmaba, al mismo tiempo, en el diario progresista Manchester Guardian, que los campos de concentración instalados por Inglaterra en Sudáfrica, en la Guerra Anglo-Boer, que repudió, fueron producto del “capitalismo judío”. Anatole France (llamado por Charles Maurras, venganza de la Guerra Franco-Prusiana de 1870, por “Anatole Prussia”), al mismo tiempo, escribió en el Fígaro:: “El antisemitismo es un prejuicio bárbaro. No creo que dure en Francia, en una sociedad tolerante y civilizada, gobernada por la Razón. Esta pasión iracunda, esta manía bárbara, ya ha agitado demasiado los espíritus.”[Xii]

Contra la justificación de la mentira consciente y deliberada, la injusticia y el prejuicio racial, en nombre de la “defensa de la Nación”, el padre de la sociología francesa, Émile Durkheim, “a su manera, también antiindividualista, preocupado por la los procesos de integración en la sociedad (cuyos conceptos) revelan inclinaciones holísticas u organicistas, de las que se aprovecharán muchos nacionalistas, como Barrès... [Durkheim] advierte que hay otro individualismo, el de Rousseau, el de Kant, que busca para traducir la Declaración de los Derechos Humanos: 'No hay razón de Estado que pueda justificar un atentado contra la persona, ya que los derechos de la persona están por encima de los del Estado'. Renunciar a este principio intangible es cuestionar 'toda nuestra organización moral'”.[Xiii]

Si en Durkheim, un hombre del siglo XIX, el individualismo y el “comunitarismo” (en forma de “integración social”) aún podían coexistir, ambos polos se volverían incompatibles en las décadas y el siglo siguientes, en los que el “nacionalcomunitarianismo” ( y, finalmente, racial) estaría completamente superpuesto a los derechos individuales y, a la luz de la revolución soviética, a la idea de clases sociales, lucha de clases e internacionalismo (proletario o judío, o una combinación de ambos). El impacto de estos enfrentamientos en la teoría de la historia y la historiografía fue decisivo.

Fue en este marco que, llevando el “organicismo” a sus extremos, el alemán Oswald Spengler, bajo el efecto de la catástrofe provocada por el estallido de la Primera Guerra Mundial, que le pareció anunciar la inminente decadencia civilizatoria de “Occidente”, consideró la historia de las civilizaciones a través de un paralelo con la historia natural, considerándolas como seres vivos que nacen, florecen y mueren. Según Spengler, una civilización se desarrolló cuando sus elementos constitutivos evolucionaron al mismo ritmo y cada vez más acordes; alcanzó su apogeo cuando presentó una unidad concertada de sus elementos, decayendo y muriendo cuando se desordenaron, tomando unos de ellos demasiada importancia en detrimento de otros (la religión se volvió opresiva, o la sed o la ambición material prevalecieron sobre otras preocupaciones). En estos esquemas no había exactamente historia, sino la reproducción de ciclos civilizatorios basados ​​en los esquemas básicos de los ciclos naturales.[Xiv] El pesimismo político/social se transformó en “filosofía de la historia”.

En la posguerra, el estudioso inglés Arnold Toynbee (quien incluso mostró simpatía por Adolf Hitler y el nazismo en la década de 1930) sometió la historia universal a un análisis no solo comprensivo, sino totalizador, basado en un enfoque similar, aunque considerablemente ampliado. . En una investigación sobre el nacimiento, desarrollo y caída de civilizaciones históricas, Toynbee propuso un patrón común aplicable a todas ellas. Según Toynbee, los grupos culturales o “civilizaciones” (en su análisis integral, enumeró un total de 26) se superpusieron con nacionalidades u otras divisiones contemporáneas, siendo las civilizaciones más exitosas capaces de responder de manera más eficiente a desafíos de diversa naturaleza (“ esquema de desafío y respuesta”).

En cuanto a la decadencia y el fin de ciertas civilizaciones, afirmó que sus causas primarias siempre fueron intrínsecas, incluso si su causa inmediata fue externa, como una invasión extranjera o un desastre natural ("las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato" - llamó el autor este proceso de “palingenesia”, término griego que significa retorno a la vida, revivir o reencarnación, idea con la que el estoicismo adaptó la antigua idea oriental del eterno retorno, palingenesia):[Xv] “Las fuerzas que actúan [en la historia] no son nacionales [el término equivale a sectoriales o localizadas], proceden de causas más amplias, actuando sobre cada una de las partes. Si se ignora su acción en su conjunto, su intervención no es inteligible. Diversos elementos son diversamente afectados por una misma causa general, en virtud de sus respectivas reacciones. Cada uno contribuye a su manera a la acción de fuerzas que suscita una misma causa. Una sociedad se enfrenta en el transcurso de su existencia a una sucesión de problemas que cada uno de sus miembros debe resolver de la mejor manera...

“El planteamiento de cada problema toma la forma de un desafío, sufrido como prueba. A través de estas pruebas, los miembros de la sociedad se diferencian gradualmente unos de otros. Yendo hasta el final, es imposible comprender el significado de la conducta de un individuo en una situación dada sin tener en cuenta la actitud, similar u opuesta, de otro individuo en la misma situación, sin considerar estos juicios sucesivos como una serie de los acontecimientos en la vida de la sociedad.[Xvi] En esta formulación, la sociedad sería un agregado de individuos (un principio perfectamente liberal) con la referencia común de una “civilización”. Para los autores citados, el carácter de producción social, o cualquier noción que introdujese de manera relevante la cuestión de las clases y grupos sociales, su confrontación mutua y las transformaciones sociales al interior de cada “unidad civilizatoria”, no sería relevante a la hora de definir “civilizaciones” y su dinámica. La idea de una sola civilización mundial, con una base económica y social común, también les era ajena. La especificidad histórica del capitalismo se diluyó en determinantes culturales o civilizatorios.

Lucien Febvre calificó las “filosofías de la historia” de Spengler y Toynbee como “oportunistas” (porque estaban vinculadas a opciones políticas -reaccionarias- en auge en el momento de su concepción), sin ocultar que la obra de Toynbee “nos inspira un horror que hacemos no pretender disimular, aunque, sopesados ​​todos los factores, una distancia metódica y razonada debería finalmente inspirarnos”. Spengler, en la década de 1920, sus profecías se basaban en un pesimismo de efectos retroactivos, “y sus lectores, los futuros nazis de la estricta obediencia, tenían enemigos en común: la democracia, el liberalismo burgués y el marxismo. Spengler comercializó las cosas más codiciadas: un aire patético, un antiintelectualismo hasta las últimas consecuencias, una noción heroica del destino, el antiestetismo, el estremecimiento de la criatura humana ante lo majestuoso, la amplia majestad de la historia (y) la profecía de la ruina, tan querido por la pequeña burguesía nazi, tan acorde con sus sueños de autarquía”. Spengler concluyó distanciado de los nazis, quienes rechazaron su pesimismo histórico, mientras rechazaba explícitamente las propuestas eugenésicas del partido y el gobierno de Hitler.

El texto citado por Febvre es de 1934, es decir, un año después de la llegada al poder de Hitler, cuando Spengler ya había desarrollado cierta distancia con sus aliados nazis, aunque seguía siendo racista, ya que las ideas extremas del nazismo habían sufrido algunos cambios "realistas". .” después de su llegada al poder.

En cuanto a Toynbee, “lo loable nos trae Un estudio de historia no es una gran novedad para nosotros. Y lo que nos trae de vuelta, no nos conviene. Después de leer su libro, caminamos un poco con paso vacilante, nada cayó al suelo, nada se sacudió... No descubrimos en nuestro bolsillo ninguna llave, ninguna llave maestra capaz de abrir, indistintamente, las veintiuna puertas. de las veintiuna civilizaciones. ¡Pero nunca tuvimos la intención de tenerlos! (...) Sabemos perfectamente por qué la historia sigue siendo, entre las ciencias humanas, una Cenicienta sentada debajo de la mesa. Nada hay en esto que nos asombre, nada que pueda incitarnos, renunciando a nuestro paciente y difícil trabajo, a arrojarnos en brazos de los hacedores de milagros, de los taumaturgos cándidos y astutos, de los fabricantes de filosofías baratas de la historia. Pero en veinte tomos…”.[Xvii]

Si bien las teorías cíclicas de la historia no desaparecieron en la segunda posguerra, incluso en las versiones de los dos autores criticados por Febvre, a partir de la evidencia de la irremediable unificación económica del mundo, los historiadores y sociólogos contemporáneos (especialmente después de la segunda guerra mundial) estaban lógicamente obligados a considerar el origen del capitalismo, como sistema económico/social, como un tema central. Así, Fernand Braudel identificó como capitalista la expansión de la economía comercial y monetaria medieval, más el “cambio de mentalidad” económico, idea que había sido defendida a principios del siglo XX por representantes de la sociología alemana (Tönnies y, sobre todo, , Troeltsch),[Xviii] por Werner Sombart y finalmente por Max Weber.

Para Sombart, el burgués, el hombre económico moderno, combinó la condición de ciudadano (los ciudadanos, habitante de la ciudad) a la de un empresario, la “economía sagrada”, que sería posible identificar en la masajista de Florencia en el siglo XV, pero que ya existía antes: “A mediados del siglo XIII ya existían en Florencia ochenta empresas dedicadas a la banca…, trigo por aceite, tela por lana, y compensar con dinero la diferencia resultante del precio actual entre los dos productos. Era una especie de juego bursátil”.[Xix]

La moral de los negocios (previsibilidad, respeto por la palabra dada) y la mentalidad calculadora, que todo tiende a cuantificar, originaron, para Sombart, el “espíritu de empresa”: las campañas militares y las actividades de corso marítimo dieron origen al “espíritu capitalista” . En éste coexistirían el afán de enriquecimiento, la pasión por el dinero (en sustitución de la codicia mercantilista por el oro), el espíritu inventivo, innovador, conquistador y organizador, el sentido de la oportunidad, el ingenio, la inspiración. El “burgués”, un nuevo tipo histórico, había creado una época a su imagen y semejanza.[Xx]

Según Max Weber, el capitalismo moderno nació en el siglo XVI en Europa occidental, a raíz de la era de la Reforma protestante, cuando el atesoramiento de dinero fue desplazado por su reinversión, por el uso del dinero como capital; lo que definió al capitalismo moderno no fue la búsqueda de ganancias en general, sino la acumulación de capital. El historiador francés Henri Hauser, en una línea similar, también situó el nacimiento del capitalismo en el siglo XVI, aunque sin su base “civilizatoria” weberiana,[xxi] que sitúa la especificidad de Occidente en su herencia judeocristiana y en la forma que adquirió a partir de la Reforma protestante del siglo XVI, sentando las bases de una ideología y una moral diferenciadas, decisivas en la formación del capitalismo moderno, basado en un modelo ascético conducta racional derivada de la idea de “vocación”. Sobre esta base, Weber analizó las desigualdades sociales desde tres dimensiones: riqueza, prestigio y poder: la clase era una categoría relacionada con la primera de ellas, definiendo un conjunto de individuos que compartían la misma situación en relación con el mercado.

Para Max Weber, la libra del sistema capitalista fue un elemento espiritual o religioso capaz de crear normas de conducta convincentes, operativas y universales: el capitalismo fue una consecuencia no deseada, un efecto “colateral” de la nueva ética protestante, que abrió las puertas de los conventos, dejando salir de ellos una religiosidad exaltada y ascética, que contagiaba la existencia social, en oposición crítica a la moral católica precedente. La concepción de un protestantismo “disolutor” (o “liberador”), frente a un catolicismo que preserva las jerarquías sociales y la tradición, ya era común en el pensamiento conservador y reaccionario, idea resumida por Michel Winock: “El catolicismo es latín, jerárquico y dogmático. : es el orden en la sociedad como en las mentes. El cristianismo, particularmente en su forma protestante, es suizo, individualista y anarquista: autoriza a cada uno a buscar su propia religión, a ser su propio sacerdote y a leer los libros sagrados directamente, sin filtro, sin comentarios, sin trasfondo”.[xxii]

En el contexto del choque suscitado por estas ideas, que tomó agudas formas políticas, Max Weber caracterizó al capitalismo “basado en el cálculo” como el vástago involuntario del “ascetismo mundano” protestante, transformado en una “religión laica”. Los métodos de contabilidad racional estaban “asociados con el fenómeno social de la 'disciplina de tienda' y la apropiación de los medios de producción, lo que significa: con la existencia de un 'sistema de dominación' [Herrschaft verhaeltniss] ”.[xxiii]La burguesía europea, según Weber, se diferenciaba de otras clases dominantes al considerar que su actividad no sólo era rentable, sino también imperativa desde un punto de vista religioso y moral: “El capitalista se caracterizaba por una combinación única de dedicarse a hacer dinero , mediante la racionalización de la actividad económica, y evitando la utilización de los ingresos para el disfrute personal. Los medios racionales estaban ligados a un fin aparentemente irracional. Weber atribuyó este espíritu distintivo del capitalismo occidental a la ética de las sectas protestantes ascéticas... Fue la noción de que el desempeño eficiente demostraba una vocación o vocación lo que dio lugar al comportamiento racionalizado peculiar del capitalista moderno. Ilustró esta tesis comparando las actitudes morales del puritano inglés Richard Baxter con el credo capitalista expresado en los escritos de Benjamin Franklin.[xxiv]

No era sólo el origen de este comportamiento racional/irracional lo que Weber oscurecía, sino el origen mismo del capital como relación social dominante: Marx ya había criticado, cuatro décadas antes, a quienes consideraban este origen con los criterios creacionistas de la Escrituras sagradas. Criticando a Weber, Emmanuel Le Roy Ladurie señaló que el sociólogo alemán “enfatizó el papel central que jugó la personalidad austera en la sociología religiosa del Antiguo Régimen (pero) esta personalidad no es esencialmente una premisa del capitalismo. A lo sumo se puede decir que la propensión al ahorro, que anima a nuestros castos campesinos a amasar un ajuar antes de casarse a una edad considerable, constituye uno de los componentes clásicos del espíritu pequeñoburgués. Si nos interesa el capitalismo a mayor escala, tenemos que reconocer que Max Weber estaba equivocado: pioneros de las grandes empresas, los arrendatarios no fueron grandes ejemplos de ascetismo; Benjamin Franklin, de cuyos escritos Max Weber extrajo tantas citas sobre la austeridad, estaba ciertamente bien provisto de amantes”.[xxv]

Para Werner Sombart, el puritanismo y el calvinismo invocados por Weber tuvieron una influencia previa en la práctica del pueblo judío; la formación del “espíritu capitalista” se constituyó a partir de ideas de la religión judía y de la práctica histórica de los judíos: “Ya en la Edad Media encontramos judíos por todas partes como arrendatarios de impuestos, salinas y dominios, como tesoreros y financistas… Muy significativo para el comportamiento de los judíos es, ante todo, su dispersión por todos los países de la tierra habitada, que de hecho existía desde el primer exilio, pero que se consuma de nuevo de manera particularmente eficaz tras su expulsión de España. y Portugal y después de que grandes contingentes abandonaran Polonia (cuando) fijaron nueva residencia en Alemania y Francia, Italia e Inglaterra, Oriente y América, Holanda y Austria, Sudáfrica y Asia Oriental… … Lo que Weber atribuye al puritanismo quizás no hubiera sido realizado mucho antes, y también más tarde, en un grado aún mayor por el judaísmo; ¿Y ni siquiera lo que llamamos puritanismo sería más propiamente, en sus rasgos esenciales, judaísmo?[xxvi] Ya hemos visto cómo Charles Maurras, considerado el precursor francés del nazismo, propugnaba una idea similar a finales del siglo XIX.

La tesis de Sombart ha sido criticada por su metodología cuestionable, su superficialidad y analogías formales, su vaguedad y unilateralidad, sus conclusiones à la vite, y varios otros aspectos.[xxvii] El punto más controvertido fue, como se puede imaginar, su relación con la ideología del nazismo, que perpetró el mayor y más concentrado exterminio de la historia (dirigido, en primer lugar, contra los judíos) asimilando ideológica e históricamente al capitalismo, el judaísmo y el bolchevismo. (este último no citado por Sombart, su texto es de 1911). El hecho indiscutible es que, ya durante la República de Weimar, en la década de 1920, Sombart evolucionó hacia el nacionalismo y, tras el ascenso del nazismo, escribió "El socialismo alemán", donde afirmaba que un "nuevo espíritu" empezaba a "gobernar la humanidad". ”: la era del capitalismo y del “socialismo proletario” había terminado con el “socialismo alemán”, que situaba el “bienestar del conjunto por encima del bienestar del individuo”, orientando su acción hacia un “orden total de vida” .

Yuri Slezkine criticó la tesis sombartiana de que el nomadismo (condición excepcional en una era ya sedentaria en los principales pueblos de su entorno geográfico), primero pastoril y luego comercial, de los judíos, sería la matriz original y lejana del comportamiento capitalista, teniendo su origen en la “domesticación ética del hombre” producida por la primera religión concebida como Ley (la Mosaica), nacida de las condiciones específicas de vida de este pueblo, imponiendo por tanto (por ser Ley y no simple idolatría) una “ética ”, de duración y estudio obligatorio permanente para sus profesores. Slezkine vio en esto una reedición de “la vieja oposición entre legalismo, disciplina y autocontrol, del hebraísmo; y la libertad, espontaneidad y armonía del helenismo”,[xxviii] una (supuesta) oposición milenaria, que ciertamente no nos lleva muy lejos en el estudio y análisis del surgimiento de un sistema económico relativamente reciente.

Según otros autores, el capitalismo o “sociedad burguesa” tendría un origen más reciente y no ligado a una determinada variante religiosa, ética o de comportamiento. En La fuerza de la tradición, Arno J. Mayer insistió en las diversas formas de “supervivencia del Antiguo Régimen”,[xxix] criticando las ideas recibidas sobre la sociedad europea posrevolucionaria (económica y política, industrial y francesa), proponiendo nuevas interpretaciones de los vínculos entre el nuevo mundo burgués y las formas económicas, sociales, políticas, artísticas, culturales e ideológicas del Antiguo Régimen, formas que sobrevivió mucho tiempo después de estas revoluciones. Para Jacques Le Goff, la Edad Media europea habría durado hasta el siglo XVIII, porque antes de esa época el “sistema económico” no era reconocido como tal. Entre estos siglos, las concepciones del tiempo y del trabajo de la teología cristiana fueron adaptadas por la Iglesia católica a las nuevas realidades económicas, cambiando el sentido del tiempo en el mundo rural medieval, que empezaba a urbanizarse.

En el siglo XX, conceptualizaciones y métodos provenientes de la sociología o la economía penetraron en la historiografía (que también los sometió a crítica), cambiando parcialmente su enfoque. El principal cuestionamiento metodológico de la historia “a partir de hechos probados” (eventos) y su “reconstrucción fidedigna”, la crítica de historia de eventos en defensa de una “historia sintética”, se adelantó de manera sistemática hasta bien entrado el siglo XX. Henri Berr, historiador francés, inspiró una síntesis, desde principios de siglo, en la Revista de síntesis histórica: “El estudioso cumple una tarea indispensable, preparar los materiales que la ciencia necesita para constituirse, sin los cuales la síntesis no sería más que metafísica o literatura. La erudición no puede oponerse a la síntesis histórica, así como, en las ciencias naturales, la observación no se opone a la generalización. Para 'historizar' la historia, las cosas son diferentes. Es una forma de historia que, si bien es suficiente en sí misma, también pretende ser suficiente para el conocimiento histórico. Buscar causas particulares de hechos particulares no es una tarea científica, es solo descriptiva (sino) buscar el papel de ciertas causas que, interviniendo de manera general en el curso de los hechos humanos, no podían dejar de actuar, esto el trabajo verdaderamente científico debe descansar en un estudio previo de la causalidad, en el conocimiento de los diferentes órdenes de causa, en un método consciente, es decir, en la teoría o lógica de la historia”.[xxx] Buscando las causas generales de los hechos particulares, la historia era la “ciencia de lo particular”.

Una nueva generación de historiadores se delimitaba en rechazo a la oposición entre historia “especialista” e historia “sintética”. Uno de los fundadores de Anales respondió a Berr: “Historizar la historia exige poco. Muy poco. Demasiado poco para mí y para muchos otros. Esa es nuestra queja, pero es sólida. La queja de aquellos para quienes las ideas son una necesidad”.[xxxi] Revista fundada en 1929, en el Anales las innovaciones de la sociología y el aporte teórico de Marx “contagiaron” la historiografía. El capitalismo, sin embargo, apareció en los principales representantes de esta escuela desprovista de las rupturas que le dieron origen. Fernand Braudel, uno de sus autores más representativos, privilegia, en su indagación sobre la relación entre civilización material, economía y capitalismo (en una obra en la que cita a Karl Marx más que a ningún otro autor),[xxxii] “usos repetidos, procedimientos empíricos, recetas antiguas, soluciones de tiempos oscuros, como el dinero o la división ciudad-campo”. El capitalismo no sería, para este autor, un concepto histórico “suficiente”, ya que los planes de “vida material”, “vida económica” y, finalmente, el “juego capitalista” deberían estar relacionados: “Es imposible alcanzar un buen comprensión de la vida económica si no se analizan primero los cimientos del edificio”.[xxxiii]

El capitalismo estaría así “sobredeterminado” por el proceso de la “vida material” (constituida por hábitos seculares, incluido el intercambio de bienes, y situada en el “largo plazo” de la historia)[xxxiv] donde la inmutabilidad y el atavismo serían tan decisivos que no podría haber, hablando con propiedad, “leyes del movimiento”: “La historia inconsciente es precisamente la que se sitúa a largo plazo, detrás de la costra de los acontecimientos demasiado legibles y que es lícito organizarse en estructuras sucesivas, en las que se corresponden los elementos complementarios de un sistema. Historia socioeconómica, sin embargo, más que de movimientos y rupturas hasta ahora privilegiadas, historia de 'civilizaciones económicas' en su constancia, 'capas de historia lenta' moviéndose en la 'semi-inmovilidad' de un 'tiempo ralentizado'. Además, también la historia cultural o de las mentalidades, definida como el campo privilegiado de estos estudios a largo plazo, pues concebida como la historia de la 'inercia' y de las 'prisiones de larga duración'”.[xxxv] El capitalismo sería un caso particular dentro de una estructura histórica general, no una ruptura con las sociedades anteriores, ni la reformulación ampliada y universal, sobre nuevas bases históricas, de sus contradicciones. Los debates sobre la naturaleza histórica del capitalismo, así como sobre el vínculo entre esta noción y la de “civilización”, o “civilizaciones”, están lejos de terminar; reaparecen constantemente en el campo de la teoría y la política.

*Osvaldo Coggiola. Es profesor del Departamento de Historia de la USP. Autor, entre otros libros, de Teoría económica marxista: una introducción (Boitempo).

 

Notas


[i] Marc Joly. La Revolución Sociológica. De lanaîssance d'un régime de pensée scientifique à la crisis de laphilosophie (XIXè-XXè siècle). París, La Découverte, 2017. Véase también: Owen Chadwick. La secularización de la mente europea en el siglo XIX. Nueva York, Cambridge University Press, 1993.

[ii] Roger Bartra. El modo de producción asiático en el marco de las sociedades precapitalistas. En: Jean Chesnaux. Op. ciudad.

[iii] Manuel Cazadero. Desarrollo, crisis e ideología en la formación del capitalismo. México, Fondo para la Cultura Económica, 1986.

[iv] Carlos de Montesquieu. El espíritu de las leyes. Sao Paulo, Martins Fontes, 2000.

[V] William Robertson (1721-1793), historiador escocés, fue ministro de la Iglesia de Escocia. Su obra más conocida fue su Historia de Escocia 1542-1603, publicado en 1759. Fue una figura destacada de la Ilustración escocesa y del Partido Moderado de la Iglesia de Escocia.

[VI] Antonio Barnave. Introducción a la Révolution Française.París, Asociación Marc Bloch, 1977 [1793].

[Vii] Emmanuel Terray. El marxismo frente a las sociedades primitivas. Río de Janeiro, Grial, 1979.

[Viii] Pedro Vilar. Introducción al Vocabulario de Análisis Histórico. Barcelona, ​​Crítica, 1982.

[Ex] Antoine Pelletier y Jean-Jacques Goblot. Materialismo Histórico e Historia de las Civilizaciones. Lisboa, Imprenta, 1970.

[X] Jean Moller. Tratado de estudios históricos. Lovaina, Librairie de Ch. Peters, 1887.

[Xi] Herbert Spencer. El hombre frente al estado. Indianápolis, Liberty Classics, 2012 [1884].

[Xii] Para desgracia y disgusto de Francia, continuó agitando, principalmente en los círculos intelectuales: "Si la Francia fascista no es tan grande -políticamente hablando- la Francia antisemita es una realidad indiscutible, y para ella, algunos de nuestros más grandes escritores -además a varios otros menores – prestaron sus talentos literarios” (Michel Winock. El siglo de los intelectuales. Río de Janeiro, Bertrand Brasil, 2000).

[Xiii] Ídem.

[Xiv] Osvaldo Spengler. La decadencia de Occidente. Río de Janeiro, Zahar, 1973 [1918].

[Xv] Arnold Toynbee. Un estudio de la historia. San Pablo, Martins Fontes, 1986 [1934].

[Xvi] Arnold Toynbee. L'Histoire. Un essei d'interpretation. París, Gallimard, 1951.

[Xvii] LucienFebvre. De Spengler a Toynbee: de las filosofías oportunistas de La historia. Luchas por la historia. Barcelona, ​​Ariel, 1971 [1953].

[Xviii] Ernst Troeltsch. Protestantismo y Modernidad. París, Gallimard, 1991 [1906]. El autor, coetáneo y amigo de Max Weber, criticó su “Ética protestante” insistiendo en las diferencias entre luteranismo y calvinismo.

[Xix] Jorge Renard. Historia del trabajo en Florencia. Buenos Aires, Heliasta, 1980 [1913].

[Xx] Werner Sombart. El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno. Madrid, Alianza, 1993 [1913].

[xxi] Henri Hauser. Los debuts del capitalismo. París, Félix Alcan, 1931.

[xxii] Michael Winock. Op.Cit.

[xxiii] Max Weber. La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo. São Paulo, Companhia das Letras, 2004 [1905].

[xxiv] Ricardo Bellamy. Liberalismo y Sociedad Moderna. Editorial de la Unesp, 1994.

[xxv] Emmanuel Le Roy Ladurie. Historia de los campesinos franceses. De la Peste Negra a la Revolución. Río de Janeiro, Civilización Brasileña, 2007.

[xxvi] Werner Sombart. Los judíos y la vida económica, São Paulo, Editora Unesp, 2014 [1911]. Inicialmente, Sombart era marxista: Friedrich Engels dijo que era el único profesor alemán que entendía Das Kapital; más tarde escribió que “había que admitir que Marx había cometido errores en muchos puntos importantes.” Más tarde se convirtió, según Hugo Reinert, en “probablemente el economista más influenciado por Nietzsche”.

[xxvii] El marxista (trotskista) Abraham León, asesinado en el campo de exterminio de Auschwitz en 1944, en plena resistencia al nazismo, escribió un célebre y controvertido texto, en el que sostenía que el papel histórico de los judíos, producto de un largo desarrollo, había los configuró como una “clase-pueblo”, confinado por el capital a la función de promover y favorecer la circulación internacional del dinero, lo que los había hecho especialmente aptos para el manejo de las finanzas. León, sin embargo, no atribuyó ninguna relación paterna a los judíos en relación con el capitalismo (La Conception Materialiste de la Question Juive. París, Editions Documentation Internationale, 1968 [1942]).

[xxviii] Yuri Slezkine. Le Siècle Juif. París, La Découverte, 2009.

[xxix] Arno J. Mayer. La fuerza de la tradición. La persistencia del Antiguo Régimen 1848-1918. São Paulo, Companhia das Letras, 1987.

[xxx] Henri Berr. L'Histoire Traditionnelle et La Synthese Historique. París, Librairie Félix Alcan, 1921.

[xxxi]Lucien Febvre. De una manera de hacer historia que no es La nuestra: La historia historizante. Op.Cit.

[xxxii] Fernando Braudel. Civilización material y capitalismo. Barcelona, ​​Trabajo, 1974.

[xxxiii] Fernando Braudel. La dinámica del capitalismo. París, Artaud, 1985.

[xxxiv] Sobre la diferencia que estableció Braudel entre capitalismo y vida económica, y sus diferencias con Marx, ver: Bolívar Echeverría. El concepto de capitalismo en Marx y Braudel; Emmanuel Wallerstein. Braudel sobre el capitalismo o al revés. En: Carlos A. Aguirre. Primeros viajes braudelianos. Buenos Aires, Instituto Mora, sdp.

[xxxv] Michel Vovelle. La historia y el largo plazo. En: Jacques Le Goff. La nueva historia. São Paulo, Martins Fontes, 1995.

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