Por Walnice Nogueira Galvão*
Comentario sobre películas inspiradas en estos tres clásicos de la literatura inglesa.
Las películas de vampiros constituyen una tradición cinematográfica considerable, que se ha elevado a la categoría de género autónomo, aunque pop. Los datos computan -al cierre de esta edición- 156 películas, 120 cortometrajes, veinte telenovelas, diecinueve series de televisión y seiscientas historietas en el patrimonio de la humanidad; Faltan estadísticas para los videojuegos. El género sería el responsable de la aparición de un bestiario y una iconografía.
Surgido del terror atávico que los muertos despiertan en los vivos, es sabido que las religiones y los ritos se apasionan por exorcizarlos para que permanezcan en su lugar y no lo abandonen, dejándonos en paz. El miedo básico es que volverán: “alma-del-otro-mundo” en francés es revenant, o el que vuelve, y el “alma en pena” es el que hace la pena de vagar por el mundo de los vivos, en vez de estar muy quieto donde le corresponde. No hay otro significado del Día de Muertos, de Halloween, celebraciones de difuntos, ceremonias de entierro, tan importantes en cualquier sociedad.
Entidades como estas, antes de llegar al cine, provienen de la literatura -de la novela gótica y el romanticismo, que exploraba el rostro nocturno de la psique, deleitándose tanto en la decadencia como en el satanismo- y en algunos casos incluso del folclore. Hay seres sobrenaturales en ambos lados. Del lado del bien, las luces, la esfera solar: hadas, duendes protectores, duendes, Papá Noel. Del lado del mal, de la oscuridad, de la esfera lunar: hombres lobo, fantasmas, apariciones, ghouls.
Los vampiros, pertenecientes a la tribu de los muertos vivientes, junto con Frankenstein y el Doctor/Monstruo constituyen los tres arquetipos principales. No por casualidad, el protagonista de cada uno de los tres libros fundacionales es un científico: el profesor Van Helsing, el Dr. Frankenstein y el Dr. Jekyll. Y siempre implican un esquema esquizofrénico, de duplicación entre dos hombres, o de Doppelgänger. Basta con prestar atención a las relaciones entre el profesor y su ayudante en Drácula, entre el médico y su tocayo en Frankenstein, entre el médico y el monstruo en que se convierte.
Frankenstein, que nació de la inspiración de Mary Shelley en el libro homónimo (1818), es un ser humano creado en el laboratorio, a partir del ensamblaje mal hecho de piezas de cadáveres. En cierto modo, es un precursor del trasplante de órganos y la ingeniería genética, así como de la plastificación de cuerpos para estudios de anatomía, ahora exhibidos en galerías de arte. Implica la usurpación de una prerrogativa de Dios, hasta ahora único Creador. Contribuye a ello la premonición de que las fuerzas de la naturaleza desatadas por la Revolución Industrial, que el libro es contemporáneo y paisano, pueden -como el Genio en Las mil y una noches – Cumplir con todos los deseos de los maestros, pero nunca volver a la botella, una vez destapada.
Estudio de la doble personalidad, El doctor y el monstruo se ha rehecho en numerosas ocasiones y tiene su origen en una novela de Robert Louis Stevenson (1886). El doctor elabora y bebe una poción que lo transforma en lo contrario, en uno de sus experimentos científicos. Procedente de la época victoriana, cuando prevalecía el puritanismo, ilustra, en la escisión entre dos personas, una filántropa y otra asesina, la dificultad de integrar fuerzas pulsionales reprimidas, como la sexualidad y la agresividad, en una sola personalidad.
Es el esquema de los cuentos de hadas, donde conviven una buena madre y una mala madrastra, una duplicidad que el niño opera porque no puede aceptar que ambas son aspectos complementarios de una misma persona: la madre que alimenta y acaricia, la madrastra que se enoja. y castiga. O los mitos de los hermanos enemigos (la rivalidad entre hermanos), uno bueno y otro malo, como Caín y Abel. Se observa, como en la saga de Frankenstein, el miedo al desenvolvimiento de la ciencia y la tecnología.
El primero Frankenstein del cine (1931) tiene como protagonista a Boris Karloff, en una caracterización tan notable que influiría en toda la secuencia. En los cómics prima su fenotipo, perfectamente reconocible. En cualquier película de monstruos, ahí está, aunque sea con otro nombre y en una trama alienígena, como el mayordomo de La familia Addams (dirigida por Barry Sonnenfeld, 1991): estatura gigante, cabeza grande y frente aún más grande, ojos demacrados, cicatriz de costura que corre por la frente paralela a la línea del cabello, con pernos y tuercas de metal que atraviesan el cuello de lado a lado, todo lo que traza el montaje del que resulta. Extraordinarios actores como Robert De Niro en Frankenstein de Mary Shelley (dirigida por Kenneth Branagh, 1994), estaría encantada de interpretarlo.
Para los vampiros, el libro base es Drácula, del irlandés Bram Stoker (1897). En la película del mismo título (1931), el rostro de Bela Lugosi en el papel de protagonista también quedó impregnado en todas las producciones posteriores. Apenas habla, pero su máscara es muy expresiva: sobre el fondo blanco, una boca de labios finos ennegrecidos por el lápiz labial púrpura, ojos oscuros que brillan malévolamente en los bordes también negros, el cabello negro azabache alisado hacia atrás con brillantina. Las reediciones, incluso las recientes, casi siempre cuentan con Bela Lugosi en la portada.
Cuando incluso una serie juvenil como Buffy la caza vampiros ha estado en la televisión durante años, ya nadie ignora las características de los vampiros. Duermen en un ataúd durante el día y deambulan por la noche, ya que la luz del sol es dañina para ellos. Son inmortales a menos que su corazón sea atravesado por una estaca de madera. Pueden ser ahuyentados con ajo, cruces y agua bendita. Tu imagen no se refleja en los espejos. Muestran caninos hipertrofiados, rigurosos para el primer plano en las escenas en las que se sumergen en la carótida de las víctimas. Infectan a los incautos y al chuparles la sangre transmiten su condición. Se metamorfosean en murciélagos, chupasangres que fueron fuente de inspiración para la creación de vampiros humanos.
No faltó una interpretación materialista, que simbolizaba la sobreexplotación de los siervos por parte de los señores feudales. Y un modelo histórico en el Príncipe Vlad el Empalador, de Rumanía (siglo XV), apodado Drácula, o El Demonio, inmortalizado por un grabado en el que festeja a la vista de los pobres a los que había empalado. Vlad procedía de una provincia llamada Valaquia, más tarde incorporada a Transilvania, cuna tradicional de los vampiros literarios y cinematográficos.
Grandes cineastas, probando suerte, como Francis Ford Coppola en Drácula de Bram Stoker (1992), o Werner Herzog, doraba periódicamente los escudos de armas de un género menor. Aparte de las películas insípidas y concebidas de manera más tradicional, resultarían algunas líneas muy interesantes, que se beneficiaron, sobre todo, de algunos directores ingeniosos. Uno explora la crisis existencial, otro el erotismo y otro más la parodia.
Dos películas ilustran la primera. En Entrevista con el Vampiro (dirigida por Neil Jordan, 1994), que a menudo se muestra en la televisión por cable, Brad Pitt, un vampiro, pero del lado bueno, pierde el tiempo y la lengua tratando de convencer a Tom Cruise de que reemplace la sangre humana con sangre animal. Es en Hambre de vivir (dirigida por Tony Scott, 1983), Catherine Deneuve y David Bowie, con todo su encanto y belleza, viven vampiros aburridos y altamente conscientes, condenados a alimentar su adicción por la eternidad.
Quienes llevan acentos sexuales llegan a resultados muy curiosos. Uno de ellos es rosas de sangre (1960), de Roger Vadim, cuyo título original, Et mourir de plaisir, daba una mejor idea de sus malas intenciones. Otro, el de Werner Herzog, Nosferatu, vampiro de la noche (1979), Llamado así en honor a su ilustre predecesor compatriota (Murnau), abrió la oportunidad para que el gran Klaus Kinski diera un espectáculo de interpretación, especialmente cuando acosaba la vulnerable belleza de Isabelle Adjani.
La parodia se volvería inevitable, tal es la carga de terror y melodrama, exigiendo cierto grado de catarsis. Entre otros, Mel Brooks dedicaría su entusiasmo ridículo a Drácula, muerto pero feliz (1995). Y aquí es donde te registras baile de vampiros, derivando su interés del hecho de que luce preciosa, gracias a una notable dirección de arte, y que tiene al mismísimo Roman Polanski como protagonista. Al ser una parodia, le permite al director desmontar los clichés del género, incluido un vampiro gay. Y el final es la mayor broma: el torpe profesor que caza a estos seres secuestra a dos infectados del castillo, oa dos nuevos vampiros, ya no encerrados, sino liberados al mundo por sus propias manos. Es decir, se insinúa el futuro de un mundo de vampiros.
Un poco de exageración, y se haría una película que mostrara varios de ellos a la vez. Es lo que ves en Van Helsing - El cazador de monstruos (dirigida por Stephen Sommers, 2004), que reúne a Drácula, el hombre lobo y Frankenstein. En materia de excesos, nadie le quita la palma a Robert Rodríguez en sociedad con Quentin Tarantino, desde el primer Un trago en el infierno (1996), que se convertiría en una trilogía. El encuentro de ambos es un éxito, en una suerte de estética de velocidad y sobresalto, con giros inesperados y un gran sentido del humor, negro y grotesco. Tarantino se presenta en gran forma, en el papel de un psicópata y pervertido que escucha voces. No solo las situaciones propuestas ya son exasperantes, sino que la película se embarcará en una orgía de sangre, todos serán mordidos y convertidos en vampiros.
No se puede hablar de estos seres, por supuesto, sin rendir homenaje al productor inglés Hammer, especialista en terror, a Peter Cushing (quien, en un momento de gloria, encarnó al mismísimo Dr. Frankenstein, el científico que creó su monstruo homónimo) y a Christopher Lee, quien protagonizó nada menos que ocho películas de Drácula. Después, pasaría toda una carrera hablando de la experiencia, sobre todo en documentales de televisión, tal era su identificación con el personaje. Su efigie sería utilizada en éxitos de taquilla como Guerra en las estrellas e El Señor de los Anillos, en la que es un destacado actor.
En una de las mejores etapas que ha conocido el cine, el expresionismo alemán, películas inaugurales como oficina del doctor caligari (1919), de Robert Wiene, Nosferatu el vampiro, por FW Murnau (1922) y soy el vampiro desde Düsseldorf, por Fritz Lang (1931). En este último, el término se utiliza metafóricamente: no se trata de un vampiro per se, sino de un asesino en serie que viola y mata a niñas pequeñas.
En literatura, como hemos visto, el género constituyó una posible respuesta ficcional a la angustia suscitada por la Revolución Industrial. Su penetración en el cine de la propia Alemania coincide con el ascenso del nazismo, con las doctrinas eugenésicas y con la paranoia que alimenta las fantasmagorías sobre seres impuros o mixtos (como los vampiros, como Frankenstein, como el Doctor/Monstruo, como el bello robot de metrópoli, por Fritz Lang, en 1926), es decir, no arios. Al poco tiempo de ser realizados, se perfilaban en el horizonte experimentos médicos con seres humanos, con el objetivo de intervenir en la programación genética, lo que implicaría las espantosas prácticas de mutilación y tortura del Dr. Mengele en Auschwitz, insinuado en estas películas.
*Walnice Nogueira Galvão Profesor Emérito de la FFLCH-USP. Autor, entre otros libros, de leyendo y releyendo (Sesc / Oro sobre azul).