Por Antonio Martín*
Y Chile, ¿quién sabe? – se incendió por menos de veinte centavos. A principios de octubre, el gobierno de Sebastián Piñera, integrado por neoliberales y derechistas, autorizó a la empresa privada que administra el metro de Santiago a subir la tarifa máxima, de 800 a 830 pesos (de R$ 4,63 a R$ 4,80). La Coordinadora de Estudiantes de Secundaria (ACES) sugirió resistencia y evasiones, grandes actos colectivos de torniquete. El llamado cayó como una chispa en los matorrales secos y prendió fuego a un país castigado por la desigualdad, la reducción de la vida a la mercancía barata y el sentimiento de que el sistema político es insensible al dolor y la falta de horizontes de la mayoría.
Las imágenes son impresionantes. El jovencísimo volvió a tomar la delantera, cansado de esperar el ultraje del ya postrado. En las estaciones de Santiago, cientos de adolescentes y jóvenes se enfrentaron a policías armados y blindados al estilo Robocop. Con el paso de los días, las protestas se han extendido a ciudades donde ni siquiera hay metro, en una muestra de revelar una energía política reprimida durante mucho tiempo.
Em guión muy similar a Brasil en 2013, la brutalidad policial ha crecido, y con ella, la reacción de los manifestantes. Cientos de jóvenes fueron arrestados y metidos en camionetas. El video publicado desde el sitio El desconcierto muestra la grotesca escena de un coche de policía cuyo conductor se desvía para atropellar a un manifestante. Hasta ayer, había once muertos entre los que salieron a las calles.
En respuesta, se multiplicaron los saqueos de supermercados. Inicialmente expresaron el repudio de la población a la pobreza y la violencia. “No me gusta que rompan todo, pero de repente tienen que pasar estas cosas para que dejen de jugar con nosotros, subiendo el precio de todo, menos los salarios, todo para que los ricos de este país sean más ricos”, dijo la vendedora Alejandra. Ibánez, 38. años, según el UOL, insospechado de sesgo izquierdista. “La gente está cansada y sin miedo”, agregó Francisco Vargas, un funcionario de 33 años, según el mismo canal.
Poco a poco, sin embargo, los saqueos y actos de vandalismo comenzaron a ser cometidos por las propias fuerzas policiales, según Günther Alexander, de la canal de videos 4V independientes. Falsos panfletos, firmados por el movimiento-partido Frente Ampla, pedían a la población “exacerbar la violencia”. Es un viejo patrón -“radicalizar” artificialmente la lucha popular y satanizar a los opositores políticos, para despertar miedo y antipatía en la sociedad- presente también en los levantamientos en Ecuador hace unas semanas.
El sábado, los acontecimientos se precipitaron. De madrugada, el presidente Piñera declaró el Estado de Emergencia, por primera vez desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet. El general Javier Iturriage, comandante del ejército, procedió a dar las órdenes. De inmediato, decretó un “toque de queda”, prohibiendo a la población salir de sus casas durante la noche.
Aún así, la revuelta no amainó. Estallaron nuevas manifestaciones, desafíos a los soldados (“asesinos, asesinos”) y un cacerolazo gigante. Por la tarde, Piñera se retiró, al menos parcialmente. El aumento de tarifas ha sido suspendido. Flanqueada por los presidentes de Cámara, Senado y Corte Suprema, la diputada reconoció, en una cadena de televisión, que la población “tiene motivos para quejarse”. Hizo un vago llamado al “diálogo”, sin proponer más medidas para paliar la degradación de las condiciones de vida. El domingo (20/10), la situación parecía más estable. Diez mil soldados patrullaban las calles. Pero el sonido de las cacerolas se escuchaba hasta en los barrios medios de Santiago.
Desde Túnez y Egipto hasta España y Portugal. Desde Siria e Israel hasta Estados Unidos. De Turquía a Brasil. De Marruecos a México y ahora a Ecuador y Chile. En oleadas sucesivas, decenas de los países han experimentado, en los últimos diez años, levantamientos populares explosivos de nuevo tipo. Reúnen grandes multitudes. Se vuelven contra las desigualdades y exigen mejores servicios públicos. Denuncian el vaciamiento de la democracia, cada vez más vista como farsa manipulado por el poder económico. No nacen vinculados a la izquierda histórica.
En un caso (Brasil), terminaron infiltrados y en su mayoría tomados por la derecha. En otro (Egipto), apoyaron la toma del poder por el ejército, que instauró una sangrienta dictadura. Pero su enfoque central está en las políticas de "austeridad": el intento de reducir los servicios públicos y "liberar" el capital de cualquier tipo de control. Ya hay elementos para construir interpretaciones y teorías más refinadas sobre ellos, en lugar de recurrir a prejuicios fáciles. Aquí hay cinco hipótesis interconectadas.
La rebelión tiene un claro sentido anticapitalista.
El origen claro de las oleadas de levantamientos, solo aparentemente despolitizados, es la gran crisis económica de 2008, en particular, la respuesta hegemónica que se le dio en Occidente. Los jóvenes se rebelaron, en casi todos los casos, porque las mismas políticas que degradan su vida, trabajo y perspectivas de futuro distribuyen ríos de dinero a la oligarquía financiera.
La primera revuelta, en Túnez (2011), se debió a la retirada de los subsidios al pan. Egipto reaccionó a las medidas que habían arruinado la agricultura campesina, impuestas por el FMI. Cuando llegaron a los Estados Unidos, con el Ocupar, los nuevos vientos acuñaron un lema (99% x 1%) que se ha convertido en emblema de la desigualdad contemporánea. En Brasil, eran veinte centavos; en Chile, treinta pesos; en Ecuador, el aumento de los precios de los combustibles; en España (“Indignados”) y Portugal (“Geração à Rasca”), el altísimo y prolongado desempleo de los jóvenes; en Turquía, el avance de la especulación inmobiliaria sobre un parque público.
El patrón es tan evidente, y las causas tan relacionadas con la política posterior a 2008, que solo los imprudentes pueden continuar atribuyendo las protestas a conspiraciones derechistas destinadas a desestabilizar las instituciones democráticas.
La izquierda histórica insiste en no entender el sentido de estas luchas.
Esto se debe, en particular, a su acomodación a ideas que tenían sentido en el pasado pero lo perdieron en el presente; a su letargo al examinar tanto las nuevas configuraciones del capitalismo como las acciones igualmente nuevas que podrían desafiarlo.
Ante la revuelta de los jóvenes, algunos partidos incluso defienden el sistema político y las instituciones, que se verían amenazadas. No ven que uno de los efectos centrales de la respuesta de Occidente a 2008 fue anular la democracia, manteniéndola solo como una fachada.
No recuerdan, por ejemplo, que todas las encuestas de opinión muestran que las mayorías se oponen a la “austeridad” – y se sigue aplicando. Que las sociedades se manifiestan claramente por los servicios públicos – y su desmantelamiento continúa. Qué cambios que afectarán la vida de los ciudadanos durante décadas (en Brasil, por ejemplo, la congelación del gasto público social durante veinte años, o las sucesivas contrarreformas y minirreformas laborales) se imponen sin debate público
Esta ceguera deja espacio a la ultraderecha.
La política llena los vacíos. A partir de cierto momento, en el período post-2008, una “nueva” derecha se dio cuenta de que había un espacio por capturar: el del resentimiento de las mayorías frente a las élites depredadoras y la ineficacia de una democracia vaciada.
Evidentemente, esta captura se realiza a imagen y semejanza de quien la realiza. La ultraderecha no apunta a la crisis de la democracia para rescatarla, sino para destruirla. Cuando denuncias la establecimiento, es solo para reemplazarlo con los ladrones más descalificados: vea el nivel de la reciente disputa interna en el PSL.
Sobre todo, para que su discurso tenga coherencia interna, su supuesta crítica a las instituciones debe ir acompañada de un llamado a la ignorancia ya un amplio abanico de contratiempos éticos, culturales y morales: la brutalidad en sustitución del diálogo; el rechazo absoluto a lo diferente; el recurso al miedo para justificar los asesinatos policiales o la censura; la negación del calentamiento global; terrismo plano; etc etc etc
Este avance puede tener piernas cortas.
Los casos de Ecuador y Chile son emblemáticos, pues acaban de afectar a dos líderes claramente vinculados a la nueva tendencia. Lenín Moreno traicionó su mandato, inició una persecución implacable a la izquierda y se convirtió en partidario incondicional de la geopolítica de Trump. Sebastián Piñera, multimillonario y ultracapitalista, coquetea sin cesar con los Bolsonaros chilenos. Ambos ahora están devastados en su popularidad.
Porque, al menos en América Latina,ninguno de los “nuevos” derechistas oculta su domesticación colonial y, por tanto, su sumisión a la jerarquía de las finanzas globales. El programa de Bolsonaro es, esencialmente, el de Paulo Guedes.
Piñera dejó fermentar el descontento hasta que estalló porque fue incapaz de dar la más mínima respuesta a los problemas esenciales de los chilenos, todos vinculados a las políticas neoliberales: Seguridad Social privatizada y precaria, educación pública deteriorada, aumento del costo de vida muy por encima de los salarios. .
Moreno armó un paquete con el FMI que presentó a la élite nacional (con la devastación de los derechos laborales) ya los especuladores internacionales (con un vasto programa de privatizaciones) y echó las cuentas sobre los hombros de las mayorías. En Argentina, Macri caerá muy pronto, por el mismo tic. No hay una ola fascista abrumadora y duradera; pero uno fascinación oportunista, al que se puede batir con relativa facilidad, cuando no le faltan los huecos abiertos por la parálisis de la izquierda.
Los caminos para reinventar la izquierda se hacen evidentes..
Ante el crecimiento de la derecha, en varias partes del mundo ha sido común un sentimiento derrotista. Se argumenta que tomará mucho tiempo, quizás décadas, para el resurgimiento de un pensamiento crítico potente. Se argumenta que la mejor manera de incentivar esta renovación es volver al “trabajo de base”. Cultivar la paciencia y tender la mano en particular a los más oprimidos son siempre virtudes notables. Pero este razonamiento no da cuenta de dos problemas esenciales.
En primer lugar, no vivimos tiempos normales, sino un período único de crisis civilizatoria aguda y cada vez más intensa. Es un punto de inflexión. Grandes transformaciones, posiblemente con repercusiones duraderas, se producirán en poco tiempo.
Immanuel Wallerstein, a quien perdimos hace unos meses, calculó: el sistema está en crisis; pero lo que vendrá en su lugar podría ser un orden mucho más democrático e igualitario u otro que exacerbe las tendencias del capitalismo hacia la explotación, la jerarquización y la opresión; la transición tendrá lugar quizás en el espacio de dos décadas. La aceleración del tiempo histórico en estos días parece darle la razón. Posponer una acción política más incisiva durante varias décadas puede equivaler a distanciarse de los momentos cruciales, dejar que suceda lo peor y despertar solo cuando ya es demasiado tarde.
Segundo, porque la niebla que nos impedía ver el camino parece estar desapareciendo. Fíjate, por ejemplo, en los grandes levantamientos populares que están sacudiendo al mundo. Sus requisitos son bastante convergentes. Piden, primero y siempre, menos desigualdad. Hay un sentimiento generalizado de que el mundo ha comenzado a producir mucha riqueza; que, sin embargo, una ínfima minoría se apropia de casi todo, imponiendo lógicas que excluyen y angustian a los demás; que, finalmente, habrá mucho menos sufrimiento, más futuro y más sentido en el mundo en caso de una redistribución.
Aparece en forma de un Común: servicios públicos. El aumento de los salarios, que marcó a tantas generaciones anteriores, ha perdido parte de su centralidad, porque hay tantos desempleados y subempleados que sería inocuo o se agotaría rápidamente. Pero la Salud, la Educación, la Vivienda y la Movilidad dignas parecen derechos que hay que defender, y eso mejoraría la vida y el mundo.
Cuando haces alarde de tanta riqueza; cuando los multimillonarios o los grandes ejecutivos multiplican sus fortunas cada año, ¿no es una barbaridad que tengamos que aceptar hospitales precarios, transportes públicos escasos y caros? ¿O que la educación excelente es sólo para los privilegiados? ¿O que un joven no tiene ni la perspectiva de un trabajo acorde con su educación, ni la esperanza de vivir sin pagar un alquiler insoportable?
Pensar ahora en el sentido político de estos derechos. ¿No chocan directamente con la estrategia de mercantilización total de la vida, impuesta por los capitalistas? ¿No hay entonces espacio aquí para desarrollar políticas que, además de ser claramente antisistémicas, estén en sintonía con las aspiraciones políticas de la mayoría?
refleja, finalmente, del carácter contestatario (ya la vez recivilizador…) que pueden asumir algunas de estas políticas. Un proyecto que propone recomponer la Salud y la Educación públicas, transformándolas en el estándar de excelencia para el país (“la mejor escuela será la escuela de todos”). Que contempla una reforma urbana radical, en diálogo tanto con la transformación de la periferia como con la reocupación de los centros y la superación de la dictadura automovilística. Eso asegura: en 15 años, nadie gastará más de 40 minutos en un viaje en transporte público, ni gastará en él más de un día de salario mínimo en un mes. Que incorpora, en un momento en que los Estados transfieren trillones para los bancos, la bandera de una renta de ciudadanía universal suficiente para garantizar una vida digna, independientemente del salario del mercado.
Falta esta potencia, este sentido de que es posible transformar la vida, en las cosmovisiones de muchas izquierdas históricas. Pero cuidado: está estampado en el rostro de cada joven y adolescente que enfrentó la robocops en el metro de Santiago el sábado, o que continuaron resistiéndoles, bajo bombas y balas, cerca del Palacio de La Moneda, a pesar de los once muertos. Una izquierda reinventada tendrá el mismo brillo en los ojos de estos niños y niñas.
*antonio martins es periodista, editor del sitio Otras palabras.
Artículo publicado originalmente en el sitio web Otras palabras.