Breve crítica a la encomiada democracia

Imagen: Magali Magalhães
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por ANDRÉ MÁRCIO NEVES SOARES*

¿Qué tipo de democracia queremos y en qué democracia vivimos?

En estas elecciones, a pesar del peligro de catástrofe si el actual presidente ganara la reelección, vi elogios para nuestra democracia. Como si fuera buena, por el simple hecho de existir. A los que alaban la democracia brasileña les pregunto: ¿de qué democracia estamos hablando? Y agrego una pregunta más: ¿qué tipo de democracia queremos para Brasil a partir de ahora, después de que ganó Lula? Estas dos preguntas merecen una respuesta urgente porque, a pesar de que el resultado obtenido en estas elecciones sea positivo, el escenario político sigue siendo inestable. En otras palabras, a pesar de que las fuerzas progresistas han recuperado el poder, nunca ha estado tan polarizado desde el inicio de la última dictadura militar, por lo tanto, hace casi 60 años.

Por tanto, antes de imaginar qué tipo de democracia queremos, necesitamos saber en qué democracia vivimos. De hecho, ni siquiera tuvimos la forma distorsionada de democracia, es decir, la democracia representativa. Digo distorsionada, porque es sabido que la democracia representativa dista mucho de ser un régimen de gobierno en el que el pueblo participa en las decisiones más importantes para su buena supervivencia.

La democracia representativa enmascara el dominio del poder de una minoría, los que se dicen los mejores o los más capaces, sobre la gran mayoría de los desgraciados. Si bien ha fracasado en la historia de los pueblos que conocemos la única experiencia concreta de gobierno popular, la democracia radical ateniense, es desastroso para el país que el cambio de régimen de gobierno en la patria, aun para una distorsión de la verdadera democracia, haya se llevó a cabo sin participación popular.

En esta tonada, en Platón, en su libro La republica, la democracia no es el eje principal de su obra. Aun así, ella acaba siendo uno de los pilares de esta idea a lo largo de la historia posterior, junto con el libro. La política de Aristóteles. Lo más interesante es que Platón, al discutir las diversas formas de gobierno de una ciudad-estado, se opone a la República, aunque sea en parte. Es muy posible que su afirmación contra este régimen de gobierno provenga de sus propios orígenes oligárquicos. Aristóteles, el discípulo más rebelde de Platón, fue aún más enfático en su posición contra la democracia. Para él, esta no era una buena forma de gobierno, ya que no era a favor de toda la comunidad, sino en interés de los pobres. El principio de esta idea, que para él era indefendible, era la simple voluntad de la mayoría de forma arbitraria, brutal, sin ningún tipo de reflejo por el bien mayor de la comunidad: su unión.

La palabra Demokatia siguió siendo mucho más una retórica en el mundo griego, al menos la mayor parte del tiempo, que un régimen de gobierno estable, como nos haría pensar el sentido común. Llevamos el peso de apostar nuestras fichas a una forma de gobierno que resultó ser un fracaso cuando, precisamente, tenía más protagonismo. El Estado democrático contemporáneo, o posmoderno para algunos, cada día más fragmentado internamente, recurre a un solo nombre con alcance global para definir la base legítima de la autoridad política, aun cuando es consciente de las fallas inherentes a ese nombre, expuestas en la primera instancia, y única, que comandaba las acciones de un cuerpo político de una ciudad-estado.

Así, el principal defecto de la democracia fue, por su propia naturaleza de prisa política, su incapacidad para formar ciudadanos que defendieran la democracia más allá de intereses específicos en determinados conflictos, y que además estuvieran convencidos de que cualquier otra forma política que compitiera con los intereses del grupo social era ilegítima.

Por eso también la leyenda de un gobierno por/para el pueblo en su forma más radical, como fue la experiencia ateniense, puede entenderse como un estado permanente en armas; un Estado militarizado y militarizado, ya que no se llegó a un consenso apaciguador entre las clases sociales, y mucho menos entre sus innumerables tribus, sino una dictadura de la mayoría enfurecida por siglos de sometimiento de la parte más rica, a saber, la clase oligárquica de los alcmeónidas.

Puede parecer redundante, pero sólo en la Revolución Francesa se pudo pensar en democratizar democracia. En efecto, si después de la experiencia griega, la democracia quedó en el imaginario colectivo con la potente duda de un régimen político de los muchos, por tanto de libre deliberación, pero peligroso, pues fácilmente conduciría al caos, al desorden popular, es fácil comprender las razones que llevaron a los pocos que tomaron el control del mundo occidental, después del período de colapso de la hegemonía militar marítima ateniense hasta la Revolución Francesa, a mantener alejada de la mayoría la posibilidad de un nuevo intento de esta magnitud.

En consecuencia, la democracia que llega al siglo XX después de las Grandes Guerras, y que entra de vértigo en el siglo XXI del mundo, no es un régimen político que nos gobierne nosotros mismos. Como destaca DUNN (2016, p. 33): “La democracia representativa moderna ha cambiado la idea de democracia hasta el punto de hacerla irreconocible. Pero, al hacerlo, deja de ser una idea relacionada con los perdedores desesperados de la historia y se identifica con los ganadores más persistentes”. Es aquí donde la democracia brasileña y sus peculiaridades entran en juego en este artículo. Porque si la práctica de la democracia radical, la democracia, en Atenas fue una experiencia puntual y desastrosa, en Brasil, ni siquiera su arquetipo, es decir, la democracia representativa que domina las acciones políticas de la aventura capitalista global contemporánea, puede llamarse así.

En ese sentido, Brasil se convirtió en República sin estar preparado para ser una democracia, siendo en la práctica una República oligárquica de derechos (no es casual que la definición de “República Democrática de derechos” solo aparezca a partir de la Constitución de 1988). Dicho sea de paso, este advenimiento oligárquico no está asociado al período republicano, sino, por el contrario, a partir de la invasión de estas tierras por los portugueses. Como dice COMPARATO (2017, p. 18): “El régimen colonial, instaurado en Brasil a principios del siglo XVI, estuvo marcado fundamentalmente por la donación de tierras públicas a propietarios privados, y por la mercantilización de los cargos públicos, formando así un régimen binaria oligárquica: o, si se prefiere, mixta, es decir, pública-privada, asociando a los potentados económicos privados con los principales agentes del Estado”. Si hacemos un marco temporal para el año 2022, es necesario preguntarse: ¿estamos tan lejos del siglo XVI?

Es muy posible que estemos viviendo en una especie de “necrodemocracia” desde el golpe parlamentario contra la presidenta Dilma Rousseff, en 2106. De hecho, la elección del oscuro diputado federal Jair Bolsonaro como presidente de Brasil en 2018 solo reveló por completo la más cruel ante un sistema político anacrónico que ha prevalecido en este país desde siempre. En él, la clase dominante, pero también gran parte de la clase media, idiotizada por el eterno sueño de escalar escala social a toda costa, asumió el espantoso discurso de que el fin justifica los medios, es decir, que era necesario erradicar de la vida política brasileña al principal líder de la gran masa que aterroriza a la élite económica oligárquica de “Faria Lima”: Luiz Inácio “Lula” da Silva.

Dicho esto, vale la pena repetir ahora nuestra segunda pregunta: ¿qué tipo de democracia queremos para Brasil a partir de ahora, en la tercera década del siglo XXI, después de la victoria de Lula? Con más de doscientos millones de habitantes, la utopía de una verdadera democracia radical participativa está fuera de discusión. Por cierto, esta utopía puso fin a la globalización tecnológica que reunió a más de siete mil millones de seres humanos en un planeta ya superpoblado.

No hay comparación numérica entre los aproximadamente cuarenta mil ciudadanos atenienses en el momento de la Guerra del Peloponeso y los millones de ciudadanos en los países de hoy. La propia utopía de Tomás Moro escrita en el siglo XVI está plagada, paradójicamente, de líneas prejuiciosas. Por tanto, si la sociedad humana quiere ver nacer otro siglo en relativa armonía, habrá que reinventar la rueda, es decir, hacer de la moribunda democracia representativa una nueva democracia menos desigual.

Brasil, como país periférico desde siempre, está aún más a merced de esta moribunda democracia representativa. El modelo democrático brasileño, más allá de su contradicción intrínseca como forma de gobierno, se deslizó en el absurdo de ese período histórico. En esta perspectiva, se lanzó un golpe parlamentario -disfrazado de reemplazo democrático, ya que autorizado por la ley- contra la gobernabilidad del país, legitimado por fuerzas políticas muy dudosas, involucradas en varios escándalos de corrupción activa y pasiva, y "apoyadas" por diputados, si no para sectores enteros, del Poder Judicial.

El gobierno del PT no fue mejor que los gobiernos anteriores en términos de conspiraciones/colusiones políticas para “viabilizar la agenda de Brasil”. No se trata de absolver a nadie. Pero no creo que los verdaderos culpables paguen nunca, independientemente del partido y la ideología, si es que alguien en este país tiene alguna, aparte de la ideología fetichista del Mercado. La paradoja era sacar del poder a una clase política para poner en su lugar a otra peor. Una clase que, como un ave fénix, resurgió de las cenizas de los sótanos del Congreso Nacional, para provocar un nuevo asalto a las finanzas de un país ya debilitado por tantos escenarios adversos, sean políticos o económicos. El resultado de todo esto parece haber sido, para traducirlo en una palabra, “Bolsonarismo” y todo tipo de barbarie resultante de él.

Nunca está de más recordar que la constitución brasileña promulgada en 1988, apodada la “constitución ciudadana”, es bastante enfática sobre el sistema/régimen de gobierno (en alusión a la República, incluso en contradicción con la utopía platónica). Allí queda muy claro, en el artículo primero, que la República Federativa del Brasil, formada por la unión indisoluble de los Estados y Municipios y del Distrito Federal, constituye un Estado democrático de derecho y se fundamenta en: (i) la soberanía; (ii) ciudadanía; (iii) la dignidad de la persona humana; (iv) los valores sociales del trabajo y la libre empresa; y (v) pluralismo político. En su artículo quinto, va más allá y establece que todos son iguales ante la ley, sin distinción de ningún tipo, garantizando a los brasileños y residentes en el país la inviolabilidad del derecho a la vida, la libertad, la igualdad, la seguridad y la propiedad.

Ahora bien, si el “estado de derecho democrático” del que hablamos es, o debería ser, “el gobierno del pueblo”, y si este régimen político ya no es tomado en serio por varios “jugadores” en los países occidentales más desarrollados (ver Rusia, China, la Inglaterra de Boris Johnson, los EE.UU. de Donald Trump, la Italia actual de Giorgia Meloni, etc.), qué decir de un Estado subdesarrollado, que para atender las necesidades de emergencia de asignación de excedentes de capital y externalización de costos de los sectores productivos se somete su vacilante soberanía a los estados de ánimo del mercado financiero transnacionalizado? El gran problema es que, incluso en estos breves períodos que llamo elecciones directas –y provocativamente no escribo la palabra democracia–, la fuerza no estaba en la política, o sea, casi nunca hubo una población brasileña que practicara la política en su vida cotidiana, dentro de casa, en fábricas u organismos públicos, en las calles en fin.

Si se diera el caso de recordar, podemos señalar episodios aislados, como los “directos ahora” de 1984, las manifestaciones callejeras por la destitución de Collor de Mello a principios de los 1990, las manifestaciones de 2013 por el pase que degeneraron en las aglomeraciones pidiendo el juicio político a Dilma Rousseff y ahora con la polarización del proceso electoral entre Lula y Bolsonaro. Tal vez podamos contar con los dedos algunas manifestaciones más relevantes de la sociedad brasileña en su conjunto que pueden haber ocurrido desde la última dictadura. Tenga en cuenta querido lector que estos eventos no son el verdadero espíritu de la política. El debate crítico sobre los problemas primarios de la población no fue promovido por sí solo, dentro de las diversas ágoras posibles, salvo en una universidad allá, una fábrica aquí, un sótano allá. La llamada democracia siempre nos ha llegado en el sentido que Aristóteles escribió sobre politia[i] en general, una mezcla de oligarquía y democracia.

Los autores Dardot y Laval, en el libro La nueva razón del mundo,[ii] Ya advertimos estos rumbos: el Estado ya no es justo o simplemente el guardián vigilante del liberalismo reformador de principios del siglo XX, sino que el propio Estado, en su acción, se somete a la norma de la competencia. Así, Kurz afirmará, ya en su primer nivel sobre las funciones económicas del Estado moderno, esto es, el proceso de “juridificación”,[iii] que el Estado se convirtió en la máquina legislativa permanente, ya que todas las relaciones se transformaron en relaciones contractuales en forma de mercancías.

Por lo tanto, cuanto mayor sea la cantidad de relaciones mercantiles y monetarias, mayor será el número de leyes o decretos reglamentarios, tendientes a colocar todas las acciones y relaciones sociales en la forma abstracta de Derecho, con el fin de ser codificadas jurídicamente. Por lo tanto, es fácil comprender que Brasil, como otros países, se haya convertido en parte del mercado, es decir, en una “sociedad privada”, en la que él, el Estado, ya no tiene por qué ser una excepción a las reglas del derecho. derecho que él mismo es responsable de hacer cumplir. Se trata ahora de hablar de la racionalidad del neoliberalismo como razón de ser del capitalismo contemporáneo.

Afortunadamente, como dijo Norberto Bobbio,[iv] la historia de los derechos humanos es la historia de muchos tiempos. Todavía estamos a tiempo de transformar al país en una nación más justa e igualitaria, siempre y cuando realmente pensemos en medidas concretas para erradicar tal desigualdad social y, lo más importante, pongamos en práctica estas medidas, sin olvidar considerar en el proceso de análisis de la forma mercancía y del fetiche del capital, porque, sin una adecuada comprensión de la contradicción fundamental del proceso de acumulación –el riesgo sistémico–, estaremos olvidando la advertencia de Benjamin: “hacer más de lo mismo”.[V]

En ese sentido, le deseo a este nuevo gobierno de Lula que realmente cumpla con las promesas que hizo en lo alto de una plataforma en la concurrida avenida de São Paulo, la misma noche en que fue elegido, casi a medianoche, cuando afirmó que la prioridad absoluta de su gobierno será el más necesitado. Actualmente tiene 77 años, terminará su nuevo mandato a los 80 años. Es hora de que Lula, sin duda el líder popular más grande que haya vivido entre nosotros, pase a la historia como una leyenda.

*André Marcio Neves Soares es candidata a doctora en políticas sociales y ciudadanía en la Universidad Católica del Salvador (UCSAL).

Referencias


Aristóteles. La política. Rio de Janeiro. ed. Nueva frontera. 2017.

BOBBIO, Norberto. La era de los derechos. Editorial Campus, 2004.

COMPARATIVO Fabio Konder. La oligarquía brasileña: visión histórica. San Pablo. Editorial Contracorriente. 2017.

DARDOT, Pierre y LAVAL, Christian. La Nueva Razón del Mundo – Ensayo sobre la Sociedad Neoliberal. Boytime, 2016.

DUNN, Juan. la historia de la democracia. Unifesp. 2016.

KURZ, Roberto. las ultimas peleas. Editora Voces, 1997.

LOWY, Michael. Walter Benjamin: advertencia de incendio. Boytime, 2005.

Notas


[i] Aristóteles, Política, Capítulo III.

[ii] Pierre Dardot y Christian Laval. La nueva razón del mundo: ensayo sobre la sociedad neoliberal. Boitempo, 2016.

[iii] Roberto Kurz. Os Últimos Combates, Parte II: La falta de autonomía del Estado y los límites de la política: cuatro tesis sobre la crisis de la regulación política. Editora Voces, 1997.

[iv] Norberto Bobbio. La Era de los Derechos, p.230. Instalaciones. 2004.

[V] Michael Lowy. Walter Benjamin: alerta de incendios. Boitempo, 2005.

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