El bolsonarismo y la estética del suicidio

Imagen: Ekaterina Astakhova
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por SERGIO CHARGEL*

Breve comentario sobre los hechos del 08 de enero

“En sus días de dolor los hombres me causan / Tal dolor que ni siquiera puedo atormentarlos” (Goethe, Fausto).

Todos vimos, durante la pandemia, un aspecto del bolsonarismo que no puede catalogarse como otra cosa que suicida. A los militares por la libertad irrestricta –una distopía sin sustento en la realidad–, la comitiva militó por su derecho a morir. Algo similar ocurrió el 08 de enero, una pulsión nihilista de muerte, la destrucción convertida en estética. Y esto no es casualidad.

En este punto, pocos estaban en desacuerdo con las aproximaciones del bolsonarismo al nazifascismo. Si no a nivel programático, al menos a nivel estético. Entre varios elementos en común, destaca uno: la tanatofilia. Estos son movimientos que tienen, en su esencia, una pulsión de muerte. Y esto se aplica no solo a los enemigos deshumanizados, sino incluso a tu propia secta. La muerte se vuelve tan estetizada como la política misma, deseable, un paso natural hacia la consecución del imaginario clásico del guerrero mítico. Una muerte a favor de lo que se entiende como el bien mayor, que aparece en el lema de escuadristas, No me importa” o, en traducción libre, “No me importa”; o, más aún, en el de los falangistas"¡Viva la muerte!.

En su doctrina, publicada diez años después de la Marcha sobre Roma, Benito Mussolini dice en todas sus palabras que morir por Italia es un mal necesario para llevarla a la grandeza. El belicismo es tan fundamental para el régimen que afirma que la paz “es hostil al fascismo”.

Al igual que el bolsonarismo, el nazifascismo surgió como una religión capaz de movilizar seguidores, movilizados por un resentimiento melancólico, hacia el suicidio colectivo. El líder, como un mesías -coincidencia fortuita y sintomática siendo este el segundo nombre de Jair- actúa contra el vacío y da un sentido, una causa común, una explicación a las frustraciones y resentimientos. Grupos específicos, lo que Hannah Arendt llamó “enemigos objetivos”, son los culpables de las frustraciones de esta masa resentida, que se vuelve progresivamente agresiva y dogmática. No importa el enemigo –pueden ser judíos, comunistas, LGBTQ+–, solo importa que existan, que haya un blanco para movilizar pasiones y odios. Tanto peor si hay una crisis económica y un deseo de volver a un pasado idealizado.

El nazi-fascismo no solo no llega a su fin con Hitler y Mussolini, sino que evoluciona hacia nuevos ropajes y permanece, aunque debilitado, incluso en la era de la democracia liberal de la posguerra. Y surge cuando las condiciones son favorables. Adorno y su grupo de investigación ya lo habían advertido y tratado en el libro personalidad autoritaria, cuando señalaron que “el fascismo no fue un episodio aislado, sino que estuvo presente de forma latente en muestras de la población norteamericana”. Como un animal con correa que reacciona agresivamente cuando se le suelta. O, como dice Rob Riemen, la “bárbaro hijo de la democracia de masas”.

Incluso el más grande de los autoritarios siempre pretenderá ser un demócrata. Cualquier trabajo que trate de personas y se relacione con la democracia, como es bien sabido, debe evitar preguntas directas sobre el apoyo a la democracia. La proporción de antidemócratas declarados es ínfima, si se compara con aquellos con una personalidad autoritaria latente, capaces de adherirse al autoritarismo si las condiciones son favorables.

Tanto como explícitamente autoritarios para nosotros, los bolsonaristas que invadieron Brasilia el pasado 08 de enero se ven como los verdaderos defensores de la democracia. Es paradójico, y ciertamente demagógico, pero Jair Bolsonaro y sus súbditos no se ven a sí mismos como autoritarios per se, sino como paladines encargados de rescatar una democracia tomada por fuerzas autoritarias y degeneradas. Un autoritarismo para acabar con el autoritarismo, por tanto. Violencia real contra violencia ficticia. Para ello, el mesías, que dice ser perseguido, mueve a sus soldados a marchar al son de “¡Viva la muerte!”. Desde los falangistas hasta Benito Mussolini, el bolsonarismo demostró ser heredero directo de una tradición política mesiánica y suicida.

En 1938, los integralistas, viendo el Estado Novo como una traición, organizaron un levantamiento contra Getúlio Vargas. Plínio Salgado afirmó, por el resto de su vida, que él no era el responsable de la manifestación. Acusó al movimiento de haber sido contaminado e infiltrado por partes de la izquierda. Permaneció sumiso al Estado Novo, incluso después de su arresto y autoexilio. Asimismo, los Bolsonaro niegan cualquier participación y llegan a señalar, sin pruebas, una supuesta infiltración de la izquierda. Mientras los vaqueros se dirigen al matadero, el pastor permanece a salvo en su torre, declinando cualquier responsabilidad por sus ovejas, incluso después de liberarlas y alimentarlas.

*Sergio Scargel es candidato a doctor en ciencias políticas en la Universidad Federal Fluminense (UFF). autor de Fascismo eterno, en la ficción y en la realidad (bestiario).

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