por RICARDO ABRAMOVAY*
Satisfacer las necesidades dietéticas únicamente mediante técnicas rigurosamente estandarizadas va a contrapelo de las demandas socioambientales y culturales más importantes del siglo XXI.
“El reduccionismo fue la fuerza impulsora detrás de la mayor parte de la investigación científica del siglo XX. Para entender la naturaleza, reza el argumento reduccionista, primero debemos descifrar sus componentes. La suposición es que una vez que se comprendan las partes, será fácil aprehender el todo. Ahora estamos cerca de saber casi todo sobre las partes. Pero estamos más lejos que nunca de comprender la naturaleza como un todo”.
Hace exactamente veinte años que Albert-László Barabási, uno de los físicos más importantes de la actualidad, publicó Vinculado, un libro con la ambición de mostrar el papel decisivo de las redes, las conexiones (más que los componentes de estas conexiones) en el surgimiento de fenómenos naturales, sociales y empresariales. Su punto de partida sólo podía ser, como muestra la cita anterior, la crítica al método que hasta entonces imperaba en el pensamiento científico y que no dudó en denominar “reduccionismo”.
El carácter fragmentario del conocimiento que dominó la educación científica hasta casi finales del siglo XX no es un tema importante solo para la filosofía de la ciencia. Esta fragmentación se expresa también en las consecuencias prácticas de la actividad científica.
La investigación agronómica, especialmente desde la revolución verde de la década de 1960, es quizás el ejemplo más emblemático del método reduccionista que denuncia Barabási. Es cierto que la creación de variedades de semillas de trigo y arroz, cuyo potencial se reveló con el uso a gran escala de fertilizantes nitrogenados (y pesticidas), contribuyó decisivamente a ampliar las cosechas y, por tanto, a reducir el hambre en todo el mundo desde principios de los años setenta.
Pero el propio Norman Borlaug, protagonista de la revolución verde y ganador del Premio Nobel de la Paz en 1970, reconoció los límites de su creación. Por un lado, era consciente de que la capacidad de aumentar la producción derivada de las tecnologías que impulsaba era limitada. La revolución verde correspondió a “ganar tiempo” (25 o 30 años, a partir de 1970), hasta que la población mundial dejó de crecer. El aumento de la productividad era la premisa básica para que los ambientes naturales se libraran de las actividades productivas y, por tanto, se conservaran. Nada más alejado del espíritu del fundador de la revolución verde que, por ejemplo, talar bosques para plantar soja.
También en discurso pronunciado treinta años después de su premio (es decir, en el año 2000), Borlaug hizo una observación decisiva. Si la producción mundial de alimentos se distribuyera de manera uniforme, alimentaría a mil millones de personas más que la población existente en ese momento. Combatir el hambre, a su juicio, requería entonces, sobre todo, combatir la pobreza.
Pero Borlaug también era consciente de que el patrón dietético predominante en los países más ricos del mundo no podía extenderse al conjunto de la sociedad global, por grandes que fueran los avances tecnológicos que concibiera. Si la gente de los países en desarrollo comiera la misma cantidad de carne que la gente de los países ricos, la producción de alimentos sería suficiente para alimentar no a mil millones de personas más que la población que existía en el año 2000, sino solo a la mitad de la humanidad en ese momento.
Ahora bien, es en torno a la producción de carne que la agricultura global se organiza hoy y, con la excepción del sur de Asia y el África subsahariana, el consumo global promedio de carne es mucho más alto que la necesidad de ingesta de proteínas. Es la carne que utilizan la mayoría de las áreas de producción, no sólo para los pastos, sino sobre todo para los granos (donde la soya juega un papel central) destinados a la alimentación animal. Y estos granos provienen de ambientes altamente artificializados, resultado del dominio de técnicas estandarizadas, homogéneas y cuya susceptibilidad a eventos climáticos extremos es cada vez más evidente.
La vulnerabilidad de patrones productivos simplificados, homogéneos y concentrados territorialmente, y el reconocimiento de que hoy, la agricultura es el principal vector de erosión de la biodiversidad, hacen el libro recientemente publicado por Don Saladino, Comer hasta la extinción, lectura imprescindible. Periodista de la BBC y estudioso de la relación entre agricultura, alimentación y salud, Saladino no se limita a denunciar el “reduccionismo” al que se ha convertido el sistema agroalimentario mundial.
Por un lado, muestra que este reduccionismo es altamente rentable: cuatro corporaciones controlan la mayoría de las semillas que se usan en el mundo hoy. La mitad del queso es producido por bacterias o enzimas de una sola empresa. Cerveza, cerdos, plátanos, vinos o aves: se mire por donde se mire, la reducción de la diversidad de lo que se cultiva y el dominio corporativo sobre esta monotonía marcan la pauta del crecimiento agroalimentario actual.
Comiendo a la extinción es un trabajo gigantesco de reportajes en busca de iniciativas de individuos y grupos destinados a salvar y dar nueva vida a los alimentos raros. Alimentos de vida silvestre, cereales, verduras, carnes, pescados, frutas, quesos, bebidas alcohólicas, estimulantes y dulces, Saladino visitó treinta y cuatro iniciativas en las que personas y colectivos, a menudo en contra de los poderes dominantes e incluso en situaciones de guerra, se dedican a la vida para recuperarse. alimentos, tradiciones, habilidades culinarias y lo que estrictamente puede llamarse la cultura material que el avance de la Revolución Verde ha ido destruyendo sistemáticamente.
Satisfacer las necesidades dietéticas únicamente mediante técnicas rigurosamente estandarizadas va a contrapelo de las demandas socioambientales y culturales más importantes del siglo XXI. Mucho más que simplemente incrementar las cosechas, valorar la diversidad y el inmenso aporte de las culturas negra e indígena, las variadas tradiciones culinarias, el placer, los rituales y el respeto ligado a la comida es una misión fundamental para cuando el poder de quienes no pueden desligarse de la comida envenene y viva en la nefasta ilusión de que un vasto campo de soja es lo mejor que Brasil puede ofrecer al mundo.
*Ricardo Abramovay es profesor titular del Instituto de Energía y Medio Ambiente de la USP. Autor, entre otros libros, de Amazonía: hacia una economía basada en el conocimiento de la naturaleza (Elefante/Tercera Vía).
Publicado originalmente en el portal UOL .