Para reprimir y matar indios, el Ejército boliviano prescindió de los decretos, bastaba obedecer lo que mandaba el odio racial y de clase. En cinco días ya suman más de 18 muertos y 120 heridos de bala; todos indígenas
Por Álvaro García Linera*
Como una espesa niebla nocturna, el odio recorre ferozmente los barrios de las clases medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos rebosan de ira. No gritan, escupen; no reclaman, imponen. Sus canciones no son de esperanza ni de hermandad, son de desprecio y discriminación contra los indígenas. Se montan en sus motos, se suben a sus camionetas, se unen a sus cofradías carnavalescas y universidades privadas y van a la caza de indios sublevados que se han atrevido a arrebatarles el poder.
En el caso de Santa Cruz, organizan hordas motorizadas 4×4 con garrotes en mano para aterrorizar a los indios, a quienes llaman colas y que viven en la periferia y en los mercados. Cantar estribillos sobre la necesidad de matar colas, y si alguna mujer de pollera La golpean, la amenazan y la expulsan de su territorio. En Cochabamba organizan caravanas para imponer la supremacía racial en la zona sur, donde viven las clases necesitadas, y arremeten, como si fuera un destacamento de caballería, contra miles de campesinas indefensas que marchan pidiendo la paz. Llevan bates de béisbol, cadenas, granadas de gas, algunos muestran armas de fuego. La mujer es su víctima favorita, agarran a la alcaldesa de un pueblo campesino, la humillan, la arrastran por la calle, la golpean, la orinan cuando cae al suelo, le cortan el pelo, la amenazan con lincharla y, cuando se dan cuenta de que están filmados, deciden arrojarle pintura roja, simbolizando lo que harán con su sangre.
En La Paz, desconfían de sus criadas y no hablan cuando traen comida a la mesa. En el fondo, les temen, pero también les desprecian. Luego salen a las calles gritando, insultando a Evo y en él a todos estos indios que se atrevieron a construir una democracia intercultural con igualdad. Cuando hay muchos arrastra el Wiphala, la bandera indígena, la escupen, la pisan, la cortan, la queman. Es una rabia visceral la que se desata sobre este símbolo de los indios, símbolo que quisieron extinguir de la faz de la tierra junto con todos los que en él se reconocen.
El odio racial es el lenguaje político de esta clase media tradicional. De nada sirven vuestros títulos académicos, viajes y fe; porque al final todo se disuelve frente a los ancestros. En el fondo, la ascendencia imaginada es más fuerte y parece pegada al lenguaje espontáneo de la piel que odia, a los gestos viscerales ya su moral corrompida.
Todo estalló el domingo 20 de octubre, cuando Evo Morales ganó las elecciones con más de 10 puntos de diferencia sobre el segundo, pero sin la inmensa ventaja de antes, ni con el 51% de los votos. Era la señal que esperaban las ocultas fuerzas regresivas, del temible candidato opositor liberal, las fuerzas políticas ultraconservadoras, la OEA y la inefable clase media tradicional.
Evo había vuelto a ganar, pero ya no tenía el 60% del electorado, entonces estaba más débil y tuvieron que ir tras él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA habló de elecciones limpias, pero de exigua victoria, y pidió una segunda vuelta, desaconsejando la constitución que establece que, si un candidato tiene más del 40% de los votos y más de 10 puntos de diferencia sobre el segundo, es el candidato electo.
Y la clase media salió a cazar a los indios. En la noche del lunes 21 de octubre fueron quemados cinco de los nueve cuerpos electorales, incluidas las papeletas de votación. La ciudad de Santa Cruz decretó un desfile cívico, que reunió a los habitantes de las zonas centrales de la ciudad, ramificándose a las zonas residenciales de La Paz y Cochabamba. Y así se desató el terror.
Grupos paramilitares comenzaron a hostigar instituciones, quemar sedes sindicales, incendiar viviendas de candidatos y dirigentes políticos del oficialismo. Al final, incluso el propio domicilio privado del presidente sería saqueado. En otros lugares, las familias, incluidos los niños, fueron secuestradas y amenazadas con ser azotadas y quemadas si su padre ministro o líder sindical no renunciaba. Se desató una extensa noche de cuchillos largos y el fascismo hizo cosquillas en los oídos.
Cuando las fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil comenzaron a recuperar el control territorial de las ciudades con la presencia de obreros, mineros, campesinos, indígenas y pobladores urbanos y la balanza de la correlación de fuerzas se inclinaba hacia las fuerzas populares, llegó la motín policial.
Los policías habían mostrado durante semanas indolencia e ineptitud para proteger a la gente humilde cuando era atacada y perseguida por turbas fascistas. Sin embargo, a partir del 25 de octubre, sin saberlo el mando civil, muchos de ellos mostrarían una extraordinaria capacidad para atacar, detener, torturar y matar a los manifestantes populares. Eso sí, antes tenía que contener a los hijos de la clase media, y supuestamente ellos no tenían la capacidad, ahora que se trataba de reprimir a los indios rebeldes, la implantación, la soberbia y la rabia represiva eran monumentales.
Lo mismo sucedió con las Fuerzas Armadas. Durante toda nuestra gestión en el gobierno nunca les permitimos salir a reprimir manifestaciones civiles, ni siquiera durante el primer golpe de Estado cívico en 2008. Ahora, en medio de la convulsión y sin que nadie les preguntara nada, dijeron que no no tenían elementos antidisturbios, que solo tenían 8 balas por miembro y que para estar presentes en la calle de manera disuasoria se requería un decreto presidencial.
Sin embargo, no dudaron en pedir la renuncia del presidente Evo, rompiendo el orden constitucional. Hicieron todo lo posible para tratar de secuestrarlo mientras manejaba y estaba en el lámina [provincia del departamento de Cochabamba]; y, consumado el golpe, salieron a las calles disparando miles de balas, militarizando las ciudades, asesinando campesinos. Todo sin decreto presidencial. Por supuesto, para proteger al indio se requería un decreto. Para reprimir y matar indios, sólo era necesario obedecer lo que mandaba el odio racial y de clase. En cinco días ya suman más de 18 muertos y 120 heridos de bala; por supuesto, todos indígenas.
La pregunta que todos debemos responder es ¿cómo pudo esta clase media tradicional infundir tanto odio y resentimiento en la gente, llevándolos a abrazar un fascismo racializado, centrado en el indio como enemigo? ¿Cómo lograste irradiar tus frustraciones de clase en la policía y en las Fuerzas Armadas y ser la base social de esta fascistización, de esta regresión estatal y degeneración moral?
Era el rechazo a la igualdad, es decir, el rechazo a los cimientos mismos de una democracia sustancial. En los 14 años de gobierno, los movimientos sociales tuvieron como principal característica el proceso de nivelación social, reducción abrupta de la pobreza extrema (del 38 al 15%), ampliación de derechos para todos (acceso universal a la salud, educación y protección social) , indianización del Estado (más del 50% de los empleados de la administración pública tienen identidad indígena, nueva narrativa nacional en torno al tronco indígena), reducción de las desigualdades económicas (caída del 130 al 45% en la diferencia de ingresos entre los más ricos y más pobres), es decir, la democratización sistemática de la riqueza, el acceso a los bienes públicos, las oportunidades y el poder estatal.
La economía creció de 9 mil millones de dólares a 42 mil millones de dólares, se expandió el mercado interno y el ahorro, lo que hizo posible que muchas personas tuvieran vivienda propia y mejoraran su actividad laboral. Esto permitió que el porcentaje de personas en la llamada clase media, medida en términos de ingresos, pasara de 35% a 60% en una década, la mayoría proveniente de sectores populares e indígenas.
Es un proceso de democratización de los bienes sociales a través de la construcción de la igualdad material, pero que inevitablemente condujo a una rápida devaluación del capital económico, educativo y político en manos de las clases medias tradicionales. Si antes un apellido notable, o el monopolio del conocimiento legítimo, o el conjunto de lazos de parentesco propios de las clases medias tradicionales les permitía acceder a puestos de la administración pública, obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy el número de personas que compiten por la misma posición u oportunidad no sólo se duplicó, reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a estos bienes; además, los advenedizos, la nueva clase media de origen indígena popular, cuenta con un conjunto de nuevos capitales (lengua indígena, lazos gremiales) de mayor valor y reconocimiento estatal para luchar por los bienes públicos disponibles.
Es, por tanto, el derrumbe de lo que era característico de la sociedad colonial: la “etnicidad” como capital, es decir, el fundamento imaginado de la superioridad histórica de la clase media sobre las clases subalternas, porque aquí en Bolivia la clase social es sólo comprensible y se hace visible en forma de jerarquías raciales. Que los hijos de esta clase media fueran las tropas de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito violento de una nueva generación que ve como la herencia del apellido y la piel se desvanece ante la fuerza de la democratización de los bienes.
Aunque ondean banderas de la democracia entendida como voto, en realidad se rebelaron contra la democracia entendida como igualdad y distribución de la riqueza. Por eso, el exceso de odio, el uso desmedido de la violencia, porque la supremacía racial es algo irracional; se vive como impulso primario del cuerpo, como tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no sea sólo la expresión de una revolución fallida, sino, paradójicamente, también en las sociedades poscoloniales, el éxito de una democratización material lograda.
Por eso, no es de extrañar que, mientras los indígenas recogen los cuerpos de una veintena de personas muertas a tiros, sus asesinos materiales y morales narren que lo hicieron para salvaguardar la democracia. Pero, en realidad, saben que lo que hicieron fue para proteger el privilegio de casta y apellido.
Sin embargo, el odio racial solo destruye. No es un horizonte, no es más que una primitiva venganza de una clase histórica y moralmente decadente que demuestra que, detrás de cada mediocre liberal, se esconde un experimentado golpista.
*Álvaro García Linera es vicepresidente de Bolivia en el exilio.
Traducción: Fernando Lima das Neves