por OSVALDO RODRÍGUEZ*
Los gritos de los libertarios responden a las exigencias instintivas más primitivas de una infancia perdida para siempre
Desde que el hombre se alejó del estado de naturaleza, la libertad ha sido un valor situado en el centro de las relaciones humanas, que siempre parece conquistado o en peligro de perderse. Cientos de civilizaciones no han podido resolver definitivamente una medida de libertad que convenga a todos, y la emancipación, tanto personal como colectiva, siempre está por llegar.
La situación histórica por la que atravesamos, una pandemia de por medio, pone de relieve una vieja tensión entre las libertades individuales y el cuidado colectivo, el nombre actual de la justicia social. Los ciudadanos que quieren viajar al extranjero que son “víctimas” de la política de cierre de aeropuertos, los “anticuarentena”, los “antimascarilla”, los que claman contra la usurpación autoritaria del impedimento a la libre circulación, todos estos son fieles representantes de quienes aspiran al ejercicio ilimitado de la libertad individual. Cualquier obstáculo contra ella debe ser eliminado de la escena. Está claro que no están dispuestos a renunciar a nada por el bien común.
Dos datos interesantes a señalar son que, en términos generales, este grupo de personas libertarias: (a) pertenecen a grupos económicamente privilegiados dentro de la sociedad; (b) se sienten representados por opciones políticas que interpretan cualquier intento de distribución de bienes, riquezas y derechos como una política populista, demagógica, castrochavista y, por qué no, comunista, considerando cualquiera de estas expresiones como despreciables adjetivos calificativos.
Es necesario recordar que la Primera Dama de Chile, quien al ver cómo las demandas populares no cesaban ni ante las balas de los carabinieri ante los manifestantes, dijo: “Parecen extraterrestres, tendremos que ceder algo de nuestros privilegios para que se calmen”.
El privilegiado es aquel que se presenta como una excepción respecto de lo colectivo, alguien que no se siente dentro de las reglas del contractualismo. Si Rousseau, Hobbes, Locke, los padres del contractualismo, establecieron que el principio fundamental de la vida comunitaria es que cada individuo renuncie a una parte de su libertad para recuperarla en los beneficios de una vida gregaria, estos sujetos se sienten excluidos de tener que hacer tal cosa. una renuncia.
La cuestión fundamental es si existe algún tipo de motivación, más allá de los motivos morales, para comprender los fundamentos de este comportamiento que afrenta a la sociedad, y que -si empujamos un poco los argumentos- tiene incluso un efecto de disolución de la sociabilidad, porque la mayoría el individualismo extremo es incompatible con la vida comunitaria.
Dado mi oficio, y mi costumbre cuando las dudas me inundan, acudí al viejo zorro de Viena en busca de ayuda, buscando un poco de orientación.
Sigmund Freud, en la línea de los filósofos contractualistas antes mencionados, también piensa que la civilización es el resultado de una renuncia, pero el fundamento freudiano no es sociológico, sino instintivo. Se trata de renunciar a la satisfacción inmediata de ciertas exigencias instintivas. Esta renuncia, a su vez, es fuente de una cantidad de insatisfacción que produce malestar. El principio rector del funcionamiento de la pulsión, el principio del placer, debe suspenderse para encontrar alguna satisfacción sustituta en los intersticios de la realidad.
En palabras de Freud: "Esta sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo. Su esencia consiste en que los miembros de la comunidad están limitados en sus posibilidades de satisfacción, y el individuo no conoció tal limitación”[i]
La constitución de la civilización tiene la misma lógica que la del sujeto que desea. Un bebé humano mítico sufre una tensión insoportable provocada por la necesidad de comer, y toda su psiquis está orientada a repetir la experiencia que una vez le produjo satisfacción. Lo que provoca la inversión alucinatoria inmediata de esta experiencia. Será el duro encuentro con la realidad mediado por la ayuda del otro que os enseñará a esperar ya dar los rodeos necesarios por el mundo. Solo así aprenderás a distinguir entre alucinación y realidad.
Sin embargo, el falso anhelo de un mundo perdido quedará para siempre inscrito en el sujeto, en el que sólo se trataba de desear, sin mediación alguna, que surgiese la satisfacción. En este mito constitutivo del deseo humano se ancla la idea de la libertad irrestricta, que en definitiva no es más que un deseo pueril, una regresión a un estadio irreal.
Freud, en su monumental texto Descontentos de la civilización, se refiere a este tema de la siguiente manera: “La libertad individual no es un patrimonio de la cultura. Fue máximo ante toda cultura; es cierto que en ese momento carecía de valor la mayor parte del tiempo, ya que el individuo difícilmente podía conservarlo. Como resultado del desarrollo cultural, el individuo experimenta limitaciones y la justicia exige que nadie escape de ellas. Lo que aparece dentro de una comunidad como un espíritu libertario puede ser una rebelión contra la injusticia reinante, en cuyo caso favorecerá un mayor desarrollo de la cultura, y será algo conciliable con ella. Pero también puede provenir del resto de la personalidad original, un resto no controlado por la cultura, y convertirse así en la base de la hostilidad hacia esta última”.[ii]
Lo siento lector por la cita larga, pero no tuve el corazón para cortarla, ya que creo que es extremadamente esclarecedor.
Los gritos de los libertarios, tan asociados por los grandes medios de comunicación a supuestas nuevas formas de progreso, no son más que vino nuevo en odre viejo, y responden a las exigencias instintivas más primitivas de una infancia perdida para siempre.
En definitiva, sólo puedo terminar estas líneas de reflexión concluyendo que nadie puede ser libre en la soledad y que hay progresos que demoran.
*Osvaldo Rodríguez Profesor de Psicoanálisis en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.
Traducción: María Cecilia Ipar.
Publicado originalmente en el diario Pagina 12.
Notas
[i] Freud S.: Malestar en la cultura, 1930.
[ii] Freud S.: El malestar en la cultura, 1930.