por IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA*
El mundo en el que tuvimos que vivir.
1.
La tradición de izquierda siempre se ha caracterizado por un cuestionamiento interno de sus estrategias y objetivos intermedios (los ideales últimos son sagrados e inalienables). Sus controversias han sido motivo de enfrentamientos y divisiones a lo largo de la historia (reforma o revolución, internacionalismo o socialismo en un solo país, frente popular o escisión entre socialistas y comunistas, URSS o China o China o Albania, renta básica o garantías laborales, socioliberalismo o estatismo, izquierdismo o populismo, política institucional o protesta callejera, etc., etc., etc.).
Las luchas internas aumentan cuando las cosas no van bien, como ahora. No me refiero sólo a los resultados electorales (que, en cualquier caso, no son buenos: en Europa la socialdemocracia obtiene la mitad de votos que hace unas décadas y la izquierda alternativa no es capaz de llenar el hueco), sino, sobre todo, , a la desorientación estratégica. Proliferan las explicaciones y propuestas de todo tipo sobre los problemas que aquejan a los partidos de izquierda.
Hay un conjunto dentro de estas explicaciones que tienen un aire familiar, aunque son bastante diferentes entre sí. Enumero algunos de ellos. Para algunos, la izquierda no supo combatir el neoliberalismo y se dejó absorber por las élites globalizadoras y financieras. Para otros, la izquierda se equivocó en su política de alianzas con minorías nacionales, étnicas o culturales, lo que la llevó a abandonar su universalismo. También hay quienes piensan que el problema está en el abandono de la clase obrera: la izquierda se ha vuelto elitista, ya no entiende ni razona como los trabajadores. Y finalmente están los que creen que el problema de fondo proviene del posmodernismo y de los estudios culturales estadounidenses: el relativismo (cuya semilla fue sembrada en mayo del 68) ha hundido a la izquierda.
En todos estos diagnósticos hay, más o menos explícitamente, una apelación a una pureza que en algún momento se perdió. De hecho, es posible encontrar un denominador común en todos estos diagnósticos: es la tesis de que, para ganar, la izquierda tiene que ser internacionalista, racionalista y obrera (los ingredientes se pueden mezclar en dosis muy variables), y, por supuesto, materialista, es decir, hay que olvidarse de las disputas ideológicas e identitarias, que se han vuelto casi teológicas, y hablar de salarios, explotación y distribución de la riqueza. Si la izquierda recupera estas raíces profundas, que se remontan a la Ilustración, podrá reconectarse con la sociedad, es decir, con la clase obrera, que hoy titubea y es tentada por el neofascismo, las fuerzas xenófobas y los partidos conservadores.
La tesis plantea que es necesario retroceder en el tiempo, hacer borrón y cuenta nueva de los cambios que se produjeron a finales de los sesenta y resucitar la defensa de los intereses de los trabajadores, hablando un lenguaje que conecte con las preocupaciones de la gente. En la práctica, esta tesis puede incluso conducir a posiciones que sus críticos denominan “rojizas” [“rojipardas”]: al asumir la cultura obrera se pueden entender o excusar los brotes xenófobos (el llamado “chauvinismo asistencialista”) o la intolerancia a lo diferente. Naturalmente, aquellos que están etiquetados como "marrones rojizos" ["rojipardos”] acusan a sus rivales de ser elitistas, neoliberales y posmodernos, de vivir en una burbuja y de pontificar desde una superioridad moral.
2.
No daré razones a favor o en contra de estas posiciones. En cambio, quisiera mostrar, sin recurrir a supuestos ideológicos de ningún tipo, que estas polémicas no se corresponden suficientemente con la realidad social, moviéndose en un plano excesivamente ideológico. Para desbloquear el juego de oposiciones al que me refería, vale la pena revisar lo que sabemos sobre los cambios sociales que se han producido en las últimas décadas. Desde un punto de vista más sociológico, es posible descubrir las limitaciones de estas guerras culturales dentro de la izquierda.
Llama la atención que en los conflictos ideológicos a los que me refería se preste tan poca atención a los cambios culturales y axiológicos que se han producido en los países avanzados desde finales de los años sesenta. El pionero en el estudio del cambio cultural, Ronald Inglehart, recientemente fallecido, ya mostraba en su primer libro, La revolución silenciosa (1977), que había una creciente brecha generacional entre quienes sufrieron las duras condiciones de la posguerra y la nueva generación que tuvo la oportunidad de disfrutar del bienestar que trajeron los “treinta gloriosos”. Mientras que la generación anterior estaba preocupada por cuestiones materiales (un salario digno, vivienda, bienes de consumo básicos), la siguiente generación, habiendo satisfecho estas necesidades básicas, comenzó a preocuparse por otras cuestiones (rechazo a la guerra, crítica a la sociedad de consumo, búsqueda de de realización personal, liberación de la mujer, libertad sexual, medio ambiente) lo que Inglehart llamó genéricamente "valores posmaterialistas" y, más tarde, "valores autoexpresivos". Los posmaterialistas conceden gran importancia a las libertades individuales, a las opciones de estilo de vida, en definitiva, a las identidades. En cierto modo, las grandes movilizaciones de jóvenes de finales de los sesenta y principios de los setenta fueron una afirmación de valores posmaterialistas que no tuvieron una traducción política (no encontraron la playa debajo de la vereda) pero ampliaron considerablemente los márgenes. de la libertad personal en relación con las sociedades industriales.
Este cambio generacional ha continuado desde entonces y ha producido una creciente tensión entre los grupos con valores materialistas y posmaterialistas. Las consecuencias son evidentes. Temas como los derechos civiles, la ecología y el feminismo, que no se jugaron tanto en el pasado, se han vuelto cada vez más importantes para la izquierda. Sin embargo, no todos comparten estas prioridades, lo que genera tensiones a veces irresolubles. Una forma de entender esta transformación de la política es considerar que, además de la línea clásica de ruptura en materia económica entre posiciones más intervencionistas y redistributivas y posiciones más liberales y menos estatistas, se impuso una segunda línea que tiene que ver con la oposición. entre cosmopolitismo y nacionalismo, entre VAL (verde-alternativo-liberal) y TAN (tradicional-autoritario-nacional), o entre ganadores y perdedores de la globalización.
Un ejemplo servirá para ilustrar la tesis general. En el referéndum de Brexit, el Partido Laborista se partió en dos. Por un lado, la clase obrera tradicional, envejecida, que añora los tiempos de la sociedad industrial, imbuida de un fuerte nacionalismo inglés, temerosa de la globalización y el supranacionalismo, y muy preocupada por la inmigración, que percibe no sólo como un factor económico sino también económico. también una amenaza cultural, capaz de disolver los valores tradicionales de la sociedad; y, por otro lado, profesionales, estudiantes, jóvenes formados e integrados en la economía global, ecologistas, pro-diversidad, preocupados por las minorías étnicas y, por supuesto, a favor de la Unión Europea. La principal dificultad para el Partido Laborista es forjar una coalición que incluya tanto a votantes materialistas progresistas (y anti-UE) como post-materialistas (y pro-UE). Lo intentaron con varios líderes tras el final de la era Blair (Ed Miliband, Jeremy Corbyn y ahora Keir Starmer), con perfiles muy diferentes, pero ninguno funcionó como se esperaba.
Los cambios culturales tuvieron, a primera vista, consecuencias desconcertantes. Por ejemplo, el efecto de la educación sobre las posiciones ideológicas se invirtió en relación a lo ocurrido en las primeras décadas de la posguerra. Así, en el pasado, un alto nivel educativo era un signo bastante claro de liberalismo o conservadurismo, mientras que las personas menos educadas optaban por la izquierda. No solo hace tiempo que no es así, sino que la relación se ha invertido y, de hecho, los votantes más educados (y en algunos casos con mayores ingresos) optan por los partidos verdes o de nueva izquierda. En España, sin ir más lejos, el votante más culto está en Podemos.
En los países europeos, el grupo más sólido de la izquierda está formado por “profesionales socioculturales” (personas que trabajan en los sectores de la cultura, el periodismo, la educación, la sanidad o la asistencia social). Por otro lado, la clase obrera, que en la edad de oro apoyó casi monolíticamente a los partidos socialdemócratas o comunistas, ahora tiene grietas importantes. Importantes segmentos de esta clase han abandonado sus lealtades tradicionales y votan por partidos xenófobos de derecha radical. Se han ofrecido varias explicaciones a este comportamiento, muchas de las cuales tienen que ver precisamente con esa segunda dimensión o eje de conflicto al que me refería antes entre cosmopolitismo y nacionalismo: la defensa de la identidad nacional frente al cosmopolitismo globalista explicaría la transición de parte de la clase obrera por la extrema derecha.
Las mayores tensiones se encuentran en países con un sistema bipartidista. Con un solo partido progresista, la heterogeneidad es enorme y la coalición entre diferentes grupos parece precaria. El Partido Demócrata en los Estados Unidos es una extraña amalgama de profesionales educados de ambas costas, minorías étnicas y una muestra representativa de la clase trabajadora tradicional. Nadie sabe cuánto tiempo podrá mantenerse unida esta coalición. En países con sistema multipartidista es posible una mayor especialización en nichos electorales. En los últimos años, los partidos verdes han crecido considerablemente y reúnen a jóvenes más educados y con valores más enfáticamente posmaterialistas, a diferencia de los partidos socialdemócratas tradicionales que mantienen una cultura más materialista.
Con ciertas variaciones, algunas de estas tendencias son visibles en España. Hace un momento me refería de pasada al caso de Podemos, con una base fuertemente “postmaterialista”. El PSOE sigue apelando a las clases trabajadoras menos cualificadas. Vox carece de un amplio apoyo de la clase trabajadora; sin embargo, pesa algo más en la votación global del partido que en el caso del PP, lo que debería ser motivo de preocupación. Esta votación es resultado tanto del nacionalismo español que aboga Vox frente a la independencia catalana (que incluye todo, desde las corridas de toros hasta la chuleta) como de las actitudes antiinmigrantes.
3.
La fragmentación de la izquierda es consecuencia de transformaciones sociales y culturales muy profundas. No se resolverá con diagnósticos simplistas, ni hay curas milagrosas esperando a la vuelta de la esquina. A partir de ahora, las apelaciones al pasado son una causa perdida. La gloriosa clase obrera no regresará, incluso si se rompen los lazos con las minorías étnicas y culturales. Y el conflicto cultural entre generaciones y sectores productivos no se evaporará por decreto. El problema no está en la diversidad, ni en los nacionalismos, ni en la posmodernidad. Hoy en día es extremadamente difícil encontrar el pegamento que mantenga unidas a las viejas clases trabajadoras, la hábil juventud posmaterialista, los profesionales cosmopolitas y las minorías desfavorecidas. La izquierda significa cosas muy diferentes en sus diferentes grupos de apoyo. De ahí la virulencia con que se desarrollan las guerras culturales al interior de la izquierda; pero también su futilidad.
*Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de ciencias políticas en la Universidad Carlos III de Madrid. Autor, entre otros libros de Impotencia democrática (Catarata).
Traducción: Fernando Lima das Neves.
Publicado originalmente en la revista Contexto y acción (CTXT).