por LUIZ COSTA LIMA*
El mercado, por sí solo, no tiene interés ni instrumentos para tener en cuenta la condensación simbólica del objeto de arte.
La conquista de la autonomía del arte es históricamente indiscutible. Desde un punto de vista histórico-social, autónomo es el arte que es independiente de cualquier institución. Este proceso, que se inició en el Renacimiento italiano, no hubiera sido posible sin el surgimiento de una clientela que, poco a poco, reemplazó el arte que hasta entonces había sido encargado por dignatarios y mecenas eclesiásticos. La autonomía del arte presupone, por tanto, su progresiva separación de la aristocracia, la aparición de un medio burgués y la formación del mercado.
Esta transformación social corresponde al abandono de los modelos previamente legitimados y trazados del mundo de las cosas, es decir, la renuncia al modelo de “imitación”. El artista autónomo pasa a ser aquel que prescinde de un gremio o, necesariamente, de un mecenas concreto y que ahora puede fusionar sus propios rasgos personales a la representación de la figura más grande del universo cristiano, la figura de Cristo, como es el caso, sobre todo, en el autorretrato de Durero de 1500.
El abandono de la función institucionalizada del arte presupone la extraordinaria expansión de su universo expresivo. El mundo ya no se limita a una visión sagrada, y los retratos ya no son héroes glorificantes (príncipes, santos, generales) para expresar personajes modestos o incluso situaciones domésticas, como en el realismo de la pintura holandesa. En desacato a la norma de "imitación” comenzó, progresivamente, a corresponder a la posibilidad de una expresión no figurativa, no referencial. Cabe señalar de paso: si bien la expansión del arte abstracto recién se generalizó en el siglo XX, ya se planteó en el siglo XVIII en Alemania.
Por ejemplo, en la novela Las peregrinaciones de Franz Sternbald (1798), de Ludwig Tieck, cuyo protagonista es un pintor, son frecuentes los pasajes que asocian el elogio de la autonomía del sujeto con la autonomía de la obra pictórica. Esto trae consigo la posibilidad de pensar en una pintura que sólo se figuraría a sí misma: “El arte supremo sólo puede explicarse a sí mismo; es un canto, cuyo contenido es capaz de ser sólo en sí mismo”.
Asimismo, en el conjunto de fragmentos que Friedrich Schlegel dejó inéditos, escritos hacia 1800, resultan decisivos los numerados 27 y 860: “El retrato es exactamente tan idólatra respecto de la individualidad del hombre como el paisaje respecto de la naturaleza. ”. “Pura pintura si no como arabesco. Uno debería poder pintar jeroglíficamente, sin mitología. Una pintura filosófica.”
Estos son los puntos indispensables: (1) la desaparición del arte de servicio no tendría la extensión histórica conocida sin la expansión paralela del mercado. De ahí la pregunta: si es indiscutible que el mercado favoreció la autonomía del arte, ¿qué se diría hoy sobre la relación entre ambos?; (2) al abandono del principio de "imitación”, afirmaba con todas las letras en la tercera crítica kantiana [Revisión de la Facultad de Juicio, ed. Forense Universitario], corresponde a la toma de conciencia del significado del vector “referencialidad”. Ambos están relacionados con la legitimación del sujeto psicológicamente definido. Los trata de manera muy concisa.
No creo que nadie considere seriamente que la presencia del mercado favorece la circulación efectiva del arte. La circulación efectiva de la obra de arte significa el contacto del receptor con el carácter simbólico de la obra. Ahora, por sus propias reglas, el mercado transforma todo lo que toca en “valor de cambio”. Siendo el “valor de cambio” una determinación exclusivamente económica, el mercado, por sí mismo, no tiene interés ni tendría instrumentos para tomar en cuenta la condensación simbólica del objeto de arte.
Para explicar rápidamente qué se entiende por condensación simbólica, utilizo el ensayo de Georg Simmel (1916) sobre Rembrandt. La creación artística es similar a un “germen de alma” que presenta “una secuencia de desarrollos totalmente alotrópica (…)”.
Partir de un “germen anímico” significa que la obra surge por “contaminación” de los accidentes de la vida que resultan llamativos para el artista o autor. Tales accidentes, sin embargo, todavía no son suficientes para que se produzca la configuración. Y eso es porque el "germen del alma" es solo un mero disparador. Lo cual no sería el caso si la obra de arte fuera el discurso adecuado para la confesión, para la catarsis redentora. Este anticonfesionalismo está presente en la obra porque presenta una “secuencia de desarrollos totalmente alotrópica”.
El término decisivo es “alotropía”: la “propiedad que tienen algunos elementos químicos de presentarse con diferentes formas y propiedades físicas, como densidad, organización espacial, conductividad eléctrica (por ejemplo, “el grafito y el diamante son formas alotrópicas del carbono”, “Diccionario Houaiss”). Entre las vicisitudes de la vida individual, que se condensan en el “germen del alma” de la obra y su configuración, hay, por tanto, un proceso alotrópico y no genético.
Con la ayuda de Simmel, se hizo comprensible el valor simbólico de la obra de arte: durante su realización se introducen consciente e inconscientemente condensaciones: superposiciones de experiencias vividas o imaginadas, máscaras, disfraces, bromas, autoenigmas, etc. –, fenómenos que valen menos para una explicación psíquica (de ahí el frecuente error de las aproximaciones psicoanalíticas al arte) que como procedimientos formales. Si estos recursos provocan la alotropía que se produce entre el “germen del alma” y la presentación, el resultado es que la obra se vuelve simbólica (recuérdese que, en latín clásico, “symbolus” significaba “pieza justificante de la identidad”).
La razón del gravísimo desacuerdo entre el arte y el mercado es, pues, inmediata: se basan en variables incomparables. ¿Cómo podría la determinación del valor de mercado considerar el pacto simbólico del arte? La situación concreta entonces pasa a ser: fuera del caso de obras encargadas por una institución (un museo o el propio Estado), para que el arte circule hoy, no puede prescindir del mercado.
Es la disparidad entre el “valor de cambio” y la condensación simbólica de la obra lo que hace inevitable el divorcio entre arte y sociedad comandado por el mercado. De ahí que el arte plenamente autónomo, es decir, el arte moderno, comience a cubrirse de calificativos negativos, es decir, a dar paso a una filosofía del arte guiada por conceptos de negatividad. La autonomía del arte, paradójicamente, creó una nueva servidumbre propia. No puedes volver. Pero, ¿cómo superar el impasse?
Luis Costa Lima es Profesor Emérito de la PUC-Rio. Autor, entre otros libros, de Mimesis: Desafío al pensamiento (Civilización Brasileña).
Publicado originalmente en el diario Folha de S. Pabloel 17 de noviembre de 2002.