por LUCAS FIASCHETTI ESTEVEZ*
Consideraciones sobre el libro recién publicado de Ricardo Fabbrini
1.
En el debate estético existe una convención que concibe el arte moderno como aquel que comenzó a mediados del siglo XIX y finalizó en los años 1970, habiendo sido sucedido por el arte contemporáneo o “posmoderno”. Como señala acertadamente Ricardo Fabbrini en El arte contemporáneo en tres épocas, esta forma de ver el arte toma el desarrollo histórico como algo progresivo, con expresiones artísticas distribuidas cronológicamente en una única línea de tiempo con una sola dirección y significado.
En la posguerra, con el fin de las vanguardias históricas de principios de siglo y el auge del llamado posmodernismo, esta historia lineal parece haber llegado a su fin, como lo demuestra la reanudación de la tesis hegeliana del fin del arte. El libro que ahora tenemos entre manos es, en cierto modo, una respuesta crítica a esta naturaleza agonística de la imagen.
A través del entrelazamiento de tres tramos temporales, el autor nos invita a ahondar en el destino de un arte que, aunque parece no tener un lugar propio ni un tiempo adecuado, persiste. Con un escrito que aborda numerosos referentes teóricos sin perder claridad, Ricardo Fabbrini expone el debate en torno al arte contemporáneo al mismo tiempo que recurre al análisis inmanente de diversas obras. Por tanto, el libro resulta valioso tanto para quienes aún no están familiarizados con el debate estético como para los especialistas.
A partir de Giorgio Agamben, Ricardo Fabbrini priva a la idea de “contemporaneidad” de una estricta dimensión temporal, entendiendo lo contemporáneo en el arte es el poder de negatividad y resistencia de ciertas obras frente a su tiempo. Contemporáneas –y, por tanto, críticas– son aquellas obras que mantienen “la mirada fija en el presente” y “lo interpelan sin cesar”. A pesar de la etiqueta que el circuito artístico le da a tal o cual artista y estilo, la mirada debe volverse hacia la obra misma, a la manera en que ésta puede producir una imagen que resista y rompa “el orden de los clichés o simulacros” en medio. del crimen organizado de la cultura de masas.
2.
En el primer ensayo del libro, “Décadas de 1970 y 1980: moderno y posmoderno”., Fabbrini se centra en el declive de las vanguardias artísticas y la idea de arte moderno. En esta nueva era, “los ímpetus y las estrategias de las vanguardias históricas” ya no encuentran eficacia ni sentido. La imaginación contemporánea desde la posguerra carece de fe en los poderes utópico-revolucionarios del arte, tan elogiados por los vanguardistas de principios de siglo. De esta manera, las vanguardias tardías que se concentraron en Estados Unidos a partir de los años 1960 pueden considerarse “postutópicas”.
La búsqueda casi obsesiva de lo nuevo y el intento de romper con la tradición artística, común a todos estos momentos del arte moderno, ya no se produjo de forma disruptiva, sino en un retiro abstracto de la forma artística en su propio campo. A pesar de tales diferencias, tanto la vanguardia tardía como la utópico-revolucionaria apuntaron a desdibujar el arte y la vida, en un intento de estetizar lo real mediante la difusión del arte en la vida cotidiana.
En la década de 1980, la idea misma de vanguardia, ya tan reformulada, parecía obsoleta. Con el proceso de institucionalización e integración del arte moderno y sus expresiones más radicales, la definición de ciertas corrientes artísticas como contrahegemónicas se vuelve precaria. Lo diferente y lo nuevo, más que nunca, están encontrando un lugar predominantemente domesticado en el circuito artístico. El impulso transformador, ya debilitado en una era sin utopía, se había debilitado aún más. En este escenario, el fin de las vanguardias se asoció con el fin del arte mismo, discusión que permea toda la obra de Ricardo Fabbrini y que se remonta a la estética hegeliana.
Utilizando a Fredric Jameson, el autor nos muestra cómo las vanguardias de finales de la posguerra fueron interpretadas como formas artísticas vacías e incapaces de elaborar ninguna negatividad frente a la realidad. En ruptura con el arte moderno y las vanguardias heroicas, la llamada “posmodernidad” enmarcó la obra en otro régimen de percepción, que ya no produce la experiencia de lo sublime y ha perdido el ímpetu para resistir lo real y lo sublime. sus determinaciones. Además de Fredric Jameson, también Jean-François Lyotard y Jürgen Habermas identificaron tal decadencia, aunque este último todavía intentó salvar al arte moderno de su destino. En ellos, este nuevo tiempo debilitó el ímpetu de la negatividad en el arte.
Ricardo Fabbrini toma posición en este debate. Según él, es un error ver el fin de la vanguardia como un síntoma de la muerte del arte o incluso del arte moderno. De hecho, observamos el declive de un tipo de producción artística que dependía de una concepción de la temporalidad que ya no existe, es decir, la basada en la creencia en el progreso y la utopía. En este sentido, el arte no está muerto. Lo que se transformó radicalmente fue la idea (y la posibilidad) de un cierto tipo de arte, moderno, programático y de vanguardia.
Al insistir en esta comprensión no lineal del desarrollo del lenguaje artístico, Ricardo Fabbrini escapa a las ataduras de los “ismos” y su sucesión temporal en una historia supuestamente progresista. Como él sostiene, el arte no evoluciona ni retrocede: cambia. El supuesto fin del arte, en realidad, es el fin de la vanguardia y de la idea moderna del arte. Sin embargo, el autor comenta que el prefijo “post” no sería apropiado para definir esta nueva configuración del arte, pues presupone una especie de descarte y superación de la tradición moderna, lo cual no es el caso. Como ya había señalado Jürgen Habermas en sus reflexiones sobre la arquitectura, incluso el arte de posguerra persigue, quiera o no, “la ideología moderna” y sus dilemas.
Ricardo Fabbrini analiza también los ecos del fin de las vanguardias en filosofía, especialmente la francesa. Jacques Derrida y Gilles Deleuze, por ejemplo, serían los máximos representantes de una filosofía que se acercaba al lenguaje artístico postutópico mediante el uso de un discurso no sólo radicalmente ensayístico, sino también deconstructivista. Para muchos, como Paulo Arantes en su descripción de la “ideología francesa”, esta filosofía consistió en gran medida en arrebatos retóricos sin coherencia, en una suerte de elaboración textual inocua, más cercana a la literatura que al propio campo filosófico. Como en las artes, esta filosofía también habría perdido gran parte de su elemento crítico.
A pesar de esta constelación de autores que identifican en las diferentes facetas del vago “postmodernismo” una decadencia de la negatividad y rastros de un cierto neoconservadurismo, Ricardo Fabbrini desvía su atención de este nivel abstracto hacia la inmanencia y la lógica de las propias obras de arte. producido a partir de los años 1970, con el fin de investigar “en qué medida las obras singulares revelan, desde el final de la vanguardia, un 'potencial crítico y de oposición'” (p.34).
Siguiendo la imagen utilizada por Andreas Huyssen, Ricardo Fabbrini busca en algunas obras las posibilidades del trabajo artístico creado sobre las ruinas del edificio de la modernidad. Bajo esta clave, podríamos escapar de la limitada comprensión del “arte moderno”, tomado no como un conjunto de signos inocuos y aleatorios, como señala Fredric Jameson, sino como un “arte posvanguardista”, estructurado en un nuevo tiempo. y que, por tanto, requiere de nuevas estrategias frente a la realidad. Entre los artistas que ejemplifican este momento tenemos a Guillermo Kuitca, Mimmo Paladino y Anselm Kiefer.
En el arte radical posvanguardista, el mayor desafío es resistir la fetichización de la imagen a través de una inmanencia formal que produce un paisaje aún desconocido: una forma diferente de llegar a ser frente al mar homogéneo de la cultura de masas. Desde los años 1970, la sociedad de la hipervisibilidad ha impuesto al arte la urgencia de producir una imagen que no contenga todo lo previamente digerido, pero que conserve algo enigmático y que obligue al sujeto a ser sensible a las diferencias, a aquello que escapa a la norma. Frente a la quiebra de la vanguardia y de su tiempo histórico, no tenemos “la negación de los poderes de negación del arte, sino la necesidad de pensarlos de otra manera” (p. 51). Ricardo Fabbrini vuelve a abordar esta cuestión al final del libro.
3.
En el segundo ensayo del libro “Años 1990-2000: arte y vida”, el autor aborda las nuevas estrategias del arte posvanguardista al mezclar arte y vida. El principal referente teórico movilizado es el del arte relacional, elaborado por Nicolas Bourriaud. Si en los años 1980 predominaba la reacción al formalismo extremo de las vanguardias tardías, en la década siguiente se vería un “regreso a lo real” alejado de los lenguajes artísticos tradicionales, como la pintura o la escultura. Para restablecer los vínculos entre el arte y la vida, la atención se centró en las instalaciones, acontecimientos y otras experiencias fluidas que son difíciles de encuadrar conceptualmente. Desde entonces se ha insistido en un arte participativo abierto a lo indeterminado.
El retorno de la experiencia estética a lo inicialmente externo a ella –lo real, lo social y lo político– se produce, en la propuesta relacional, no bajo el signo de la reconciliación entre arte y vida, sino de una tensión constitutiva que produce en lo cotidiano. vida “posibles alteridades”. Según Ricardo Fabbrini, Nicolas Bourriaud apuesta por un tipo de realismo operativo que recurre a la “utopía cotidiana” para crear espacios y temporalidades alternativas.
Entre algunos ejemplos de arte relacional, tenemos Pabellón de palmeras (2006-08), por Rirkrit Tiravanija y la situación laboral chistes turcos (1994) de Jens Haaning. En este último, el artista instaló un altavoz en una calle de Copenhague y otro en Burdeos. En ellos se transmitían chistes en turco y árabe. Como resultado, sólo los hablantes de estas lenguas se acercaron y permanecieron allí, formando grupos como una especie de “escultura temporal” (p. 64).
En la producción de estas alteridades también se redefine la figura del artista, frente al modelo prototípico de la vanguardia. El “artista relacional”, para Nicolas Bourriaud, es capaz de inventar caminos porque él mismo es un nómada que se niega a plantar sus raíces en un solo lugar. Síntoma de las transformaciones del propio mundo globalizado, ahora es el artista quien se mueve entre diferentes realidades y la obra que se abre a tal multiplicidad, en un esquema distinto al contenido teleológico del arte que se encaminaba hacia una utopía abstracta y fuera de tiempo, ahora archivado.
A pesar de la importancia del arte relacional para la producción y el debate estético de los años 1990, Ricardo Fabbrini también analiza las críticas que recibió esta concepción, especialmente la de Jacques Rancière. Para él, esta nueva concepción de la creación artística sustituyó el foco en la forma artística por las formas de relaciones sociales. Como consecuencia, la tensión entre arte y vida (o mundo social) se disolvió hasta tal punto que el primero pasó a ser una mera extensión de la realidad, sin posibilidad de criticarla.
El público, a su vez, replica esta misma continuidad relajada. Frente a las obras, el espectador se comporta como un “consumidor cultural”, un usuario que se relaciona con el arte como con el resto de bienes ofrecidos. Además, las situaciones supuestamente “alternativas” creadas en muchas de las obras relacionales darían lugar, para Rancière, a espacios artificiales de consenso político, notablemente forzados y residuales, como una parodia de la sociedad real. La política, originalmente un espacio para el disenso, sería el escenario de una “tolerancia social” ilimitada. Siguiendo a Rancière, Fabbrini sostiene que la sociabilidad lograda en tales situaciones es generalmente “glamorizada, vigilada, ficticia porque es ficticia” (p. 73).
Además del arte relacional, otras formulaciones buscaron apoyar la importancia de las experiencias comunitarias contrahegemónicas. Según Ricardo Fabbrini, la noción de heterotopía de Michel Foucault va en esta dirección. A diferencia de las utopías, que se referían a espacios y temporalidades indefinidas e inexistentes, las heterotopías serían “contraposiciones en lugares reales”, experiencias efectivas y singulares que ofrecerían otro régimen temporal y espacial, un escape de la lógica maquínica y la razón técnica.
Entre los tipos enumerados por Michel Foucault, Ricardo Fabbrini presta atención a las “heterotopías de la desviación”, cercanas a la experiencia situacionista y su gesto poético de abrir fisuras y superar la noción misma de obra de arte.
En tales situaciones, se hace posible una nueva relación de fuerzas que escapa a las determinaciones comunes tanto de la estética como del mundo social. Entre los ejemplos enumerados por Michel Foucault se encuentra el “gran barco del siglo XIX”, que representa un espacio fragmentado y flotante, “un lugar sin lugar con vida propia” (p.85). El autor francés también identificó “heterocronías” capaces de operar el mismo desplazamiento, pero en la dimensión temporal. En algunos, como bibliotecas y museos, el tiempo se acumula infinitamente; en otros, como fiestas y ferias, el tiempo es fugaz, fundado en su propia disolución.
Ante tales aportes de Michel Foucault, artistas y críticos se dieron a la tarea de crear nuevas figuras del tiempo y del espacio que pudieran ser “experimentadas experimentalmente”, para “imaginar otros mundos posibles, en el acto mismo de vivirlos en común”. material y afectivamente, durante un tiempo determinado” (p. 91). Este ideal de comunidad libre también pasó a ser central en la discusión de otros autores, como Giorgio Agambem y su “comunidad de cualquier ser” o Roland Barthes y su “Utopía de la convivencia”.
Sin embargo, fue una vez más Jacques Rancière quien exploró esta noción de manera más consistente, entendiendo la comunidad estética como una especie de “compartir lo sensible”. Tomando el conflicto como rasgo definitorio, Jacques Rancière supone que esta comunidad está formada por “sujetos precarios” y “actores ocasionales” que se disputan la distribución de lugares y disposiciones en un momento provisional de suspensión de la dominación.
En esta clave, la resistencia del arte se vuelve posible a través del apoyo a este conflicto, en el que se fractura “la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible” (p. 109). En cierto modo, la comunidad se convierte en el espacio posible para experimentar con lo indeterminado, en contraposición a la sociedad plenamente administrada. Este poder comunitario, en resumen, extrae lo más revolucionario del compartir colectivo de lo sensible. Por esta razón, es también política, una especie de comunidad estética del devenir.
En medio de tales discusiones, numerosos artistas de la década de 1990 redirigieron la imaginación utópica del modernismo, dirigida a una sociedad futura, hacia nuevas formas de habitar nuestro mundo y nuestro presente. De ahí el carácter proposicional y de laboratorio de muchas obras, que apuntan a un tipo de convivencia que establece una conexión con la realidad a partir de la negación de los rasgos regresivos de la sociabilidad hegemónica. Ricardo Fabbrini elige como ejemplo de tales intentos la “poética del riesgo” del Teatro da Vertigem, como en las experiencias BR-3 (2005) y Buen Retiro: 958 metros (2012).
4.
En el último ensayo del libro, “Años 2010-2020: imagen y cliché”, Ricardo Fabbrini comenta las últimas novedades en el largo y muchas veces anunciado carácter agonístico de la imagen. Frente a la proliferación desenfrenada de un nuevo tipo de imagen total y omnipresente, Deleuze enunció la “civilización del cliché”. Jean Baudrillard, por su parte, enumeró el simulacro como prototipo de esta nueva modalidad de imagen. En la sociedad de la simulación total e hiperreal, la imagen del simulacro no oculta nada y lo presenta todo. Típico de las pantallas digitales, el simulacro es tomado por Jean Baudrillard como la imagen de un mundo supuestamente perfecto, que fascina fríamente al espectador, sin conservar nada de la vieja seducción romántica del arte moderno que se aferra a la ilusión y a la existencia de algo oculto.
A pesar de mostrarlo todo, la lógica del simulacro establece un modelo sin origen ni realidad. Basada en una paradoja inevitable, la era de la hipervisibilidad hace que la realidad sea invisible, distante e inaccesible. De esta manera, Jean Baudrillard diagnostica una retracción en la posibilidad de representar el mundo a través de imágenes de un modo distinto al de la excesiva apología de lo existente. Según Ricardo Fabbrini, estaríamos nuevamente “presenciando la agonía del arte, o más precisamente una agonía”, entendida como “el momento decisivo en el que se produce un conflicto sobre el destino de las imágenes” (p. 139). En medio de tanta transparencia, ¿cómo se puede producir una imagen que todavía guarda algún secreto?
La búsqueda de esta imagen de resistencia, para Ricardo Fabbrini, podría ejemplificarse en el trabajo del filósofo y fotógrafo ciego Evgen Bacvar. A través de su práctica, tendríamos un ejemplo de “los esfuerzos de estos artistas por recuperar el poder de la visión, reaccionando a la saturación de signos que todo lo neutraliza” (p. 132-133). El poder de la negatividad en el arte, en este sentido, sería el del gesto que abre la imagen a la contingencia. En las fotografías de Nan Goldin y Anna Mariani, por ejemplo, veríamos también una desestabilización de lo referencial, con el establecimiento de una tensión entre lo representativo y lo indexical. Esta zona de indiscernibilidad, en definitiva, es el lugar de resistencia estética que garantizaría la supervivencia de las imágenes. Ricardo Fabbrini también identifica expresiones de este impulso en el cine y el teatro contemporáneo, como en la instalación Stifters Ding (2015), de Heiner Goebbels.
Utilizando a Gilles Deleuze, Ricardo Fabbrini comenta cómo el filósofo eligió al cineasta Jean-Luc Godard como quien más destacó la imagen hegemónica y propuso un “drama de la percepción”. Al romper con las convenciones del lenguaje cinematográfico, Godard extrajo de las imágenes cliché “otra imagen” que obligaba a pensar y rompía con el “horizonte de lo probable”. Liberaba así la fuerza no comunicativa de la imagen. Adiós al idioma (2014), según Ricardo Fabbrini, sería un buen modelo de “inventario de las posibilidades estéticas que abre el vídeo digital”, que devuelva a las imágenes lo que aún no se ha pensado.
Uma imagem que resiste é aquela, portanto, que não só guarda algo, mas que retarda a fruição, interrompe o fluxo da máquina total e a superficialidade das imagens luminosas e digitais e atesta, apesar de todos dizerem o contrário, a fundamental importância da “ pérdida de tiempo". Sólo así tendríamos “la negación de la temporalidad de la producción de simulacros y el consumo capitalistas” (p. 152).
Consciente tanto de los límites como de las posibilidades que enfrenta el arte contemporáneo, Ricardo Fabbrini sostiene que “el desafío ético y estético de la crítica de arte es seleccionar imágenes enigmáticas en medio de la performatividad de los simulacros (o clichés)” en circulación. En lugar de flotar sobre la historia de las obras y juzgarlas externamente, el crítico parte de la obra misma y de su tiempo para advertir “el riesgo de la disolución ya en marcha, del arte en comunicación” (p. 144). La imagen-enigma, sin embargo, no recupera la misma radicalidad que la vanguardia, sino que inaugura un nuevo tipo de negatividad estética que, frente a la catalogación de la razón instrumental, establece una zona de opacidad difícil de definir.
Si la utopía fue alguna vez el deseo manifiesto que impulsó a la vanguardia, la constatación de su quiebra en el horizonte observable se convierte en una de las fuentes de crítica. Rodeado de una constelación de réquiems, propia de una época de desaliento, lo indeterminado permanece abierto en obras que asumen sus propios límites como un problema inmanente, que opera fisuras en la espacialidad y temporalidad capitalista y neoliberal.
Contemporáneo del “apocalipsis latente”, el arte dotado de negatividad opera como índice de posible alteridad. Al final, incluso bajo una nueva figura, parece que sobrevive algo utópico.
*Lucas Fiaschetti Estévez es estudiante de doctorado en sociología en la USP.
referencia
Ricardo Fabbrini. Arte contemporáneo en tres épocas. Colección de ensayos. Belo Horizonte, Autêntica, 2024, 174 páginas. [https://amzn.to/4a35odf]
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