Apuntes sobre la independencia en las Américas

Regina Silveira, "Continuará... (Rompecabezas latinoamericano)", 2001.
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por RONALD LEÓN NÚÑEZ*

La negación de las revoluciones pasadas tiene el objetivo político actual de fortalecer la idea de que todo cambio radical es dañino.

Gran parte de la historiografía latinoamericana dedica sus mejores esfuerzos a describir, casi siempre en forma biográfica, la trayectoria de personajes considerados héroes nacionales. Al igual que la escuela militarista, se deslumbra por la crónica detallada de los hechos bélicos. En este entorno intelectual, los intentos de explicar estructuralmente el proceso histórico continental desde una perspectiva socioeconómica, situándolo en su contexto internacional, sin necesariamente subestimar el papel de ciertos individuos o eventos clave, se cuentan con los dedos de una mano.

Por ello, abordar el carácter del proceso que desembocó en la independencia americana, sin duda uno de los grandes temas del siglo XIX, es fundamental para una justa comprensión política del presente.

¿Fueron revoluciones o prevalecieron continuidades con el antiguo sistema colonial? Si aceptamos calificarlas de revoluciones, ¿fueron sociales o políticas? ¿Cuál era la clase social dominante? ¿Hubo participación real de las clases explotadas? Qué ha cambiado en la vida de indígenas reducidos, negros esclavizados o “libres”, jornaleros1 o pequeños campesinos pobres con el fin de la Colonia? En resumen: ¿el nuevo orden era progresista o reaccionario?

Propondré aquí algunas reflexiones, arriesgándome a incurrir en cierto esquematismo.

Estoy entre los que argumentan que fueron revoluciones. Sin embargo, su carácter está determinado por el período histórico: la era de las revoluciones democrático-burguesas, inaugurada por la Revolución Francesa de 1789.2 o, si se prefiere, por la Revolución de Independencia de las trece colonias británicas que dieron origen a los Estados Unidos entre 1775 y 1783, un contexto internacional que estableció las premisas materiales, las tareas esenciales y las limitaciones del proceso a ambos lados del Atlántico. Naturalmente, la medida en que se realizaron estas tareas generales difería de un país a otro y de una región a otra.

En el caso de las Américas, el proceso de crisis y desintegración del sistema colonial europeo fue doble: por un lado, significó una lucha continental por emancipar las colonias de las metrópolis; por el otro, una lucha paralela y no menos violenta para formar los nuevos estados-nación independientes. Tal es la importancia histórica del siglo XIX para nuestro continente.

Esto me obliga a detenerme en otro elemento que, de hecho, considero el punto de partida: la relación metrópolis-colonia y la esencia de la empresa colonizadora. Me refiero al debate sobre si esta empresa fue feudal, capitalista o ninguna. No estoy de acuerdo con la tesis -anclada en el razonamiento eurocéntrico, que atribuye a todos los pueblos una sucesión automática de modos de producción, una visión lineal y antidialéctica de la historia- de que los colonizadores trasplantaron mecánicamente el feudalismo de la Europa medieval a América, como liberalismo y el reclamo del estalinismo. Tampoco estoy de acuerdo con la visión diametralmente opuesta que propone que la conquista europea de las Américas representó la implantación casi automática de un modo de producción capitalista.

La cosa es más complicada. La esencia de la colonización estuvo dictada por el proceso de configuración del mercado mundial, regido por la ley implacable de la acumulación primitiva de capital en Europa. Esta nueva división internacional del trabajo a escala mundial atribuyó a las colonias un doble papel desde el siglo XVI: proveedoras de metales preciosos, materias primas y mano de obra esclava; y consumidores de manufacturas producidas por las naciones más avanzadas del norte de Europa, de las que los reinos de España y Portugal, debido a su crónico atraso industrial, comenzaron a actuar como intermediarios.

La producción de valores de cambio a gran escala, orientada al mercado mundial o regional, más que la creación de feudos cerrados, fue la fuerza impulsora detrás de la colonización.

En este sentido, Oscar Creydt –líder histórico del Partido Comunista Paraguayo– se equivoca al afirmar que “no cabe duda del carácter esencialmente feudal del Paraguay como colonia hispánica”3. Podríamos citar otras formulaciones en este sentido. Esta visión escénica, que contaminó a la mayor parte de la izquierda, nunca fue más que una teoría para justificar alianzas con sectores burgueses supuestamente progresistas, dispuestos a abrir las puertas a un capitalismo nacional en los países latinoamericanos, caracterizado -aún a mediados del siglo XX- – como feudal.

No. Las razones del atraso económico latinoamericano no se encuentran en el supuesto pasado “feudal” o “colonial esclavista”, como argumenta el brasileño Gorender.4 y otros teóricos estalinistas, sino en incorporación, desde su génesis dependiente, al largo proceso de nacimiento del capitalismo mundial. No es admisible confundir feudalismo con capitalismo periférico.

Entonces, ¿existía el modo de producción capitalista en estas tierras desde el siglo XVI? De alguna forma. Si el “sentido” era capitalista –el saqueo de América sirvió para acumular capital en las metrópolis coloniales–, la forma de producción no lo era. Se basaba en el trabajo forzoso, no en el trabajo “libre” o asalariado. Las típicas relaciones coloniales de producción -en el encomiendas mitarias e yanaconas,5 esclavitud negra, pueblos o reducciones indígenas, etc. – eran todos precapitalistas. La fuerza de trabajo “libre” era marginal y solo se impuso a fines del siglo XIX.

¡Qué paradoja histórica! La empresa colonizadora, indispensable para el posterior triunfo definitivo del capitalismo, se llevó a cabo a través de relaciones de producción no capitalistas. Una contradicción que sólo la lógica dialéctica puede explicar. El capital vino al mundo, en palabras de Marx, “[…] rezumando sangre y lodo por todos los poros, de pies a cabeza […]”6. La Cuenca del Río de la Plata, y específicamente la ex Provincia del Paraguay, que estudié con mayor profundidad, no fue ajena a este proceso global. Nuestra región aportó su parte de sangre y lodo para construir el primer mundo civilizado.

Bueno, si en Estados Unidos no existió el feudalismo -que no es necesariamente lo mismo que la servidumbre o el latifundismo- sino un capital comercial y usurero que succionaba el excedente social de nuestra economía de manera insaciable y brutal, no es correcto decir que El proceso de independencia de América Latina fue un ciclo de revoluciones sociales, es decir, de revoluciones burguesas antifeudales.

Está claro que ha habido cambios sociales. Sin embargo, en esencia, fue una secuencia de revoluciones políticas.7 En otras palabras, fueron, esencialmente, revoluciones burguesas anticoloniales. La embrionaria burguesía autóctona, propietaria ya de importantes medios de producción, decidió enfrentarse (militarmente) a la Corona española sólo cuando se dio cuenta de que ésta no negociaría ninguna concesión de autonomía real. El objetivo de los padres de las naciones americanas -quienes, insistimos, a principios del siglo XIX constituían una facción de la clase dominante- con esta cruzada emancipadora no era el bienestar de la plebe, sino librarse de la intermediación colonial para comerciar directamente en el mercado internacional, particularmente con el floreciente Imperio Británico.

No fueron revoluciones sociales porque, al final, los sectores más fuertes de la burguesía nativa nunca buscaron cambiar las relaciones de producción o extender los derechos democráticos a los oprimidos, sino arrebatarles a los españoles el control de las instituciones políticas. En lenguaje marxista, no querían un cambio estructural social, sino un cambio superestructural.

A nivel estructural, probablemente con la única excepción del caso de Haití, las independencias no cambiaron sustancialmente las relaciones de producción entre las clases sociales. Las relaciones de producción precapitalistas y capitalistas continuaron coexistiendo y combinándose de manera desigual, como en el período colonial. La posición de las naciones latinoamericanas en el sistema mundial de estados y en la división internacional del trabajo tampoco ha cambiado, básicamente, continuaron siendo proveedoras de productos primarios y consumidoras de manufacturas.

Las revoluciones independentistas en las Américas son expresión de una época en que la burguesía estaba dispuesta a destruir cualquier obstáculo al desarrollo del modo de producción capitalista. Esta tarea, en los siglos XVIII y XIX, significó un progreso económico y, en cierta medida, democrático. Pero entre todas las libertades individuales y derechos políticos que proclamó el joven liberalismo, lo que realmente importaba era la sacrosanta libertad de empresa, fundada en el “derecho natural” a la propiedad privada.

Por eso ninguna revolución burguesa, ni siquiera la más radical, ha resuelto todas las demandas de democratización en las diferentes sociedades. Y no lo pudieron haber hecho, porque fueron revoluciones al servicio de imponer el dominio de una nueva clase explotadora.

Algunas controversias. Hay autores que, mirando la Revolución Francesa y los casos europeos, niegan que las revoluciones independentistas del siglo XIX hayan constituido revoluciones democrático-burguesas.

Dicen, por ejemplo, que no hubo burguesía nativa, premisa equivocada. Existía un sector indígena que poseía tierras, ganado, minas, esclavos y encomiendas, o dedicado a una parte del comercio y la usura. Evidentemente, no había un sector capitalista industrial ni una burguesía con las características del siglo XX o XXI. Era una facción aún naciente de la clase dominante, que disfrutó de buenas relaciones con los burócratas coloniales hasta la crisis terminal en la Península. Lo que no tenía esa facción local -y este problema se resolvió por la fuerza de las armas, después de muchas vacilaciones- era el control del aparato estatal, es decir, el manejo del comercio exterior, el sistema tributario y, por supuesto, las fuerzas armadas.

Volvamos al concepto. Si la misión principal de toda revolución democrático-burguesa es remover cualquier obstáculo al florecimiento del capitalismo nacional, en las colonias esto significó que la tarea principal para el pleno desarrollo de una burguesía nacional y un mercado interno era liquidar la relación colonial. En términos marxistas, la autodeterminación nacional era una condición previa para el desarrollo de las fuerzas productivas locales.

Por lo tanto, fueron revoluciones burguesas. No siguieron ni pudieron seguir el patrón de las revoluciones liberales “clásicas” de las naciones europeas: estas eran metrópolis y las Américas eran colonias. El caso de las Américas fue una variante: revoluciones democráticas burguesas anticoloniales.

En las condiciones de una colonia, si es cierto que los más beneficiados por la independencia fueron los terratenientes nativos, también es correcto afirmar que el fin del dominio metropolitano permitió un logro más amplio: la emancipación de las naciones oprimidas, en su conjunto, de dominio extranjero. Esto, sin duda, fue un hecho progresivo para el pueblo estadounidense.

Naturalmente, cada clase o sector de clase entró en esta lucha nacional con intereses sociales opuestos. Los intereses de la gran burguesía criolla no podían conciliarse con los intereses de los llamados sectores populares. Este fue el trasfondo de las divisiones de clase dentro de las “fuerzas patrióticas”, aunque en varios momentos hubo amplios frentes policlasistas contra el colonizador.

Algunos niegan, en cambio, que se tratara de revoluciones porque, con la expulsión de los europeos del poder, prevalecieron elementos de continuidad con el período colonial. Esto demuestra una incomprensión de la esencia del proceso: no hay revoluciones “puras”. La transición de un estado colonial a estados nacionales burgueses no significa que no hayan subsistido restos legales o institucionales del antiguo orden español en estos nuevos estados independientes. En Estados Unidos, la esclavitud negra sobrevivió a la hazaña emancipadora consagrada en 1776. En Paraguay y otras antiguas provincias bajo dominio español, por ejemplo, la esclavitud de los africanos, las reducciones de indígenas o el cuerpo normativo de Las Siete Partidas8 se mantuvo.

No hay un proceso histórico lineal. Como siempre surge lo nuevo y se entrelaza con lo arcaico, en todos los casos hubo elementos de continuidad. Pero este aspecto formal, aunque no sin importancia, no define el proceso, no es cualitativo. Lo decisivo es que el estado metropolitano ha perdido el control político de las colonias.

Otro argumento, común entre los autores liberales que estudian la historia de Paraguay, es que la crisis de la independencia provocó un declive en el comercio, y con ello desapareció la prosperidad de las últimas décadas de la colonia. Primera pregunta: ¿prosperidad para quién? Segundo: si el criterio es el volumen del comercio, ¿era preferible seguir siendo una colonia regida por las tenues reformas de los Borbones?

El propio dictador José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840) respondió a este problema en 1818, cuando amonestó a uno de sus comandantes fronterizos diciéndole: “Nunca llamamos, ni puede llamarse causa común al tráfico mercantil. Aparte de esto, nosotros, los estadounidenses de hoy, llamamos y entendemos como nuestra causa común la libertad e independencia de nuestros países de todo poder extranjero o extranjero”.9

El objetivo político actual de negar las revoluciones pasadas es fortalecer la idea de que todo cambio radical es dañino. Lo cierto es que la burguesía, en cuanto logró consolidarse como clase dominante, empezó a temer su propia era dorada, sus propias revoluciones. Su cobardía es proporcional al poder que concentra. Pero esto no impugna el carácter revolucionario de la emancipación estadounidense.

En resumen: las naciones americanas se volvieron políticamente autodeterminadas. De colonias pasaron a ser, no sin crisis, estados nacionales burgueses “en formación”. Esto representó un progreso inmenso. Este cambio político allanó el camino para los cambios económicos que tuvieron lugar, más o menos tarde, en todos los antiguos territorios coloniales. Para darnos una idea, la abolición formal, es decir legal, de encomiendas en Paraguay tuvo lugar en 1812, el de las reducciones indígenas en 1848, y el de la esclavitud negra recién en 1869.

Para estudiar adecuadamente las particularidades de cada caso, es fundamental comprender la esencia del proceso, tomándolo como un todo. Si bien toda revolución social, por su alcance, es “política”, no toda revolución política es social.

Un último punto. Paraguay no era una isla durante el siglo XIX, como predicaba el nacionalismo reaccionario y el revisionismo clásico. Su destino estaba ligado a la resolución de esta lucha general. Esto quiere decir que, sin el triunfo de la revolución independentista continental, simplemente no existiría el Paraguay independiente.

*Ronald León Núñez es doctor en historia económica por la USP. Autor, entre otros libros, de La guerra contra el Paraguay a debate (sunderman).

Traducción: marcos margarido.

Publicado originalmente en el diario Color ABC.

Notas


1 Jornaleros: semiproletarios que trabajaban como trabajadores agrícolas o en la extracción de yerba mate, pero que generalmente mantenían una parcela de tierra.

2 La Revolución Francesa asestó un golpe mortal tanto al imperio colonial francés, con consecuencias inmediatas en Haití –la primera revolución negra triunfante y el proceso anticolonial más radical– como, a través de la invasión napoleónica de 1808 –que depuso a los Borbones e inició una proceso irreversible de crisis en sus posesiones americanas- sobre el colonialismo español.

3 Creydt, Óscar [1963]. Formación Histórica de la Nación Paraguaya. Asunción: Servilibro, 2004, pág. 126.

4 Gorender, Jacob. esclavitud colonial. Sao Paulo: Ática, 1980.

5 Había dos tipos de encomiendas vigente en la Provincia del Paraguay: el orden mitaria y encomienda original (yanacona). En el primero, los hombres de entre 18 y 49 años estaban obligados a pagar su tributo al Ordeno trabajando, teóricamente, durante sesenta días al año. En orden yanacona, los indígenas y sus familias vivían directamente con los Ordenoen condiciones similares a la esclavitud.

6 Marx, Carlos. ElCapital. Tomo I. Buenos Aires: Editorial Cartago, 1956.

7 En la era de las revoluciones burguesas, la revolución política se traduce en la lucha por el poder estatal –siendo este un rasgo común de las revoluciones económicas y sociales–, pero no entre clases antagónicas, sino entre fracciones de la clase propietaria y dominante. Las revoluciones de 1830 y 1848 en Europa a menudo se denominan revoluciones políticas.

8 Las Siete Partidas es un cuerpo normativo, elaborado en Castilla durante el reinado de Alfonso X (1252-1284), para imponer la uniformidad jurídica al Reino. Es una de las obras jurídicas más importantes de la Edad Media. Prevaleció de manera desigual en Hispanoamérica hasta fines del siglo XIX.

9 Oficio al Comendador de Concepción, 23/06/1818. ANA-SH, v. 228, núm. dos.

 

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