años de plomo

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por RAFAEL R.IORIS*

Bolsonaro, la destrucción de la democracia y su macabro legado.

En la noche del 2 de junio, nuestra desastrosa figura presidencial se presentó a la nación, por radio y televisión nacional, en un intento de detener la sangría del gobierno responsable de la mayor tragedia humana en la historia contemporánea del país. Aún en medio de niveles históricos de desempleo, buscó revivir la promesa de dicho crecimiento económico que, de llegar, estará por debajo del promedio mundial.

Tanto en el contenido de su pronunciamiento, como en su estilo robótico y sin empatía por el dolor colectivo de una nación en proceso de acelerada deconstrucción, lo que nuestro mítico líder logró demostrar es que, para el clan Bolsonaro, ser y querer permanecer en el poder está ligado, sobre todo, a la necesidad de protegerse de los numerosos procesos judiciales e investigaciones penales en curso. Para ello, se aplicarán todo tipo de diversionismo.

Si al principio el instrumento preferido para eso era la anacrónica lucha contra el comunismo, hoy, cuando el tema sólo encuentra eco en las burbujas bolsonaristas, especialmente en los cuarteles y en la Policía Militar estatal, la vieja táctica de los años de plomo - hacer uso del llamado deporte del pueblo. Aunque el país sigue enfrentando la necesidad de restringir el movimiento de personas, se ha tomado la ominosa decisión de albergar la Copa América; algo inconcebible en la coyuntura nacional actual, pero que se presenta salvajemente como motivo de euforia en medio del genocidio en curso.

El régimen neofascista en curso se guía por la creación permanente de crisis. Complementando el cuadro de convulsión social y disolución de todos los lazos institucionales de la democracia que vivimos, el 4 de junio el Ejército anunció que no sancionará al general en activo Eduardo Pazuello por participar en un acto político a favor del gran líder. Tanto el desastroso viaje al hecho del exministro, como la falta de sanción, violan las normas de procedimiento, así como lo que cabría esperar de cualquier Fuerza Armada que haya aceptado su existencia en el marco de la democracia. Evidentemente, este no es nuestro caso. Y al decidirse por ese camino, cómplice y sumiso, el militar ya no puede pretender estar exento de la continua mortandad y los excesos.

El bolsonarismo es un movimiento político con un fin en sí mismo. Además de proteger al clan, Bolsonaro y sus herederos no tienen agenda de gobierno. El propio patriarca llegó a decir, en un discurso en el extranjero, que vino a destruir. No es de extrañar, por tanto, que sus acciones impliquen tan claramente el aumento de la exclusión social, la promoción de la división, el odio y la insensibilidad ante el dolor ajeno. Dejar un legado para la historia no es algo que forme parte del horizonte de visión del actual fatídico presidente de la Tierra Cabral. Sin embargo, aún sin ser parte de sus proyectos y ambiciones personales y familiares, el legado de Bolsonaro ya está definido.

Serán recordados por haber permitido el estallido de la mayor calamidad humana en una nación no ajena al dolor y sufrimiento masivo. Sí, nuestra historia, mucho más allá de conciliaciones y pactos intraélites, ha estado marcada por la explotación y violencia impuesta a la mayoría de nuestros habitantes. Pero nada se compara con la destrucción colectiva planeada repetidamente que experimentamos hoy. No será de extrañar, por tanto, que en el futuro los descendientes de los actuales Bolsonaros prefieran cambiar de apellido, con el fin de silenciar el macabro pasado de sus antepasados, y que, cuando los brasileños busquen en el diccionario, encuentren el término Bolsonaro como sinónimo de genocida.

Realmente tenemos hoy en el poder en Brasil un personaje que no sólo es trágico, sino también aberrante. No es que nuestra historia haya estado libre de figuras exóticas. Unos trataron el llamado tema social como un asunto policial, otros querían barrer la corrupción con su escoba mágica. Unos preferían escuchar partidos de fútbol en la radio con pilas para gobernar, otros preferían los caballos al pueblo. Pero nadie puede igualar el grado de insensibilidad de quienes califican de “gripecita” la mayor crisis sanitaria mundial de los últimos 100 años y se burlan de quienes se han contagiado o han perdido a seres queridos. Y aun cuando, muy a regañadientes, se refirió al problema, lo hizo de una manera inaceptablemente egoísta, afirmando que como tenía “antecedentes de atleta”, no enfermaría gravemente, y que, por tanto, no había problema; o decir que “todo el mundo tiene que morir algún día”.

Elegido en un concierto momentáneo, ayudado por maniobras turbias de jueces y fiscales activistas, Bolsonaro logró encantar no solo a las clases medias que querían cambiar eso., pero también comentaristas y empresarios, siempre de guardia en defensa de la “milagrosa” agenda liberal. Así, legitimado por el aura tecnocrática de ministros que felizmente se asociaron a un diputado mediocre y monotemático, pero recauchutado como mito salvador, el exlugarteniente llegó al poder federal ungido en la expectativa de cambios de rumbo.

Pero si bien profundizó el desmantelamiento del Estado de Bienestar Social de la Constitución Ciudadana de 1988 –iniciado por el entonces presidente, Michel Temer, en la promesa, siempre esquiva, de esa explosión de crecimiento–, ya nadie recuerda aquellas promesas y sus partidarios hoy. se reducen a lacayos ideológicos y generales sostenidos por beneficios crecientes.

Los presidentes no solo se preocupan por implementar una agenda para la cual fueron elegidos, sino también por dejar un legado por el cual serán reconocidos en los libros de historia. Independientemente de lo que haga Jair Bolsonaro, ya sea en los próximos 18 meses o en un posible segundo mandato, su apellido será conocido en el futuro como sinónimo de dolor, aflicción, desesperación, horror y muerte; y su legado, y el de quienes comparten con él su macabro patronímico, será el de la matanza colectiva intencional, por acción y omisión, de, hasta ahora, medio millón de seres humanos.

*Rafael R. Ioris es profesor en la Universidad de Denver (EE.UU.).

 

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